La Caja Vacía | Alberto Aguilar

La sequía literaria es un asunto serio; al menos, para los escritores. Hablo de aquellos períodos improductivos. Meses o años en los que nuestro héroe ‒el autor‒ no logra dar con una sola idea digna de ser escrita. O ninguna historia potente, en el mejor de los casos; porque en el peor, nuestro héroe, en ocasiones, cree detectar, por fin, en su visor empañado de sangre, sudor y lágrimas, un buen argumento para un novelón, o el iceberg de un cuento; vale decir, aquella aparición fantasmal, con su 90% de gloria sumergida. Entonces va por ella. Y de verdad que cree tener un Memorias de Adriano, un Pregúntale al polvo, o un Funes el memorioso entre las zarpas, solo por citar a algunos amigos del barrio. Sin embargo, a poco o a mucho andar, de escribir y borrar, de iniciar y reiniciar, cae en la cuenta de su fracaso. Y el muchacho toca fondo. En otras palabras verifica, tras dos o tres lecturas, o cuatro, o cinco, o seis, que su historieta es un fiasco. Y el mundo se le viene abajo. Tal cual. Deambula, sin GPS (otrora, brújula), por un desierto mental, que resulta mucho más árido y desolado que Atacama o Wirikuta. La sequía es total.

La novela, La caja Vacía de Alberto Aguilar (Puerto Montt, 1971) habla de esta sequía creativa, de esta esterilidad. Una esterilidad que no tiene cura, según propia confesión. El que habla es Simón Gálvez, escritor, en cuyo prontuario figura una sola entrega, Memorias de un niño envejecido. El hombre viaja, en micro, hacia Bahía Desolación, en busca de la casa y el recuerdo de Carlos Ojeda, otro escritor, ya fallecido, autor de Amalia, su única novela publicada. Va en busca de su casa, en el pasaje Última Esperanza, a sabiendas de la irremediable ausencia de Ojeda, pero en pos de algo, quizás de alguna señal, algún incentivo que emane de esas habitaciones abandonadas, que le sirva, a fin de cuentas, para romper el maleficio, o como se llame, que le aqueja desde hace años: ser un escritor frustrado. Después de su Memorias de un niño envejecido, han pasado diez años, sin novedad en el frente. Nada de nada. Sólo intentos de escribir algo. Amagues. Fintas de boxeador retirado. Un continuo estrellarse contra ese muro en que se ha convertido, para él, la página en blanco. Y por Dios que lo ha intentado. Pero todos sus intentos han ido a parar al vertedero. Por eso va tras el recuerdo de Carlos Ojeda y de su hábitat. Después de todo, Ojeda fue un bicho de su misma especie. También él pasó por ese túnel, e incluso murió allí; en el túnel de la frustración. Algo podrá decirle, entonces, el recuerdo de ese hombre, desde aquellas paredes, desde aquel mobiliario desvencijado. Eso cree. Eso espera. Leia Mais