Los Diaguitas. Estudios | Eduardo Téllez Lúgaro

Aunque abundan los testimonios arqueológicos de la actividad desarrollada por seres humanos asentados entre los valles de los ríos Copiapó y Limarí, especialmente plasmada en aquellas hermosas vasijas decoradas con motivos geométricos, zoomorfos y antropomorfos en colores blanco, rojo y negro, hoy exhibidos en forma destacada dentro de las vitrinas de museos y salas de exposiciones, poco sabemos de quienes las confeccionaron. Los arqueólogos las adscriben a una cultura que, “a falta de un nombre mejor” como señalara Latcham, denominan “diaguitas”. De tal modo se les ha tratado de dotar de una identidad propia y distinta a la de los otros pueblos originarios vecinos, que subsistieron al embate de dos invasiones foráneas y se prolongaron en el tiempo a través de múltiples y adecuadas tácticas de subsistencia, entre las que no estuvo ajena el mestizaje biológico y cultural.

Sin embargo, son escasos los datos acerca de sus características físicas, vestimentas, poblados, casas, hábitos alimenticios, sistemas agrícolas y creencias religiosas tanto en escritos de cronistas tempranos como en documentos emanados por los primeros funcionarios coloniales. Debido a ello surgen interrogantes como ¿existió realmente una población diaguita?, ¿cuáles fueron sus probables orígenes?, ¿dónde se asentaban efectivamente?, ¿cómo se relacionaron con sus vecinos en un área que se extendía más allá de la Cordillera de los Andes?, ¿qué tipo de estructura social y política poseían?, que Eduardo Téllez intenta responder en esta obra que, desde el punto de vista formal está, en realidad, conformada por cuatro estudios dedicados a examinar, con certera crítica, algunos de los más controversiales problemas relacionados con la reconstrucción histórica de una colectividad humana que, a partir del conjunto de restos materiales, ampliamente descritos por los investigadores, pasó a constituirse en una entidad étnica enseñoreada en los fértiles suelos aledaños a los ríos del Norte Chico, que, en tiempos no muy lejanos a la llegada de los españoles, estaba regida por dos señores que gobernaban las partes altas y bajas de cada valle, para terminar siendo legalmente reconocida como uno de los pueblos originarios de nuestro país.

En el primero de dichos artículos, Eduardo Téllez aborda, apoyado en fuentes arqueológicas y una exhaustiva revisión bibliográfica, el desarrollo cronológico de las diversas fases de la cerámica catalogada como diaguita y su relación con la alfarería más temprana representada por el complejo Las Ánimas, a fin de dilucidar la real ubicación geográfica y las influencias recibidas durante su gestación desde el noroeste argentino, cuyos procesos de contactos e intercambios, de algún modo se reflejan en las tecnologías y economías regionales de los valles transversales. Acertadamente concluye que el complejo Ánimas, supuestamente la base fundante de todos los “diaguitas”, en el valle de Copiapó plasmó una cultura singular, cuyos portadores sentaron sus lindes meridionales en el río Huasco. No en vano el agudo oído de Jerónimo de Bibar había notado que poseían un lenguaje distinto al de las poblaciones más australes.

Según sostiene Téllez, la cerámica clasificada como diaguita clásica habría surgido en el siglo XIII, y marcaría la impronta de los hombres que labraban las feroces tierras entre los ríos Elqui y Limarí, afincados en pequeñas aldeas cuyas moradas, construidas en precarios materiales, no dejaron vestigios con el paso del tiempo.

Fueron ellos quienes cayeron bajo el dominio incaico, suceso en el que el autor presenta una interesante hipótesis al plantear que la invasión quechua se produjo desde Tucumán, comarca de los diaguitas argentinos, quienes luego de ser incorporados al Tahuantinsuyo, siguiendo los cánones de prestaciones laborales inherentes a un sistema tributario basado en la reciprocidad, pasaron a prestar servicios en los ejércitos imperiales cuzqueños. Desde el valle de Elqui el dominio incaico se habría extendido hacia el norte y el sur mediante una hueste en la que participaban mayoritariamente soldados de la zona. La arqueología, al menos para el sector meridional, parece avalar tal interpretación, con el agregado de que la distribución espacial de las diversas fases de la cerámica diaguita también se ha empleado para postular la existencia de una pretendida homogeneidad étnica entre Copiapó y Aconcagua, a pesar de que Bibar testificó que cada valle poseía un habla distinta. En base a los testimonios examinados, Téllez propone que al momento del contacto con la hueste de Almagro, en el Norte Chico había cuatro grupos “diversos unos de otros”: los copiapoes diaguitizados por la conquista inca; agricultores establecidos en los valles de Huasco y Choapa a los que identifica con la cerámica diaguita clásica; “una fracción de población transandina inmigrada” desde el noroeste argentino, a la cual “la burocracia española denominarían precisamente diaguitas” y, finalmente, los camanchacas pescadores del litoral copiapopino. Los tres primeros, sujetos a un profundo mestizaje biológico y cultural, conformarían la agrupación que actualmente llamamos diaguita, aunque, según dejan entrever las evidencias estudiadas, tal gentilicio debería corresponder solo a quienes se aglutinaban en un pueblo, el Diaguita, erigido en las cercanías de la ciudad de Vicuña.

Respecto a la estructura socio-política de las sociedades asentadas en los valles, al parecer no había un señorío dual en Copiapó similar a los existentes más al sur, posiblemente por influencia quechua, reflejada, además, en el estatus y respeto casi ritual con que eran tratados los gobernantes de las parcialidades de arriba y abajo. ¿Con qué nombre se designaba a dichos jefes? No lo sabemos, pero ciertamente no era cacique ni curaca. Tampoco se puede ser tajante en atribuir la organización dual a una imposición de los conquistadores cuzqueños.

En “De cerca y de lejos: espacio intertribal y vecindad mapuche”, Eduardo Téllez sigue el desplazamiento o contacto de los artífices de la cerámica diaguita con los pobladores del vasto espacio geográfico que se extendía desde Finca del Chañaral, al norte de Copiapó, hasta Concón al sur de Aconcagua. Relaciona los motivos de esta dispersión con la búsqueda de recursos marinos, ya sea a través de intercambios con pescadores que laboraban en las cercanías de las desembocaduras de ríos, o al establecimiento de sus propios cultivadores en las planicies costeras, situación que abre interrogantes tanto acerca de la etnicidad como de las fronteras culturales entre el Norte Chico y Chile Central, aspecto, este último, que no es ajeno a la expansión septentrional de la etnia mapuche y a las guerras surgidas como resultado de los intentos conquistadores incaicos.

El autor estima que la franja situada entre los ríos Choapa y La Ligua configuró un escenario donde se entrecruzaron elementos de heterogéneos orígenes, analizados con certera fundamentación, aunque quizás sea discutible su interpretación de documentos del siglo XVII respecto a la emigración de grupos aconcaguinos hacia Cogotí y Combarbalá, donde se habrían instalado en “pueblos” con una economía agro-granadera. La demostración de ello amerita, a nuestro juicio, una investigación que, con el aporte de nuevas fuentes, esclarezca el destino de aquellos naturales que huyeron de los españoles o que éstos desplazaron hacia sectores cuya población había disminuido drásticamente por efecto de las pestes y los enfrentamientos sucesivos contra las huestes del Inca y las hispanas auxiliadas por cientos de “indios amigos” que buscaban vengar ancestrales afrentas de sus “indios enemigos”, valiéndose del mayor poderío bélico peninsular.

En “Meditación del nombre” pasa revista a los estudios lingüísticos, para demostrar que la voz diaguita puede provenir del kakán transandino empleado para designar a la “gente que viene de lejos”, o de tiyaquitan que se asocia con “pueblos que vivían asentados en el país”. En el primer caso debieron ser los naturales quienes le dieron dicha denominación y en el segundo, utilizado por los diaguitas orientales, o del Tucumán, para referirse a los habitantes de las aldeas que estaban invadiendo. Lo único certero al respecto es que la temprana documentación colonial no menciona el término diaguita con excepción de “un grupo étnico del partido de La Serena”, asentado en un pueblo con ese nombre al noreste de Vicuña. Por el contrario, el vocablo es utilizado frecuentemente para distinguir una de las tres parcialidades reconocidas en Tucumán. Solo Rodrigo de Quiroga en 1562 atestigua, en la probanza de mérito de Santiago de Azocar, que en el asalto y destrucción de Santiago el 11 de septiembre de 1541 participaron todos los indios de guerra de Santiago y muchos diaguitas, a quienes se les había solicitado ayuda para atacar a la capital de la Nueva Extremadura. Como muy bien sostiene Téllez “no sabemos si tales diaguitas llegaron al Norte Chico en calidad de mitimaes del inca y permanecieron en el territorio tras la ocupación hispana o si fueron trasladados por los mismos españoles” desde Tucumán para reemplazar a la población original que había entrado en proceso de extinción. El autor se inclina a pensar que se trataba de una comunidad de habla kakan incrustada dentro de un hábitat cultural que le era ajeno. Enfatiza que los desarrollos etnoculturales de diaguitas argentinos y chilenos, según revelan las evidencias arqueológicas, fueron divergentes.

¿Quiénes son, entonces, los diaguitas reconocidos como etnia originaria de Chile en la ley 20.117 del 8 de septiembre del año 2006? Al parecer conforman descendientes de ancestros fundadores cuya historia se inició en territorios al oriente del macizo andino, desplazándose y mezclándose con otros grupos asentados en los valles que, a su vez, llevaban en sus sangres testimonios de antiguas mixturas biológicas y culturales. Las personas que actualmente reivindican el gentilicio como propio de la región de los valles transversales lo hacen a falta del nombre vernáculo, lo que para Téllez es una situación legítima en tanto se aplique a un “posible complejo de identidades étnicas y no a una identidad singular” de agricultores nativos localizados entre los valles de Huasco y Choapa.

El último estudio está dedicado a “El pueblo y la encomienda de los diaguitas”, según datos presentes en la concesión de unos territorios que hiciera, el año 1605, el gobernador García Ramón a Francisco Cortés, situados “en el valle de los diaguitas de su encomienda”, la cual Hernando de Santillán en 1558 había consignado como parte del repartimiento de Pedro de Cisternas. El autor sigue la historia del poblado Diaguitas, que aún, como hemos señalado, se alza a orillas del río Elqui, a unos 10 km al oriente de Vicuña.

Un apéndice que reproduce la breve relación de nombres de habitantes del pueblo de Diaguitas en 1764, efectuada por el Maestre de Campo don Vicente Cortés, completa el libro que, a nuestro juicio, constituye una muy buena síntesis de las principales interrogantes surgidas acerca de la validez de una denominación impuesta por Ricardo Latcham en la ya clásica obra Prehistoria Chilena de 1928 y, fundamentada, más tarde, en la monografía “Arqueología de los Indios Diaguitas” (1937), que ha sido profusamente reproducida, sin mayores críticas, por historiadores y autores de textos destinados a la enseñanza.

Debe destacarse la pluma que emplea Téllez en sus escritos, acercándose a un estilo literario colindante con lo poético. Ello, que podría ser un mérito en el género del ensayo, dificulta, sin embargo, la lectura de una obra histórica, pues interrumpe el hilo conductor de la argumentación. Este juicio personal no invalida los indudables aportes que los estudios comentados realizan al interés despertado por este posible grupo étnico, que no fue reconocido como tal en la ley Nº 19.253 sobre Protección, Fomento y Desarrollo de los Indígenas del año 1993, lo que ha llevado, en el último año, a la aparición de dos títulos dedicados a dilucidar la validez del panorama étnico del Chile prehispánico elaborado por Ricardo Latcham. En septiembre del 2007, Gonzalo Ampuero dio a conocer Los Diaguitas en la perspectiva del siglo XXI y ahora disponemos de esta otra publicación que, sin duda, abrirán nuevos debates destinados a acercarnos a la realidad de ese pasado que no nos legó testimonios escritos.


Resenhista

Osvaldo Silva Galdames – Universidad de Chile.


Referências desta Resenha

LÚGARO, Eduardo Téllez. Los Diaguitas. Estudios. Santiago: Ediciones Akhilleus, 2008. Resenha de: GALDAMES, Osvaldo Silva. Cuadernos de Historia. Santiago, n.29, p. 167-170, Septiembre, 2008. Acessar publicação original [DR]

Deixe um Comentário

Você precisa fazer login para publicar um comentário.