Quercún | Sergio Mansilla Torres

¿Recuerda usted a Anthony Bourdain, el chef estadounidense y creador de varios programas de televisión sobre las modalidades de la gastronomía en diversas partes del mundo, que se suicidó el año 2018? O ¿lo asocia con el escritor chileno Pablo de Rokha, escritor de Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile (1949), que se suicidó el 10 de septiembre de 1968? Parece ser que en ocasiones la melancolía se relaciona con la hiperbolización de las comidas en la historia de vida. Esta relación entre comida y melancolía articula el libro Quercún de Sergio Mansilla Torres, poeta chilote y doctor en literatura por la Universidad de Washington en Seattle (1996).

Desde el título del libro, Quercún, el lector es introducido en el espacio de lo local chilote. La palabra no figura ni en los diccionarios de la RAE ni en el Diccionario de uso del español de Chile (Academia Chilena de la Lengua, 2010). Es una palabra extraña, que ha permanecido preciada y cristalizada en el sujeto. Una palabra que no se deja ir, que es el título del libro, que lo sintetiza en un significante. Desde la primera página se nos indica que quercún es un término usado por los navegantes chilotes, que significa “resguardarse del mal tiempo en un lugar protegido y esperar que amaine la tormenta para entonces continuar el viaje. Ahí donde el aguacero y los vientos dejan espacio a la conversa, a la ensoñación, al fueguito, a la espera de un tiempo que nos permita continuar el derrotero” (Mansilla, p. 5). Quercún implica quedarse detenido, tal como la melancolía. En chilote la palabra melancolía es sinónimo de “quercún”.

La melancolía es una petrificación del sujeto, donde el yo encapsula lo perdido y lo cubre con su vida. En el caso de Mansilla, la madre es el gran sujeto perdido, cuya falta es irreparable, por ello la escena del abandono es descrita como si aconteciera hoy:

Lo que sí recuerdo clarito es que un día de inicios de febrero de 1962 mi madre me dejó en casa de sus hermanas [que vivían] en el centro de la isla de Quinchao. [Se] iba, en realidad al hospital, a tener su guagua. Yo me quedé huérfano, rodeado y atravesado por una soledad infinita, afirmado en un viejo cerco de madera llorando en total desconsuelo mientras mi madre se alejaba lenta y levemente bamboleante hacia lo que se me figuraba otro mundo (p. 14).

Ese llanto parece no terminar hasta el día de la enunciación de este libro. Ese mismo día de la pérdida inaceptable nace el poeta, porque la escritura tiene ese proceso de disociación del que siente que ha perdido su mundo. De este poeta todas las cosas se alejan, tal como una vez se fue la madre cuando tenía cuatro años y el deseo de recordar impulsa su escritura.

La primera pérdida inaugura en el sujeto una disociación entre él y los lazos afectivos, una distancia, propia del que teme volver a ser quebrado. Desde esa herida mortal: “No hay nadie en las habitaciones invisibles / Los años transcurridos se han cubierto de musgos” (p. 49). La soledad de esas habitaciones es la manera de vivir de este melancólico, cuya libido no está en habitar con otros o amadas, ellas están sólo de paso y son siluetas fantasmales en el libro. Esta subjetividad lírica persigue Aurelias, léase Nerval, que siempre lo van a decepcionar, para así poder afirmar su único deseo y valor: la tristeza.

La tristeza melancólica es un sol negro, que produce formas al mínimo de lo orgánico, como el musgo, él es movido y su fuerza no está en sí mismo, tal como se describe el sujeto poético: “Soy de un planeta que gira en torno a un sol apagado” (p. 36). La reiteración del fuego y de lo apagado configura parte de las insistencias del libro. El lector sospecha que su mínimo de energía es sólo una utopía creada para no desplomarse, con todo lo que significa esa palabra, “desplomarse”, perder lo que “mantiene a plomo”, derecho, vivo. De ahí la palabra “quizás” en esta poesía:

Apenas una simple astilla de un leño que alguna vez fue, quizás, la incandescente rosa de algún cometa hoy perdido en las pequeñeces de este mundo” (p. 47).

Dos metáforas acompañan a este “yo”, estas son “astilla de un leño” y “cometa perdido”, las dos implican el estar separado, solitario concibiendo que hay un todo, como si fuese posible la reunión total con algo o alguien. Una experiencia de pertenencia que nunca se cumplirá y cuando crea que la tiene, será efímera, ilusoria.

Pero también, la pérdida de pertenencia a un todo inaugura un tesoro: la imaginación. Las palabras sirven como un cofre donde ir atesorando y manteniendo todos los afectos y sus circunstancias antes de que entren en la nada, que es lo que sabe el melancólico. La propia vida va hacia la muerte, por ello mantenerla es escribirla, de ahí el modelo discursivo de la autobiografía en prosa que tiene gran parte del libro. De Rokha también escribió su biografía, la tituló El amigo piedra, aunque la edición del libro es póstuma y gracias al cuidado de Naín Nómez. Lo que deseo resaltar es que De Rokha y Mansilla cultivan la autobiografía tanto como el elogio a las comidas y bebidas de Chile. Por ello, tenemos, en este libro, una visión personal de una de las islas importantes de Chile, Chiloé y de otra isla que conforma este archipiélago, Quinchao. En este mapa de la subjetividad que habla, hay un territorio privilegiado en la localidad de Curaco de Vélez (isla de Quinchao) que se llama Changüitad, la palabra es extraña para el lector/a, al punto que casi parece una invención de este melancólico, pero Changüitad existe en Curaco de Vélez y en la historia de un niño que se sintió abandonado por su madre y exigido por su padre.

Changüitad es el punto de encuentro nunca otra vez alcanzado. La actitud de este melancólico se asemeja a estar en el mar abierto, donde sólo se ve mar. Dejarse mecer por las olas es apreciado como otra forma de abandonarse. Este melancólico se une a un conjunto de tristes a quienes asume como parte de su tribu, a veces otorgándoles a cada uno de ellos una voz singular u otras veces citando partes de sus escritos. El navegante Martín Ruiz de Gamboa, quien fundó Castro en 1567, aparece con voz propia:

A mí me llaman Martín, Martín Ruiz de Gamboa […]. Dicen que fundé Santiago de Castro en un año que ni recuerdo […]. Quizás sí funde Santiago de Castro; y estaría ebrio tal vez que no me acuerdo. O sería la lluvia constante que me aturdió. O la soledad […] el pasado se parece a una llanura cubierta de nieve sin más huellas que las que deja el viento frío que se cuela por los huecos de las ánimas errantes. Una belleza de otro mundo; ahí quisiera quedarme a vivir. […] Porque el demonio de los viajes me persigue, y el demonio del olvido no ceja. No sabes, Martín Ruiz, dónde estuviste ayer ¿hubo ayer? Ni dónde estarás mañana ¿habrá mañana? Sólo el instante presente, interminable, lento, precioso” (pp. 25-26).

Este trozo condensa la visión del melancólico: el pasado está cubierto de nieve, es decir ha quedado congelado, en una serie de imágenes tan fijas, que llega a dudar de su existencia. Las imágenes del pasado vuelven al sujeto melancólico quien las experimenta como un viento frío que lo paraliza. No hay olvido en él. Tampoco deseo de vivir en tierra, sólo deseo de navegar.

La experiencia de navegar ha sido comparada, en la literatura, al gesto de la escritura, recordemos a Mallarmé en “Salut”. Tanto navegar como escribir producen la sensación de ser contenido en un espacio oceánico. Experiencias agradables en tanto permiten una reunión para el que tiende a disgregarse, pero también peligro y naufragio o locura dirá Mansilla: “Lleva, el buen príncipe, el corazón atravesado /por las flechas de la locura” (p. 37). Extravío que Mallarmé llamará “arrecife”: “soledad, estrella arrecife” (2008, p. 6)2. En el poeta francés, la escritura es un arrecife en que se pierde el que da a la página en blanco el mismo brío que a una vela de barco cuando se desea que avance. De esta forma, el interés del poeta chileno por diversos navegantes comparte ese pliegue entre navegación y escritura cultivado por el escritor francés.

La locura melancólica de quien escribe el libro lo lleva permanentemente a otros pasajes, que son un archipiélago infinito: “Falsos mapas cuelgan de las paredes […] aquí se ve un lugar remoto, fronteras difusas, volcanes dormidos, se indica un puerto en un mar seco, datos demográficos de gente que nunca ha nacido” (p. 39). La disgregación representada en el poema se vuelve una forma de existencia, equivalente a la tristeza que siempre va separando y fragmentando cada vez más infinitesimalmente.

En la atmósfera de la melancolía, la comida aparece como una utopía de reunión, una posibilidad de pertenencia a un lugar y a una comunidad de comensales. La comida chilota representada aquí con todos sus significantes y sus formas de prepararla un mundo alucinante, total, cooperativo, una idea de universo completo. Dentro de esa constelación encontramos los nombres de distintos tipos de papas: “papas cochipoñis”, “papas coraílas”, “papas cacho”, “papas blancas con ojos” y “papas serafén” (p. 94).

La importancia de la papa y sus preparaciones en Quercún es fundamental y expresa en toda la riqueza de significantes que componen ese campo semántico culinario chilote. A través de este gesto, Mansilla recupera un alimento precolombino, vernáculo de América y de gran consumo entre los indígenas de Chile. Ya Claudio Gay en Historia física y política de Chile. Agricultura3 había quedado impresionado por la amplitud de significantes y el mundo que giraba en torno a la papa: “Entre los indios los poñis son las papas cultivadas; llaman mallas las papas silvestres. Se les da el nombre de chid cuando las hielan para conservarlas en las cordilleras, de ivúl cuando las secan y vuña-poñi si están podridas” (Gay, 1865, p. 118). Continúa Gay indicando las variedades: “Sólo en la provincia de Chiloé, he notado cuarenta y cinco cuyas principales son: Picumes, Pedanes, Niamcu, Coluna, Caimoavidanes, Curavoana, […], Pachacon, Vidoquin” (p. 119). La riqueza del cultivo/cultura de la papa es parte del tesoro sobre el cual Mansilla se despliega.

El universo de los alimentos chilotes, con sus nombres y sus maneras de prepararlos, configura la gran riqueza de este libro. Así se mencionan distintos tipos de cebolla, como la chalota; nombres de alimentos como el pan de mella (pan de papa), o la sopaipilla hecha con el agua blancuzca que da la papa y que se llama Chopón, o el plato Huilqueme (papas ralladas con harina que se cuecen en agua hirviendo); o los panqueques fritos de choritos con chalotas; y continúa hasta un mundo infinito, quizás despedazado, que se cae a pedazos y a la vez es total y de ahí el esfuerzo de la voz por representarlo.

La mención detallada de cada plato es una llamada a la compañía. En el poema-receta “Cazuela de cholgas con repollo” se invita así:

Mesa puesta, amigo. Sólo faltas que salgas de la niebla por un rato, abras el portón del patio, llames a la puerta […] Tengo los vasos listos, la cazuela servida en los platos. No dejemos que se enfríe esta delicia burbujeante. Que tu inmenso amor por Eurícide no te haga volver la vista y te precipites a los abismos de las sombras implacables (p. 98).

La cocina es una suerte de Orfeo que rescata a este melancólico de la muerte. La cocina es la utopía del espacio de encuentro, de los afectos. Lo que nunca se tuvo y se inventa de tener. O lo que se tuvo y nunca más se volvió a tener. Por ello, las canciones de abandono que acompañan estas recetas, como aquella que dice que Adelita se fue con otro y Valentina (p. 94) lo mismo. Los personajes imaginados en estas comilonas son Dante o Freud, en una versión chilota, porque leer es de gente solitaria y cocinar es de melancólico que aspira a salir de ahí, eso sí, dando el juego por perdido de anticipo, porque esto es esa nada de todo, esa espuma de ola que se llama escritura.

Al terminar, me quedo, para compartir la cena, con uno de los personajes creados en Quercún, Juan Gallardo, porque sus preguntas son también las mías:

Cuando Juan Gallardo cayó en la cuenta de que estaba muerto, envió a uno de sus perros con un mensaje garabateado en un papel grasiento que colgaba del collar […] ¡Aló! ¿Hay alguien ahí? ¿me pueden abrir la puerta de la casa de la vida? (p. 63)

porque en mis estados melancólicos los objetos y las personas se detienen, comienzan a pasar en cámara lenta frente a mí misma como si ya hubiese cerrado la puerta de la vida.

Notas

2 Mallarmé, Stéphane. Salut. Traducción de Salvador Elizondo. México: UNAM, 2008.

3 Tomo II. Santiago: Supremo Gobierno de Chile, 1865.

Este texto se inscribe dentro del proyecto FONDECYT Regular 1160191.


Resenhista

Magda Sepúlveda Eriz – Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile. E-mail: [email protected]


Referências desta Resenha

TORRES, Sergio Mansilla. Quercún. Chile: Imprenta Naval, 2019.  Resenha de: ERIZ, Magda Sepúlveda. Sophia Austral. Punta Arenas, n. 23, p. 307-311, 1º semestre, 2019. Acessar publicação original [DR]

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