El hilo de Ariadna. Propuestas metodológicas para la investigación histórica | Claudia salomón Tarquini, Sandra R. Fernández, María de los Ángeles Lanzillotta e Paula I. Laguarda

En el marco de una conversación entre Pierre Bourdieu y Lutz Raphael propuesta por la revista Geschichte und Gesellschaft en octubre de 1989, el sociólogo francés lamentaba que los historiadores (sobre todo, los de la tradición annaliste) se esforzasen por escamotear los secretos de fabricación propios del oficio e hiciesen de su práctica – tanto en lo referido al uso de conceptos como al de sus técnicas y metodologías– una suerte de cifrado aristocrático. Con tal arcano, según Bourdieu, los historiadores no hacían más que disimular la distinción de sus métodos puesto que cualquier aprendizaje del oficio, lejos de toda posible democratización, sólo se podía adquirir con el tiempo. A esta misma situación de vacío aluden las editoras de El hilo de Ariadna cuando recuerdan con pesar la típica expresión “a investigar se aprende investigando” y para cuyo extremo empirismo el único consejo que suele ofrecerse a la hora de poner manos a la obra más bien parece un penoso subterfugio: “lo usual en estos casos”.

A diferencia de lo que ocurre con el resto de las ciencias sociales donde la profusión de manuales metodológicos nunca ha cesado, los de metodología histórica – otrora esenciales para consolidar la cientificidad de la disciplina entre fines del siglo XIX y la primera mitad del XX, aunque con piezas normativas demasiado obsesionadas con la búsqueda policial del error como las de Bernheim o de Langlois y Seignobos– fueron cayendo en un paulatino descrédito hasta desaparecer casi por completo del horizonte de producción de los historiadores. Si bien los niveles de especialización han imposibilitado todo conato por unificar criterios comunes entre áreas de investigación histórica cada vez más atomizadas –algo de lo que da cuenta la obra que reseñamos–, lo cierto es que cualquier remedo metodológico pasó a ser visto en historia como un pecado determinista, como una invasión de las huestes especulativas sobre la experiencia de los agentes o, en suma, como un facilismo pedagógico que sólo buscaba uniformizar la densidad de una noble y compleja tarea. Tan sólo persistieron como de soslayo algunos manuales –en el ámbito hispanoparlante, el tratado de Julio Aróstegui, citado con frecuencia en El hilo de Ariadna, es uno de ellos– mientras otros sobrevivieron a riesgo de permanecer anclados en campos muy específicos, pero siempre utilizados de forma recóndita como sospechosos insumos universitarios. Así pues, salvo por aquel período “metódico” (durante el cual sólo se avanzó sobre las técnicas, pero no sobre la teoría) y tras las posiciones antihegelianas (más aparentes que reales) de Ranke, tras las invectivas de Lucien Febvre contra la filosofía (en realidad, de la historia) o, inclusive, tras las querellas del marxismo británico de corte thompsoniano con su alegato de lo empírico y el work in progress como única opción para devenir historiador profesional, se fue configurando en nuestra disciplina un sentido común según el cual era posible y hasta deseable prescindir tanto de la formalización metodológica explícita (que sólo comienza cuando el aspirante a historiador emprende su tesis) como de la reflexividad teórica (que, por lo general, nunca se realiza) puesto que ambas, cual bestia bicéfala, parecían sólo dirigidas a prescribir la libertad de toda investigación. Leia Mais