La transición democrática española y el medievalismo. Una visión desde la periferia/Cuadernos de Historia de España/2022

1. Protagonistas

Se reúnen en esta contribución cuatro protagonistas del tema que nos convoca: Carlos Barros, Antoni Furió, José María Monsalvo Antón y Josep Salrach. Los nombrados se encuentran entre los más importantes medievalistas de España en la actualidad e inscriben al medievalismo de su país en tendencias más amplias.

Barros ha trabajado sobre la lucha de los irmandiños con un perfil que lo acerca a los historiadores marxistas ingleses, orientación que confirman sus análisis de la religiosidad o del derecho de pernada, relacionados a su vez con la historia de las mentalidades de los Annales de los años 1960-1970 y 1990 y sobre historiografía Barros (1990, 1991, 1994, 2005, 2012, 2012-2013). Los estudios de Furió sobre la sociedad medieval valenciana lo acercan a los de Guy Bois sobre la Normandía, en la medida en que le interesó el ciclo económico, aunque tuvo superior amplitud temática al abarcar el préstamo, las elites rurales, los mercados o la incorporación de los jóvenes al trabajo rural (Bois, 1976; Furió, 1993, 1996, 2017; Furió, Mira y Viciano, 1994). Monsalvo Antón ha tenido al menos tres líneas de investigación: por un lado, el antisemitismo medieval y las herejías, por el otro, la historia económica y social de los concejos aplicando la comparación y la teoría de sistemas y en tercer término anotemos su elaboración de alto contenido teórico, influida por Perry Anderson (1979a) y Robert Brenner (1976, 1982) sobre el Estado centralizado bajomedieval (Monsalvo Antón, 1984, 1985, 1986, 1988, 1997a). Por último Salrach (1990, 1993, 1995, 1997, 2016-2017) nos ha dado penetrantes análisis sobre las clases sociales y el Estado en la Antigüedad Tardía, sobre el señorío catalán entre los siglos IX y XIII y la aplicación de la justicia, y sobre el crecimiento por roturaciones de los hispani en tiempos carolingios, temas paralelos a los de Pierre Bonnassie y en general a los llamados mutacionistas, aunque también tiene un acabado conocimiento de autores que, como Toubert (1990), no se alinean en la tesis de la revolución feudal.

Todos se apoyaron en el análisis riguroso de fuentes e incluso trabajaron en la edición de documentos: Salrach en los del condado de Barcelona y Monsalvo Antón en los de Ciudad Rodrigo, Ledesma y Alba de Tormes. Pero también trascendieron los límites de la especialidad, y en esto la primera mención es para Historia a Debate, fundada y dirigida por Carlos Barros, red de historiadores de España y América Latina consagrados a la historiografía, entendida no solo como la teoría de la producción histórica, sino también como el examen de sus condiciones culturales. Por su parte Antoni Furió dirigió durante una década las publicaciones de la Universidad de Valencia y dio a conocer selectas contribuciones de distintos lugares. Monsalvo Antón (1997b, 2016) incursionó en la amplia divulgación sobre la Edad Media con temas como las ciudades europeas o los conflictos sociales, mientras que Salrach dio su aporte en este rubro con un sugestivo trabajo sobre el hambre en el mundo (Salrach, 2012).

Otra característica es su relación activa con el materialismo histórico, que los llevó desde releer a los padres fundadores, como hizo Barros para indagar cómo veían las bases de la nación, hasta los ya mencionados marxistas que nutrieron sus investigaciones –como Anderson, Bois, Brenner–, pasando por medievalistas que, como Duby o Le Goff, tuvieron un vínculo laxo y cambiante con esa doctrina (Barros, 1994, 2020; Furió, 1998).

En fin, esta excursión rápida por una producción abundante (solo se citan algunos de sus trabajos), y a todas luces admirable, afirma la convicción de que estamos ante parte de los más eminentes medievalistas españoles de la actualidad. En ellos se unen rigurosidad en el manejo de las fuentes, pensamiento creativo, recepción amplia de influencias y abordaje de temas sustanciales. Con estos atributos, eluden lo que fatiga en muchos de sus colegas: un sistema endógeno de referencias (tú me citas, yo te cito), positivismo detallista y apego a una moda que hoy inhibe citar a Lenin como ayer exigía mencionarlo.

Estos cuatro historiadores evocarán sus experiencias en la transición democrática española. Ante su autorizado testimonio, solo cabe agregar una visión periférica, la que el historiador argentino, influido por el materialismo histórico y los Annales franceses, tenía sobre el medievalismo español en época franquista. Esto incluye alguna referencia a las prácticas que se realizaban para interpretar y reinterpretar el contenido de los estudios que se recibían.

  1. Contexto

A principios de la década de 1970, el alumno de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires accedía a la historia medieval a través de la materia específica y la de Historia de España, cátedra inaugurada en 1943 para Claudio Sánchez Albornoz y que este la había consagrado a la Alta Edad Media. Sus discípulas y herederas, María del Carmen Carlé e Hilda Grassotti, no habían cambiado mucho. Privilegiaban el Medioevo (en especial lo que antecedía al siglo XIV), mientras que los períodos posteriores los trataban de manera superficial y solo hasta el siglo XVII (los Borbones quedaban excluidos). En sus clases reinaba un positivismo que no excluía la sucesión de reyes y la descripción de instituciones. Entender que el oficio del historiador era inventariar hechos, concernía a una convicción que compartía Nilda Guglielmi, a cargo de la cátedra de Historia Medieval, y también discípula de Sánchez Albornoz. Esa enumeración, cuyo más prominente enunciado era la taxonomía, evitaba pensar, disposición que se amoldaba con lo que habían impuesto los militares desde el golpe de 1966.

Sin embargo, al no pensamiento y al autoritarismo castrense, se opuso a un quinquenio de movilizaciones obreras y estudiantiles que, no por tumultuosas, carecían de reflexión política, y que culminaron en elecciones con el triunfo de Cámpora en 1973. En ese gobierno se hacía sentir la izquierda peronista.

Con la primavera camporista, la situación de la carrera de Historia de la Universidad de Buenos Aires cambió. Reyna Pastor de Togneri, discípula de Sánchez Albornoz y de José Luis Romero, que había sido profesora hasta el golpe de 1966, volvió a la facultad para hacerse cargo de Historia Moderna. Pero aquí se impone abrir un paréntesis para reparar en antecedentes.

La formación de Reyna Pastor había sido distinta a la de las otras discípulas de Sánchez Albornoz, porque si con éste aprendió a analizar los documentos castellanos, con Romero adquirió una calificada cultura histórica. Indudablemente, Romero produjo un cambio drástico en la disciplina del país con su historia social, que puede definirse como la historia que, con problemas y categorías de análisis modernas, se constituyó en oposición al positivismo. Ejerció desde la década de 1950 un influjo que traspasó los límites de su especialidad, el medievalismo, a través de distintos caminos. En primer término, con sus libros (Romero, 1949, 1967) en los que podía seguirse la acción de las clases sociales actuando en las circunstancias en que les tocaba vivir para crear nuevas situaciones, con lo que pasaba a un primer plano la cultura entendida en sentido amplio, como subjetividad y acción social. En segundo término, ejerció su influencia con la creación en 1959 de la cátedra de Historia Social General, cuyo objetivo era replantear de manera problemática, es decir, como una sucesión de problemas hilvanados por el ascenso de la burguesía, la evolución occidental desde la caída del Imperio romano hasta la Época Contemporánea. Se trataba de lograr que el alumno de la carrera de Historia de la Universidad de Buenos Aires reinterpretara, con un cierto eje, la catarata de datos recibidos del positivismo predominante. Una tercera influencia de sus concepciones fue por la introducción en la facultad, con traducciones de circulación interna, de parte de la producción que en historia económica y social se estaba generando en otros países. Por último, esa nueva historia se consolidó con profesores que se reunieron en esa cátedra junto a Romero: Tulio Halperín Donghi, Haydee Gorostegui de Torres, Ernesto Laclau, Alberto Pla y Reyna Pastor y junto a ellos un grupo de jóvenes acompañaron esa tarea como auxiliares docentes y formándose en la historia social.

Con el golpe de 1966 renunciaron a la Universidad y sus trayectorias divergieron. Romero integraría en 1975 el Consejo Directivo de la Universidad de las Naciones Unidas con sede en Tokio, Halperín Donghi se desempeñó como profesor en la Universidad de Harvard primero y luego en la de Berkeley para convertirse en el principal historiador argentino, Laclau trabajó en la Universidad de Essex donde desarrolló sus contribuciones junto a Chantal Mouffe, y Pla, que permaneció en la Cátedra de Historia Social General (se había opuesto a la táctica de la renuncia masiva), fue expulsado de la Universidad en 1969 y coordinó entonces la Historia del movimiento obrero, editada en fascículos y de amplia difusión por el Centro Editor de América Latina entre los años 1972 y 1974.

Reyna Pastor vivió nuevas situaciones. El fracaso de la renuncia de los profesores que con más heroísmo que eficacia pretendieron detener la intervención a la universidad de 1966, llevó a corregir esa estrategia, revisión que, junto a la debilidad que le produjeron al gobierno militar las luchas sociales, le permitió acceder a la Universidad de Rosario en 1971, lugar donde ya había sido profesora entre 1962 y 1966, para hacerse cargo ahora del dictado de Historia de España. Durante los años mencionados creó una escuela de la que formaron parte Susana Belmartino, Marta Bonaudo y Arturo Firpo. En ese marco, las inquietudes de un marxista argentino dedicado al Medioevo en la primera parte de la década de 1970 fueron expresadas en dos de sus estudios. En el primero comparó a los caballeros villanos con los yeomen, para descubrir que, a diferencia de los campesinos ricos ingleses, los de Castilla no cumplían funciones en la transición al capitalismo; en el segundo analizó el avance de la formación económica y social feudal cristiana sobre la formación tributaria árabe islámica (Pastor de Togneri, 1970, 1975). Estaban allí contenidos los problemas centrales de los historiadores de izquierda, argentinos y latinoamericanos del momento:1 el tránsito de un modo de producción a otro, el protagonismo de una clase como sujeto del cambio, la formación económica y social como totalidad jerarquizada de sistemas, el desarrollo plurilineal que descarta los cinco estadios del estalinismo y la cuestión colonial, antecedente de la dependencia del imperialismo. Esos trabajos de Reyna Pastor, centrales en su propio desarrollo (el segundo fue su doctorado que defendió en la Universidad de Córdoba, lejos de las voces que le eran hostiles en Buenos Aires), se complementaban con otros en los que seguía líneas que predominaban en la historia económica general: coyunturas, ocupación del espacio, demografía y mentalidades (Pastor de Togneri, 1962, 1966, 1970; Pastor de Togneri et al., 1967). La influencia francesa en estos temas es una evidencia y Reyna Pastor condensaba así lo que era un perfil deseado: marxismo más Annales, rasgo que también se observa en sus discípulas Susana Belmartino (1968) y Marta Bonaudo (1970). Con esa trayectoria regresó a la Universidad de Buenos Aires en 1973 y alteró la comprensión del Medioevo que se había adquirido en la materia precedente. Lo logró con un preámbulo en el que revisaba el crecimiento de los siglos XI al XIII, y centrándose en la doble transición del feudalismo al capitalismo (siglos XIV-XVI y XVII-XVIII), recuperando a Maurice Dobb y su polémica con Sweezy para que el alumno experimentara una epifanía. También ese alumno tuvo la oportunidad de ver la expansión planetaria de la Era Moderna, tema a cargo de Enrique Tandeter, y las cuestiones europeas y americanas convergieron en la pregunta de si España había exportado a sus colonias feudalismo o capitalismo (comercial).2 Se entreveraban en esto los manuscritos de Marx preparatorios de El Capital, que se leían bajo el título de Formaciones Económicas Precapitalistas con prólogo de Hobsbawm (Marx y Hobsbawm, 1971), lecturas que instalaban una visión plurilineal del desarrollo histórico, y eran asimismo argumentos de militancia acerca del carácter de la revolución en marcha (¿democrática burguesa?, ¿de liberación nacional? ¿O directamente socialista?). Como el París de Hemingway, y dejando de lado los excesos retóricos que por ese entonces contaminaban todo, puede decirse que Buenos Aires era una fiesta de militancia, lecturas y discusión (y lo mismo sucedía en otras ciudades). Una fiesta que cumplió con un rito que los estudiantes han repetido desde la Edad Media, el de effrayer le bon bourgeois, y que por cierto terció para que el gobierno cerrara la Universidad en junio de 1974, situación acompañada por detenciones y asesinatos preparatorios de la represión aún más extrema que se desencadenó en 1976. Se establecía así una disimilitud que atañe a nuestro tema, porque cuando en España llegaba la democracia en Argentina era clausurada.

Entre mediados de 1974 y 1976, todo cambió. Se produjo el exilio de muchísimos profesores (entre ellos Reyna Pastor y Alberto Pla), pero también de jóvenes que harían sus estudios de grado o posgrado en el exterior.3 Esta última fue una característica que, según Enrique Tandeter y Ruggiero Romano, diferenció los efectos del golpe de Estado de 1966 y el de 1976 (Tandeter, 1992).4 En el primero (con menor represión), no hubo exilios masivos; en el segundo sí los hubo, porque se trataba de salvar la vida. Además, una porción de jóvenes investigadores entró al Conicet5 porque los militares empezaron a implementar una profesionalización de la historia y de las ciencias sociales, obviamente cuidando la “infiltración de subversivos”, maniobra que, puede sospecharse, era una forma de despolitizar los estudios. A ese movimiento hacia la profesionalización se sumaron, aunque sin proscripciones, los institutos privados en los que se refugiaron algunos investigadores de temas argentinos y americanos.6 Un resultado de estas orientaciones convergentes (en las que no fue menor la represión), se vio con la vuelta de la democracia, cuando salieron a la luz del día análisis refinados sin política, lo que mostraba un panorama muy distinto al de los años setenta, y esto lleva a concluir que en este punto los militares tuvieron éxito a pesar de su derrota militar (en Malvinas) y política (que los obligó a abandonar el gobierno).7 Como era de esperar, la democracia consolidó esa profesionalización del historiador. Una tercera variante en tiempos de la dictadura fue aquellos que hicieron sus investigaciones apartadas de todo marco institucional. Esto implicaba sostenerse materialmente con actividades de los más diversas, aunque la supervivencia no era solo un asunto económico, sino también de prudencia y azar. Parece innecesario agregar que, en ese páramo de la cultura, cualquier obra que saliera de lo aceptado por los censores, suponía una dificultad. En este marco, y con inquietudes que la represión no había extinguido, una parte de los medievalistas argentinos leyeron a sus colegas españoles de la época franquista.

III. El medievalismo de época franquista desde la periferia

La primera figura era, lógicamente, Sánchez Albornoz. Autoridad absorbente en la materia, continuó publicando en la década de 1970, después de su jubilación universitaria. La impresión que causaban sus trabajos era extraña, porque en ellos convivían la gran sabiduría del documentalista, la prosa desusada, el protagonismo egocéntrico en la defensa de ciertas tesis, las elucubraciones sobre la “contextura vital” del español e interrogantes estrambóticos, como el de la importancia del caballo en la génesis del feudalismo.8 Por todo esto, Sánchez Albornoz atraía y rechazaba al historiador social que llegaba a sus trabajos, porque si era un anhelo conocer la documentación como él la conocía, no dejaba de ser un contra modelo por sus otros atributos, a los que se añadía un antisemitismo que nunca disimuló y un macartismo que se manifestó en forma creciente a medida que se afirmaba la nueva generación de medievalistas españoles.9 Claro que en esas asimetrías subyace la conocida dificultad del positivista que pasa del análisis de las fuentes a la reflexión general, tránsito que no realiza por un proceso abstractivo escalonado sino por saltos que lo llevan sin escalas del documento a fórmulas vacías, como la del ser nacional, y entonces todo el celo crítico se transforma en la especulación acrítica del charlatán. Es una cuestión que solo se la menciona porque no se puede entrar en ella sin correr el peligro de la dispersión, pero que debe tenerse en cuenta como cuestión de fondo de esos escritos en los que desfilan, sin solución de continuidad, información minuciosa y metafísica.

Entre esas capas superpuestas de ideología, prejuicios y saber, no era fácil localizar los núcleos racionales, y para ello se contó a veces con colaboraciones inesperadas. Por ejemplo, una provino de la relación entre los Partidos Comunistas de Francia y Argentina, que posibilitó la lectura de Oudaltsova y Goutnova (1977) que con ortodoxia marxista elaboraron una propuesta sobre los orígenes del feudalismo que se adaptaba al estructuralismo en vigencia en Occidente, y de hecho inspiró la elaboración genética estructural de Perry Anderson sobre ese tema (Anderson, 1979b).10 Si se mencionan a estos autores es porque ayudaron a ver que Sánchez Albornoz también tenía en cuenta la génesis de una sociedad para dar cuenta de su configuración estructural, aunque no lo decía con estos términos. Efectivamente, diferenciaba a la Galicia medieval, marcada por muchas continuidades con la Antigüedad (y por eso con densidad de esclavos y siervos), de la Castilla de la Reconquista sin ese legado.

Esto muestra una complejidad no inmediatamente captable en la obra de Sánchez Albornoz. Si a esto se agregan sus polémicas y algunos problemas sustanciales que afloraban a veces al correr de su pluma (por ejemplo, el atraso de las manufacturas y la exportación de lana), se explica que sus textos fueran más atractivos que las descripciones sin problemas y sin discusiones de sus incondicionales discípulas. Estas se caracterizaban por la simple descripción, y en virtud de ese deliberado criterio, y de un relevamiento institucional insulso, a un concejo del norte español lo situaban en el mismo nivel analítico que otro de la frontera, por la sencilla razón de que ambos tenían las mismas autoridades y la misma organización institucional. Además, Sánchez Albornoz había establecido la exégesis básica, centrada en la supuesta despoblación y repoblación del valle del Duero, de lo que habría derivado una Castilla de hombres libres, germen de la inmadurez del feudalismo español, y nadie cuestionaba en la facultad de la dictadura esta interpretación canonizada (ni siquiera se contradecía su creencia de que la historia de España era la de Castilla).11 Su interpretación era seguida sin sobresaltos, una y otra vez argumentada, y se sabe que la repetición aburre.

Sobre lo que llegaba de la España franquista, las impresiones eran también desiguales. En García de Valdeavellano, un autor que en Buenos Aires era recomendado por igual a alumnos e investigadores, se hallaba una similar vocación por la descripción de acontecimientos e instituciones, aunque introducía a Pirenne, una muestra de su adscripción a un enfoque liberal y de su búsqueda de una organización racional del conocimiento.12 Esto establecía una pronunciada diferencia con un autor como José Orlandis Rovira (1954), cuyas narraciones sobre prácticas religiosas, desprovistas de cualquier categoría analítica moderna, estaban muy lejos de las preocupaciones de alguien que con Le Goff (1969) o con Romero (1967), había accedido a una religiosidad analizada con perspectiva antropológica o social. Inevitablemente, a Orlandis se lo veía anclado en la prehistoria de la historiografía y pasaba a ser un símbolo del más puro franquismo.

El predominio de la descripción y del institucionalismo estimulaba el arte de la reinterpretación que practicó Reyna Pastor en el país hasta 1975, año en que emigró, y que heredaron sus discípulos. Se lo puede exponer con los asalariados del feudalismo de los que hablaba el español Rafael Gibert (1951) sin afrontar asuntos centrales de esa figura: ¿cómo se lo caracterizaba sociológicamente, y qué funciones cumplía en la reproducción feudal? La resolución era un proceso que pasaba por consultar a Marx (o a cualquier otra fuente de teoría), por leer alguna contribución que hablara de asalariados en otras sociedades (como en la Antigua Grecia) y pensar en lo leído para comprender que el salario es una forma de retribución del trabajo compatible con distintas relaciones sociales, lo que implica detectar cómo un modo de producción anexa formas secundarias a su propia reproducción. Eran disquisiciones que se realizaban con la guía del estructuralismo, enfoque que ahora se desecha, pero que brinda una gramática para descifrar cuadros de situación aun cuando no resuelva la dinámica estructurante de las prácticas.

Sobre el procedimiento cognitivo que se acaba de describir, se abren dos nociones: la del ascenso en espiral y la del no carrerismo.

La primera se refiere a esa práctica que aconsejaba Reyna Pastor y cuya fuente era Romero: lecturas con espíritu crítico, surgimiento de una pregunta a resolver, búsqueda de una primera respuesta en los documentos, volver a las lecturas generales, releer documentos ya leídos, consultar la teoría y otra vez ir a las fuentes primarias. Era un círculo ascendente que justamente por eso se transformaba en un espiral de retroalimentaciones que no desechaban fuentes ni teoría, alejando al investigador del empirismo y del teoricismo. Este proceder demandaba tiempo sin carrerismo académico, lo que impone aclarar de qué se trata.

La democracia democratizó la investigación, y los que se incorporaron al sistema gozaron de muchas comodidades. No obstante, esto tuvo el costo de los plazos perentorios: para presentar un proyecto, para doctorarse y para publicar mucho. El resultado (como alguien ya observó), es que los tiempos académicos se oponen a los tiempos científicos, circunstancia que se agrava porque los primeros son los de las ciencias exactas y naturales, que se sabe no coinciden con los de las ciencias sociales, mucho más prolongados (las obras inconclusas de Marx, Weber, Schumpeter y Romero, o la tardía producción de Polanyi así lo indican). El resultado de ese vértigo son muchas publicaciones, escasa profundidad, reiteración de temas y alargamiento de escritos que esa operación deforma. En otras palabras, aparecieron inconvenientes desconocidos cuando la dictadura clausuraba metas profesionales. En ese entonces, un historiador no institucionalizado, escudriñando algún tema muy concreto, tenía tiempo para perderse en la filosofía con Hegel, pensar en lo que había leído, y madurar cuestiones en el ocio fecundo que llegaba después de las ocho horas del trabajo gana pan. Esos pequeños placeres intersticiales de una época peligrosa terminaron con el productivismo que produce más carreras que ciencia.

En esa tarea de repensar lo que ofrecían historiadores demasiado tradicionales, algunos aportes llegados desde España en tiempos anteriores a la muerte de Franco ayudaron. En especial, caben mencionar los primeros ensayos de Abilio Barbero y Marcelo Vigil, anticipatorios del libro que en 1978 iba a replantear la formación del feudalismo ibérico Barbero y Vigil (1974, 1978).

Otro libro que esclareció fue la historia general de España en la Edad Media de García de Cortázar (1973) que Reyna Pastor leía con atención y Carlé objetaba por “europeísta”. Por el contrario, su monografía sobre la economía rural de San Millán de la Cogolla (García de Cortázar, 1969), o la de Moreta Velayos sobre la economía de Cardeña, y el análisis que el último realizó sobre rentas monásticas Moreta Velayos (1971, 1974) no influyeron en los estudios argentinos de la década del setenta sobre la economía dominical, y en esto jugó su papel el hecho de que las investigaciones se hicieron en forma paralela, aunque también había una diferencia de enfoques.13 Tampoco Julio Valdeón Baruque, historiador marxista y referente de la oposición española al medievalismo tradicional, movió el amperímetro de las interpretaciones argentinas con sus estudios sobre el ascenso de los Trastámara o sobre los conflictos sociales en los siglos XIV y XV; simplemente se lo vio alistado en los parámetros descriptivos de esa historia que reprobaba (Valdeón Baruque, 1966, 1975).14 A la distancia pareciera que al nuevo medievalismo de tema castellanoleonés que evolucionaba en los últimos años del franquismo, le insumió un tiempo desembarazarse del positivismo, lo que muestra que el cambio no se resolvía con la simple incorporación de algún concepto, como el de división social del trabajo o el de clase social.15

Pero si del área castellanoleonesa no se obtenían muchas novedades, estas sí vinieron del al-Ándalus gracias a Guichard (1973) y de la historiografía de la parte oriental de la Península Ibérica. Esto exige un pequeño apartado.

Como ya se adelantó, en Buenos Aires solo se estudiaba el área castellanoleonesa, que pasaba a ser la historia de España disponible para los porteños. Más precisamente, la atención se concentraba entre el norte ibérico y Castilla la Nueva, indudablemente por el magisterio de Sánchez Albornoz. Sin embargo, y a pesar de su exclusión oficial, la historiografía catalana gravitó con nuevas interpretaciones y las primeras referencias son para la historia económica de Vicens Vives (1959) y para la historia de España y América por él dirigida (Vicens Vives (Dir.), 1957-1959) obras que traían los aires de los Annales de la segunda posguerra.

Indudablemente se hallaba allí algo distinto de lo que planteaba Sánchez Albornoz, aun cuando Vicens Vives sostenía la diferencia usual (de raíz jurídica e institucional) entre feudalismo y régimen señorial. A este aporte lo acompañaba la tesis de Pierre Vilar (1962), disponible para su consulta en la Universidad de Buenos Aires. Si bien su tema era la Época Moderna, el medievalista podía recorrer su deslumbrante análisis de totalidad sobre una economía regional, en el que no faltaban las referencias a Dobb y a la transición. Esa lectura afirmaba también la idea de una deseable simbiosis entre materialismo histórico y Annales, convicción que en los años 1960 y 1970 se compartía con colegas de otras latitudes, y que solo cambiaría en la década del ochenta, en parte por algún trabajo crítico y en parte porque (al menos en la formalización conceptual), se pasó a ver más acciones que estructuras.16 Pero al hablar de los estudios de historia de Cataluña de aquellos años, la influencia francesa determinó divergencias con las concepciones que se manejaban sobre Castilla. Puede ponerse un ejemplo. Pierre Bonnassie, siguiendo y ampliando el camino abierto por Duby (1988), analizó la anarquía catalana de los años 1020-1060, de la que habría emergido la subordinación del campesinado en la seigneurie banale, elemento básico del feudalismo (Bonnassie, 1990). En cambio, para García de Cortázar (1973: 219) el control jurisdiccional sobre un territorio recién se impuso en la Baja Edad Media, con lo cual estamos ante dos conceptualizaciones muy diferentes. Indudablemente, esto no es una cuestión menor, porque el señorío banal está vinculado con el concepto de feudalismo como modo de producción, definido por el dominio político territorial, y por eso, como planteó Claude Cahen, no toda renta de la tierra implica sistema feudal Cahen (1963).

Otro aspecto de los estudios del área oriental ibérica estuvo representado por Font Rius y su determinación de las etapas de poblamiento del área castellanoleonesa (Font Rius, 1972). Si bien seguía el lineamiento de Sánchez Albornoz acerca de la “desviación” de la historia española respecto de la europea (aunque en verdad la limitaba a la meseta), su exposición se distingue por el lúcido ordenamiento espacio temporal, delimitando zonas y etapas de ocupación del territorio. Es una cualidad que también se aprecia en García de Cortázar (1973) y que en buena parte se debe a una perspectiva no circunscrita a períodos y territorios restringidos. Con este análisis introducía el problema demográfico, o sea, la escasez de pobladores por la expansión, las epidemias, las crisis económicas o las guerras. Análoga preocupación por la demografía mostró Sobrequés en su análisis sobre la Baja Edad Media peninsular en la misma colección (Sobrequés, 1972). Esto se correspondía con análisis que se habían hecho en Buenos Aires y establecía premisas para abordar el modelo maltusiano aplicado al Medioevo, que, si bien ya había sido formulado en 1950, tendría su auge en los años setenta y ochenta (Postan, 1981; Pastor de Togneri, R. et al, 1967; Carzolio de Rossi y Kofman de Guarrochena, 1968; Aston y Philpin (Ed.), 1988). En fin, la historia del área oriental sobre la que Vicens Vives escribía o promovía, ayudaba a reinterpretar la historia tradicional.

  1. Conclusión

La recepción del medievalismo tradicional positivista de la época franquista por parte del medievalismo argentino de tema económico y social influido por el materialismo histórico fue algo distinto a una simple lectura crítica, o más bien fue una lectura que, para hacerse crítica, atravesó por circunstancias especiales. Eran dobles, las del emisor y las del receptor, ambos sujetos a condicionamientos académicos y políticos. En el último, en el receptor, esa lectura fue una preparación para leer la historia postfranquista, que empezó a llegar de manera sistemática desde los primeros años de la década de 1980. Era un nuevo y auténtico cambio de temas, enfoques y lenguaje que renovó al medievalismo social argentino.

Notas

1 A modo de ejemplo, en Brasil los jóvenes medievalistas compartían las mismas preocupaciones; véase Franco Júnior y Da Motta Bastos (2013).

2 El antecedente fue el debate entre Rodolfo Puiggrós y Sergio Bagú, y en la década de 1970 se reactivó con Carlos Sempat Assadourian, Horacio Ciafardini y Juan Carlos Garavaglia. Fue una cuestión general en la que participaron militantes como el trotskista Nahuel Moreno e historiadores como Milcíades Peña o Ernesto Laclau; las polémicas incluían argumentos de investigadores no latinoamericanos como Pierre Vilar, que definió a la conquista española de América como etapa superior del feudalismo o el economista André Gunder Frank que planteaba que la conquista había generado capitalismo. La discusión se reactivó en 1988 con el debate entre Steve Stern e Immanuel Wallerstein y al parecer es un tema que nació y vive con agenda abierta.

3 Lógicamente, la mayor parte de esas tesis se hicieron sobre temas de historia americana y argentina.

4 Romano, s.f. a través de una comunicación personal.

5 Esto también es una observación de Tandeter.

6 En 1978 se fundó el PEHESA (Programa de Estudios de Historia Económica y Social Americana), dependiente del Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la Administración (CISEA) y allí trabajó un grupo importante de historiadores; también los hubo en el CEDES (Centro de Estudio de Estado y Sociedad) y en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Estas instituciones recibieron el apoyo de la socialdemocracia internacional, como una forma de aminorar los efectos devastadores de la política militar en las universidades. Con la democracia los grupos de historiadores que se habían refugiado en esos ámbitos se integraron a las universidades. Se dan estas indicaciones como referencia general, pero debe subrayarse que no acogían investigadores de áreas que no fueran de historia argentina o americana. Para los que se dedicaban a la historia europea fueron de todos modos una ayuda para conseguir alguna bibliografía de carácter general.

7 Esta es una concepción que Perry Anderson expuso en un seminario que dio en FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales): los militares lograron tener éxito en que el socialismo se borrara del horizonte político del país.

8 Todo esto puede sintetizarse en Sánchez Albornoz (1924).

9 La intolerancia de Sánchez Albornoz en sus últimos años contradecía la actitud abierta que había mostrado en las publicaciones que dirigió, Anuario de Historia del Derecho Español, primero, y Cuadernos de Historia de España después. Influyó en ese cambio que la nueva generación de historiadores españoles (a la que consideraba uniformemente marxista), objetaban sus tesis fundamentales y a ello se sumó un deslizamiento hacia el catolicismo y el nacionalismo más fervorosos e intransigentes, como él mismo reconocía.

10 Debe agregarse que por canales no oficiales también circuló en Buenos Aires durante esos años, en versión mecanografiada y en francés, la contribución sobre el feudalismo de Parain y Vilar (1968), que años más tarde se tradujo al castellano como libro con otras colaboraciones.

11 España como una hechura de Castilla era una concepción arraigada. En una de sus últimas conferencias en la Facultad de Filosofía y Letras, recordó una anécdota que, no por conocida deja de ser elocuente: Ortega había dicho (en las Cortes Constituyentes de 1931), “Castilla hizo a España y la deshizo”, a lo que él contestó que “Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla”. Más allá de considerar al reino de Castilla como víctima o como victimario, en las dos proposiciones se consideraba a la historia española como producto de la historia castellana.

12 El curso de historia de las instituciones de García de Valdeavellano se recomendaba para evacuar cualquier duda; su historia política era lectura obligada para saber qué había pasado hasta 1212, batalla de las Navas (lo que exhibe la concepción de la historia como sucesión de hechos), y su libro sobre la burguesía resolvía cómo se introdujo en España este grupo social, llegado (igual que el feudalismo), desde más allá de los Pirineos. Véase García de Valdeavellano (1952, 1968, 1969)

13 Además de los análisis de Pastor de Togneri sobre economía señorial, en el estudio de un dominio concreto se destaca el de Bonaudo (1970) que lo consagró más a las relaciones sociales de explotación que a la organización del espacio, que fue un tema central de los historiadores españoles. Igualmente, no se ve influencia de García de Cortázar o de Moreta Velayos en el libro que al régimen de la tierra en el reino asturleonés le dedicó Sánchez Albornoz (1978), una obra tardía de este autor en la que tuvo cierta aproximación a la historia económica y social, aunque encaró el tema de una manera descriptiva no problemática y sin ocuparse de sistemas de cultivo o de las rentas, cuestiones que estaban en el centro de la atención de los medievalistas de otras latitudes.

14 Más allá de que estas observaciones eran expresadas en comunicaciones personales, es significativo que, en un estudio sobre los conflictos sociales en Castilla en la Baja Edad Media, Anabella Lacreu (1998) adoptó un punto de vista crítico sobre la obra de Valdeón. Lacreu perteneció al grupo de historiadores argentinos marxistas que se formó en tiempos de la dictadura (1976-1983), con cursos y seminarios no oficiales o clandestinos y lecturas personales.

15 Un ejemplo es el estudio sobre León en la Alta Edad Media de Estepa Díez (1977).

16 No se comparte la percepción de Burke (1999), que ubica a Vilar en los bordes de Annales. No solo la impresión que surge de la lectura de su estudio sobre Cataluña afirma que nos encontramos ante un producto braudeliano, sino que el propio Vilar en repetidas oportunidades se identificó con la metodología de “la escuela” de Annales, que veía cercana al marxismo. Esta concepción, que se correspondía con lo que publicó la revista en las tres décadas y media posteriores a 1945, y que asimismo se correspondió con algunas de las grandes tesis francesas de doctorado, fue también la que declaró Hobsbawm (2003: 264) y la que influyó en su vida de historiador (Evans, 2021). En el mismo sentido véase Bois (1978). Una crítica a los Annales que tuvo repercusión en Argentina fue la de Fontana (1982). Por otra parte, durante la dictadura creció en Argentina la atención hacia E.P. Thompson, impulsada por Leandro Gutiérrez, Luis Alberto Romero y Beatriz Sarlo, investigadores dedicados a la historia y la cultura, pero esta orientación no influyó en los medievalistas “sociales” argentinos en ese momento. Es sabido que la dirección de Annales revisó en 1989 su pasado “estructuralista” y anunció un cambio de paradigma, pero en realidad el historiador en su práctica concreta nunca se subordinó a paradigmas porque nunca dejó de registrar acciones que estructuraban estructuras o que las desmoronaban de manera revolucionaria, lo cual es un derivado de los fundamentos empíricos positivistas de la disciplina, que están inscriptos en su acta de nacimiento; ver al respecto, Astarita (1996). En realidad, el tournant critique de 1989 era el abandono de la historia económica y social que la revista había alentado durante décadas.

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Organizador

Carlos Astarita – Universidad de Buenos Aires. Universidad Nacional de La Plata, Argentina.


Referências desta apresentação

ASTARITA, Carlos. Presentación. Cuadernos de Historia de España, n. 89, p. 5-24, 2022. Acessar publicação original [DR]

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