Cien años de propuestas y combates. La historiografía chilena del siglo XX | Julio Pinto Vallegos e María Luna Argudín

El texto que reseñamos es una interesante propuesta de difusión de las historiografías nacionales del siglo XX que coordina hace algunos años la historiadora María Luna Argudín en la UAM, unidad Azcapotzalco, y que tiene como finalidad responder a la necesidad de divulgar entre el público mexicano en general, y en particular entre los estudiantes universitarios de las áreas de historia y ciencias sociales (tanto de licenciatura como de posgrado), otras experiencias e interpretaciones históricas aparentemente ajenas al modelo elaborado en México.

El destacado historiador Julio Pinto Vallejos, asumió el reto propuesto por María Luna Argudín. En una versión preliminar fue ofrecido, en junio de 2002, como un curso que se organizó para la Maestría en Historiografía de México de la UAM, para posteriormente, en el 2006, con la introducción de algunas modificaciones, escribir dichas conferencias, brindando un balance de la historiografía elaborada en su país durante el siglo XX, texto que está dedicado íntegramente hacer un recorrido por las grandes corrientes o líneas de tensión que este quehacer ha exhibido en estos cien años.

Julio Pinto, desde 1990, ha contribuido a renovar los estudios de la historiografía social-popular. Específicamente, ha centrado su agudeza analítica en las relaciones políticas y socio-laborales del norte salitrero, la formación de un ideario político en los obreros de la pampa y la confrontación de los proyectos históricos populistas y revolucionarios durante la crisis de representación y legitimidad que enfrentó el sistema oligárquico-parlamentario en Chile, durante los años 1900-1920.

Junto a Gabriel Salazar, María Angélica Illanes, Sergio Grez, Luis Ortega, ha puesto en marcha un revisionismo de la historiografía marxista que se desarrolló en Chile entre 1950-1973, además de la materialización de un proyecto teórico-metodológico que se ha expresado en una agrupación vasta de historiadores que han llevado a cabo una serie de investigaciones sobre la sociedad popular y sus proyectos históricos, bajo la consigna de ser fundadores de la Nueva historia social chilena, autoconvocándose a superar las limitaciones de los estudios históricos del marxismo criollo, con la firme decisión de ampliar los estudios de sujetos populares, hasta ese entonces, invisibilizados o ignorados por la vieja perspectiva de los historiadores que propugnaban la revolución política, social e intelectual.

El balance de la producción historiográfica chilena investigada y publicada durante el siglo XX ha sido abordado parcialmente. Algunos trabajos de Sergio Villalobos, Gabriel Salazar, Sergio Grez, Jorge Rojas, Luis Moulian y Luis Vitale, dan cuenta en distintos momentos, de sobremanera en los últimos 30 años, de quiénes han sido los autores y sus obras que han trazado las principales temáticas que se han privilegiado en los estudios históricos. Sin duda que el mayor esfuerzo investigativo en este campo lo ha producido el historiador Cristián Gazmuri1, realizando una investigación monográfica cuyo primer tomo de la obra, aparecido contemporáneamente al libro de Pinto, identifi ca el carácter positivista y liberal de los historiadores chilenos entre los años 1842-1920. En un exhaustivo trabajo revisa autores y obras que sentaron las bases de la historiografía chilena. En todo este contexto, el balance propuesto por Julio Pinto es una oportunidad de avanzar en la dirección de identifi car los avances, propuestas, debates e involuciones que ha presentado la historiografía chilena, que no estuvo exenta de las fracturas políticas y sociales que se han producido en el corto siglo XX chileno.

Cien años de propuestas y combates. La historiografía chilena del siglo XX presenta unas palabras preliminares de María Luna Argudín, donde explica el sentido de publicar esta obra. A continuación, Francisco Zapata hace una semblanza del autor, destacando su propuesta como historiador y señalando, específicamente, algunos aportes que presenta el escrito del historiador chileno. Luego, el historiador Pinto, en un centenar de páginas, hace una reconstitución histórica de las etapas que él identifica como las propuestas principales de la historiografía chilena en el transcurso del siglo XX. Cada una de las etapas es presentada en un marco general, seguida del examen más detenido de algún autor o de los autores considerados particularmente representativos de su respectiva corriente. La primera etapa, denominada Fin de siecle y nacionalismo conservador (1900-1940), surge de ese clima de malestar generalizado y compartido que se expresó con voces polifónicas en las celebraciones del centenario de la independencia. La denuncia de que el país estaba padeciendo una aguda “crisis moral” y los fuertes cuestionamientos hacia la oligarquía gobernante, le sirvieron de sustento, primero a Alberto Edwards y luego a Jaime Eyzaguirre, para inaugurar la corriente historiográfica nacionalista-conservadora, adoptando a nivel de premisa la idea de “Chile” como un ente único y espiritual, provisto con características irrepetibles y superiores a la individualidad de su miembros, y portador de una suerte de “destino” histórico en cuya realización se juega su verdadero sentido de trascendencia (Pinto, 29). A partir de semejantes parámetros no fue extraño la añoranza de un sentir aristocrático en Edwards. Ante sus ojos, el orden tradicional cedía paso a la decadencia en que se hallaba sumido el empuje y la convivencia entre los chilenos, obra del liberalismo y la práctica política desorientada del régimen parlamentario. Toda esta sensibilidad la expondría magistralmente en su obra La Fronda Aristocrática. Por su parte, Jaime Eyzaguirre, muy cercano al integrismo católico y a un hispanismo que lo llevó a ensalzar el periodo de “Chile hispánico”, por contraste con una era moderna/republicana que se le aparecía aun más decadente que a Edwards (Pinto, 37). Todo este pesimismo lo desarrolló abiertamente en obras tales como Fisonomía histórica de Chile e Hispanoamérica del dolor.

El segundo momento de la historiografía chilena se intitula La historiografía como instrumento de cambio, 1950-1973. Durante esta época, Chile experimentó una noción de participación en que todos los integrantes de la sociedad estaban convocados a ser activos protagonistas de un proyecto histórico de transformación sin precedentes. Dado este contexto de cambio social, democratización y polarización política, surgió la segunda gran corriente historiográfi ca, que vino a desafi ar la hegemonía nacionalista-conservadora. En estricto rigor, el desafío se canalizó a través de dos grandes vertientes: una más abiertamente política, y que se agrupó en torno a los llamados historiadores marxistas “clásicos”; y otra más asépticamente “académica” –aunque con connotaciones políticas a la postre igualmente evidentes–, cuyo principal referente era la escuela francesa de los Annales (Pinto, 41). Entre los historiadores que interpretaron la historia de Chile desde el materialismo histórico, destacan las figuras de Julio César Jobet, con su trabajo Ensayo crítico del desarrollo económico-social de Chile, y Hernán Ramírez Necochea, con su libro Historia del movimiento obrero. Antecedentes, siglo XIX. Ambos se la jugaron a fondo, en lo profesional y personal, no tan solo por una visión de la historia sino que por la viabilidad misma de los proyectos de cambio que aspiraban para la sociedad chilena. La presencia del proletariado, la lucha de clases, el imperialismo, las formaciones sociales y económicas de Chile, fueron problemas recurrentes que buscaron resolver desde el campo historiográfi co. En el caso de los seguidores de Annales, el énfasis lo pusieron en las estructuras profundas, en los procesos de larga duración y la importancia de los actores colectivos por sobre los individuales. Al alero del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, fi guras como Sergio Villalobos, Álvaro Jara, Rolando Mellafe, Mario Góngora, entre otros, dieron sustento a una historiografía sumamente prolífica y rigurosa, que al cabo de unas décadas contaría con un sinnúmero de discípulos, tales como Gabriel Salazar, Jorge Pinto, René Salinas, María Angélica Illanes, muchos de los cuales, años después, terminaron adscribiéndose a la perspectiva del materialismo histórico. Cabe destacar también, tal como lo advierte Julio Pinto, que la vía pacífi ca hacia el socialismo atrajo a Chile a un nutrido contingente de historiadores y cientistas sociales extranjeros que dejarían una huella también profunda en la historiografía chilena.

El golpe militar de 1973 quebró el curso de la historia chilena y también el de su historiografía. Los anhelos de cambio estructural en la sociedad civil y la auspiciosa investigación histórica vieron abruptamente cercenados sus campos de acción. Historiar en dictadura, 1973-1990 es la tercera etapa que el autor considera como una experiencia de signo ambivalente. Si bien el quehacer disciplinario se vio fuertemente impactado por la arremetida represiva y refundacional, de allí mismo surgieron respuestas complejas y dinamizadoras (Pinto, 87). Por un lado, la imposición del régimen militar durante 17 años reactivó el paradigma nacionalista-conservador, encabezados esta vez por Mario Góngora y Gonzalo Vial. Pero por otro, sirvió para potenciar la historiografía estructuralista que durante estos años vio acrecentar las fi guras de Sergio Villalobos y Armando de Ramón, no tan solo como destacados historiadores sino como fuertes opositores a la dictadura. A ellos se sumaría, promediando la década de 1980, la propuesta más fructífera del siglo XX, a juicio del autor, la Nueva historia social liderada por Gabriel Salazar, quien en la transición política desplegaría a plenitud su gran proyecto de investigación sobre el “bajo pueblo” y la “violencia política” ejercida por el “patriciado” contra las formas alternativas de construir “sociedad civil” y “gobernabilidad” en Chile, durante los siglos XIX y XX.

A partir de 1990, recuperados plenamente los espacios para la investigación, refl exión, debate académico y difusión de las ideas, la historiografía chilena dio inicio a una cuarta etapa identificada por Julio Pinto como La batalla de la memoria, 1990-2002. Durante estos años, el quehacer historiográfico en Chile no pudo sustraerse a la atomización que ha caracterizado a los estudios históricos a nivel internacional. El género, las ideas, la cultura, la alteridad, el poder, la sociabilidad, la microhistoria, la vida privada y cotidiana, el multiculturalismo, la globalización han sido –aún hoy– los objetos de estudio primordiales en estos últimos 25 años por un centenar de entusiastas historiadores, en su gran mayoría adscritos a la Nueva historia social, otros tantos al legado de los estructuralistas. Sin embargo, Chile ha visto en los estudios históricos también una necesidad de fi jar sus recuerdos, de impedir la imposición política del olvido y “dar vuelta la hoja” sobre el pasado reciente. En este sentido, Gabriel Salazar, Alfredo Jocelyn-Holt y Gonzalo Vial representan para Pinto las tres grandes vertientes que han prevalecido en el escenario de la historia académica. Salazar y Jocelyn-Holt, aun con perspectivas opuestas, en lo político e histórico, han coincidido en la necesidad de avanzar en la recuperación de la historia reciente de Chile, mientras que Gonzalo Vial, último bastión de la historiografía nacionalista-conservadora aboga –y lo sigue haciendo– por edulcorar el régimen militar y su obra política, no siendo un problema su visión sino los alcances que esta tiene, pues su perspectiva histórica, desde mediados de los años 1980, ha circulado a través de los textos escolares, y desde 1990 sus columnas y fascículos de historia en medios de prensa de alcance nacional lo han catapultado como el historiador ofi cial de la dictadura.

La obra termina con un contraste entre las historiografías chilena y mexicana, elaborada por María Luna Argudín, un ejercicio necesario, pero al cual faltó más profundidad. La segunda parte del libro se completa con una antología de 330 páginas que seleccionó el autor, y que en parte da cuenta de su propio balance, autores como Edwards, Eyzaguirre, Jobet, Góngora, Salazar, Jocelyn-Holt, Vial, Illanes, Tinsman y el Manifiesto de los Historiadores se incluyen con algunos fragmentos de sus investigaciones más representativas.

Estamos conscientes de que hacer un balance de un siglo en materia historiográfi ca de cualquier país, no es tarea simple, sin embargo, disponer de un centenar de páginas para ello, aun siendo de carácter ensayístico y un retrato no exhaustivo y detallado, alcanza para referirse a investigadores que han tenido una infl uencia no menor, tanto en sus estudios como abriendo perspectivas que han ampliado notablemente los campos del conocimiento histórico de Chile. Llama la atención que Julio Pinto, siendo un investigador riguroso y prolijo, haya omitido en su trabajo a un grupo signifi cativo de historiadores, tanto consagrados como en vías de serlo, en este recuento. El caso más ilustrativo es el de Guillermo Feliú Cruz, destacado historiógrafo y bibliógrafo, cuya obra tuvo un alcance latinoamericano. Su papel como formador de historiadores y pedagogos en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile así lo confirma. En su aula, al calor del debate y su sabiduría, se formaron Jobet, Ramírez Necochea, Góngora, Villalobos, Mellafe, trabajados por Pinto en su balance, además de otros dejados fuera de este recuento e igual de trascedentes en sus investigaciones como los anteriores, nos referimos a Julio Alemparte, con su obra sobre el cabildo colonial; Eugenio Pereira Salas, quien con su estudios sobre los juegos, la comida y la pintura colonial ha dado impulso hoy a investigaciones de historia cultural y de vida cotidiana; Néstor Meza estudioso de la conquista y la legislación indígena en Chile y América, maestro de Leonardo León, hoy en día el investigador más sobresaliente de la historia mapuche colonial y republicana. Paradójicamente, el historiador Pinto releva a este último en su recuento, dejando fuera a Meza, quien otorgara las primeras armas para que León se convirtiera en el historiador que es. Julio Heise es otro gran historiador formado por Feliú Cruz y también desplazado en este balance. Sus estudios sobre el parlamentarismo e Independencia como aprendizaje político lo sitúan como uno de grandes historiadores políticos que ha tenido Chile, nada de ello se rescata por Julio Pinto. A eso debemos sumar las ausencias de fi guras tan emblemáticas como Ricardo Donoso, Raúl Silva Castro y Osvaldo Arias, todos investigadores fundamentales para comprender la evolución de las ideas políticas en Chile en la primera mitad del siglo XX, ya sea a través de un Arturo Alessandri, el rol del periodismo o la contribución de la prensa obrera ampliando el debate en el espacio público.

Siempre los historiadores nos hemos quejado del excesivo centralismo capitalino que adquieren nuestras investigaciones, acusando la falta de perspectiva regional o local en las historiografías elaboradas. En este sentido, es censurable que el balance no incluya el gran aporte de los historiadores regionalistas, tales como Mateo Martinic, Gabriel Guarda, Leonardo Mazzei o Patrick Puigmal, que han comprometido sus talentos con tramas históricas que escapan a la excesiva pirotecnia que muestran más de algunos trabajos de historia capitalina, que bajo la estridencia dejan entrever premisas débiles y sin sustento.

Frente a la omisión de historiadores de la estatura intelectual y peso académico que hemos señalado, resulta exagerado, por decir lo menos, que la historiadora María Angélica Illanes tenga un lugar tan destacado en este recuento, a tal punto que se califi que su labor historiográfi ca, entre mediado de 1980 y principios de 1990, como la antesala de sus páginas brillantes en las décadas por venir. Sin desconocer la obra sugerente de Illanes, estamos convencidos de que los trabajos de Feliú Cruz, Pereira Salas, Donoso o de un Moisés Poblete, autor prolífi co en los estudios de la legislación social y laboral, de las condiciones de vida y de una temprana caracterización de la evolución del movimiento obrero chileno, incluso anterior a Jobet, son merecedores de formar parte de las páginas brillantes de la historiografía chilena, que lamentablemente el historiador Pinto Vallejos no contribuye en darlos a conocer al público, general y especializado, de México.

Desde principios de 1990 ha existido en Chile un creciente interés de los jóvenes por estudiar historia. En ese contexto, las escuelas de posgrado crecieron vertiginosamente, así mismo los estudios de posgrado en el exterior se hicieron cada vez mas recurrentes. Por eso llama la atención que el autor no haga mención de los nuevos historiadores, hijos de la transición democrática. El aporte de Milton Godoy a los estudios culturales del Norte Chico; Claudio Robles a la agricultura y ruralidad; Juan Carlos Yáñez y sus estudios heterodoxos sobre la cuestión social; Pablo Artaza, siguiendo muy de cerca al propio historiador Julio Pinto, con sus estudios de la conciencia de clase en los pampinos; Luis Castro problematizando el desierto del Norte Grande desde los conflictos del agua; Hugo Contreras buscando nuevas perspectivas en los estudios de cacicazgos indígenas del Valle Central; Santiago Aránguiz vinculando la historia de Chile a los procesos internacionales; Rolando Álvarez identificando las estrategias de la clandestinidad comunista en tiempos de la dictadura de Pinochet; Marcos Fernández en búsqueda de las identidades masculinas y la presencia del alcohol en la historia social de Chile o Alberto Harambour y su interés por identificar los rasgos del movimiento obrero en el extremo Austral de Chile, son solo una muestra de aquellos historiadores jóvenes que ya habían publicado desde mediados de los años 1990 sus primeros trabajos, muchos de los cuales fueron inclusive presentados por el propio Julio Pinto, llamando aún más la atención que no los haya incluido en su balance.

En cuanto a la antología, es claro que no es correspondiente con las etapas identifi cadas en este balance. Hay una inclinación manifi esta para exhibir el contraste entre la historiografía nacionalista-conservadora y la Nueva historia social, quedando invisibilizada la historiografía estructural, infl uenciada por Annales y los aportes de la historiografía postdictadura, más allá de la historia política y la historia social. Dado el tratamiento que se da en el balance a Sergio Villalobos, llama la atención que no se haya seleccionado algún pasaje importante de su vasta obra, pudiendo ser también incluidos Rolando Mellafe y Álvaro Jara o autores contemporáneos como Ana María Stuven, Cristián Gazmuri, Joaquín Fermandois o René Salinas.

Finalmente, este balance queda en deuda en el recuento de los movimientos oscilantes de la historiografía chilena durante el siglo XX. A este respecto, uno lamenta que Julio Pinto Vallejos, al presentar la historia académica chilena –mínimamente conocida en el exterior– desaproveche en parte las escasas plataformas para difundir su producción y sus modelos de hacer historiografía, más aún cuando el universo cultural e intelectual mexicano es un excelente punto de partida para explorar nuevos desafíos.

Nota

1 Cristián Gazmuri, La historiografía chilena (1842-1970), Tomo I (1842-1920), Santiago, Editorial Taurus y Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2006.


Resenhista

Patricio Herrera González – Centro de Estudios Históricos. El Colegio de Michoacán. E-mail: [email protected]


Referências desta Resenha

VALLEJOS, Julio Pinto; ARGUDÍN, María Luna. (Compiladores). Cien años de propuestas y combates. La historiografía chilena del siglo XX. México: Universidad Autónoma Metropolitana; Unidad Azcapotzalco, 2006. Resenha de: GONZÁLEZ, Patricio Herrera. Cuadernos de Historia. Santiago, n.31, p. 182 -187, Septiembre, 2009. Acessar publicação original [DR]

 

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