Metaphysics and the Existence of God | Thomas O’Brien

En 2017 comenzó una serie de publicaciones denominada Thomist Traditions, dentro de la editorial estadounidense Cluny Media. El editor general de la serie, Cajetan Cuddy, o.p., señala que esta surge de una doble convicción: la incomparable sabiduría del pensamiento de santo Tomás de Aquino y el rol necesario de la tradición tomista como mediación para conocer y apreciar dicha sabiduría. El objetivo de esta serie es la reimpresión de clásicos de la tradición tomista, incluyendo no solo una revisión editorial del texto y nuevas notas explicativas, sino una valiosa introducción al autor y a las cuestiones abordadas.

El libro deThomas O’Brien, Metaphyisics and the Existence of God, es el primero de esta colección. Su origen es un conjunto de artículos publicados en The Thomist en 1960, luego reunidos en un libro de The Thomist Press. El tono de la obra es especulativo, pero también polémico. En efecto, el autor no solo debate con los “manualistas” (algo no demasiado inusual en el contexto de los estudios tomistas de la segunda mitad del siglo XX), sino también con otros autores contemporáneos de innegable influencia, como Fernand Van Steenberghen y Étienne Gilson. La introducción a la edición de 2017 detalla los pormenores de esta “guerra contra O’Brien”, como la denominó Wayne John Hankey. Me detendré brevemente sobre esta recepción al final de esta presentación.

El tema del libro es el lugar propio de la existencia de Dios en la especulación metafísica tomista. Como el autor señala correctamente, no se trata de una cuestión poco tratada. Por el contrario, la cuestión recibió distintas respuestas, especialmente a través de la renovación tomista del siglo XX. La pregunta por la ubicación del discurso acerca de Dios en el ámbito de la metafísica tomista no es insignificante. Incluye una serie de interrogantes acerca del valor probativo de las quinque viae, sus puntos de partida, procedimiento y conclusiones, así como el criterio de unidad especulativo de la metafísica.

La preocupación sistemática y la histórica se entrecruzan equilibrada en el trabajo, aunque ocasionalmente el seguimiento de los argumentos sea arduo. La confrontación con diversas interpretaciones del pensamiento de Tomás de Aquino no refleja un mero deseo de polémica (algo que no parecen rechazar los tomistas), sino que se orienta a mostrar la importancia especulativa del orden y el método adoptados. Esta doble preocupación se manifiesta en la estructura de la obra, dividida en dos partes. En la primera se encuentra un panorama histórico sobre el lugar que los tomistas adjudicaron a Dios en la metafísica. Una primera sección traza la situación previa al siglo XX, mientras que la segunda sección estudia los planteos contemporáneos. La segunda parte se ocupa del problema especulativo mediante la dilucidación de dos principios que el autor denomina “principio de extensión” y “principio de limitación”. Si bien la nomenclatura no proviene de la pluma del Aquinate, y podría haber encontrado una expresión más feliz, O’Brien se esfuerza por mostrar su pertinencia dentro de la metafísica tomista. Este largo desarrollo permite ofrecer una interesante crítica a los autores presentados en la primera parte.

En la primera sección de la primera parte, que contiene dos capítulos, el autor ofrece un ponderado juicio sobre la tradición posterior a santo Tomás, especialmente en el contexto de la influencia de los debates con la filosofía moderna y la elaboración de los manuales. En este desarrollo histórico se constata una reubicación de Dios en la metafísica, en paralelo con las opiniones respecto de la unidad y sujeto de la metafísica como ciencia. O’Brien señala cómo la identificación de la metafísica con el conjunto de la filosofía y la posterior distinción entre metafísica general y metafísicas especiales no corresponde al pensamiento del Aquinate. Esta distinción realizó un desplazamiento de gran alcance: Dios es colocado como sujeto de la metafísica (especial). Para santo Tomás se trata de la causa del sujeto de la metafísica, el ente en común. El análisis de las posiciones de Domingo de Flandria, Crisóstomo Javelli, Francisco Suárez, Juan de Santo Tomás, Antoine Goudin y Salvatore Roselli muestra la inclusión de Dios dentro del sujeto de la metafísica (capítulo 1), cuadro del que no siempre pudo apartarse la restauración tomista del siglo XIX, a causa de los presupuestos de filosofía moderna de muchos de sus exponentes (capítulo 2). Entre otras inconsistencias con la enseñanza de Tomás de Aquino no solo se cuenta la ubicación de Dios en una metafísica especial, sino la ubicación del estudio mismo de la metafísica como primera en el orden de la enseñanza o de la disciplina (p. 41-45).

La segunda sección de la primera parte (capítulo 3) presenta la cuestión de la existencia de Dios en los tomistas contemporáneos. Lo más interesante se encuentra en su presentación de Fernand Van Steenberghen y de la escuela gilsoniana. El canónigo belga retuvo la división wolffiana de la filosofía y el lugar inicial de la ontología, aunque volvió a colocar el establecimiento de la existencia de Dios como su conclusión (p. 59). Para comprender esta ubicación, es preciso explicitar cómo alcanza la conclusión y qué cientificidad le otorga. En cuanto a lo primero, Van Steenberghen distingue entre el conocimiento de una realidad absoluta (alcanzado al captar la idea del ser con su trascendencia, la experiencia de los seres condicionados y la imposibilidad de que toda la realidad del ser sea condicionada; cf. p. 61) y el del ser único e infinito, que es Dios, como el paso de un conocimiento confuso a uno propio y distinto. Ahora bien, este último paso se realiza, según el canónigo, a través de la definición nominal de Dios conforme a su significación común: creador providente del universo. De este modo, se busca ubicar el problema sin reducirlo a una investigación científica, sino como una problema humano y religioso. Estas presuposiciones son fundamentales para la búsqueda filosófica (p. 63-64).

A continuación, nuestro autor presenta con cierto detalle el pensamiento de Étienne Gilson y su influencia en lo que denomina “escuela gilsoniana” (p. 67-87). O’Brien reconoce la influencia de esta interpretación del Angélico, aceptada generalmente como “portavoz oficial del tomismo”. La tesis es la siguiente: la asistencia de la revelación fue responsable en la constitución de toda filosofía escolástica, incluido el tomismo. Esta influencia se ve tanto en la elección de los objetos o problemas, como en el ejercicio mismo de la actividad intelectual. Si, según Gilson, “los filósofos escolásticos serán siempre los teólogos” (p. 69), la única manera de construir una exposición ad mentem Thomae será proceder de Dios hacia las criaturas. El proceso inverso sería establecer un sistema ad mentem Cartesii. Esta perspectiva afecta directamente el orden (y el método) de la metafísica tomista. O’Brien presenta aquí la influencia de Gilson en otros autores como Gerard Smith o Joseph Owens, según el cual la renovada interpretación de la metafísica del Aquinate “parecerían prohibir cualquier ciencia del ser en general que no fuera por tanto la ciencia del principio real del ente, Dios” (p. 72), colocándolo dentro del sujeto de la metafísica.

La segunda parte del trabajo sigue un camino más especulativo. La metafísica, en cuanto sabiduría, “tiene el derecho a la reflexión sobre su propio proceso inventivo” (p. 95). El nudo especulativo y metodológico es un estudio filosófico acerca del sujeto de la metafísica y su principio causal, que también es una naturaleza completa. Cualquier otra consideración de lo divino como sujeto de una ciencia presupone una revelación personal.

En dos capítulos, la primera sección de esta segunda parte presenta dos principios de la metafísica tomasiana, fundamentales para comprender la cuestión. El autor los denomina “principio de extensión” (capítulo 4) y “principio de limitación” (capítulo 5). Más allá de la nomenclatura, que por cierto no son ipsissima verba Aquinatis, la argumentación se apoya paso a paso en los textos de santo Tomás.

El “principio de extensión” afirma que “la filosofía teológica alcanza la consideración de Dios como principio de su sujeto” (p. 103). En otros términos, Dios no es el sujeto de la metafísica, sino el ente (being). Pues bien, la metafísica también llega a “los principios comunes a todas las cosas, tanto por modo de predicación como por modo de causalidad” (p. 103). Estos principios, una vez aprehendidos, reciben el nombre de “divinos”. “Por tanto, para que la metafísica como ciencia consiga un conocimiento perfecto de su sujeto, debe alcanzar a Dios” (p. 103), cuyo conocimiento se presenta como el final de su proceso de búsqueda. Esta situación final es congruente con la ubicación de la metafísica como culminación del proceso filosófico (p. 104). Esta afirmación conduce al autor a una detallada presentación de la orientación intelectual hacia el ser y de la metafísica como ciencia, con una atención especial en la distinción del sujeto y los principios de una ciencia (p. 105-118).

Thomas O’Brien denomina principio de limitación a la afirmación que se encuentra en Super Boëtium De Trinitate, q. 5, a. 4: Dios es considerado desde la metafísica “exclusivamente como principio de su sujeto” (p. 123). De acuerdo con el contexto del artículo, “es bastante evidente que su énfasis primario y su resultado es circunscribir y restringir el sentido en el cual la metafísica puede ser denominada como «teología»” (p. 123). Este límite garantiza para santo Tomás la dignidad de la metafísica como ciencia.

En la epistemología tomista, de acuerdo con su origen aristotélico, la ciencia especulativa se especifica por su sujeto propio. Dios no puede pertenecer al sujeto de la metafísica. La examinación de la separatio lleva a nuestro autor a afirmar que el sujeto de la metafísica es lo “precisivamente separado” de la materia y el movimiento (esto es, lo considerado por medio de un juicio negativo como no necesariamente dependiente de la materia y el movimiento en su ser y en su noción, aunque existan entes materiales y móviles), mientras que la consideración de lo “positivamente separado” (lo que efectivamente existe en independencia de la materia y el movimiento, las sustancias seperadas) se refiere a los principios de su sujeto (p. 124-126).

Esta mención, necesaria para el rigor del desarrollo de la argumentación, conduce a una prolija discusión acerca de los elementos que especifican a la metafísica como una ciencia especulativa (p. 126-151). Este interés es compartido dentro del tomismo de River Forest, como lo atestiguan los trabajos de W. Wallace o J. Weisehipl. Los ejes centrales son la discursividad de toda ciencia humana, el punto de partida intelectual en la primera aprehensión del ente y la capacidad de alcanzar conclusiones (virtualmente conocidas en la aprehensión actual de los principios de la ciencia) ciertas y necesarias.

El rol del sujeto en una ciencia especulativa es “determinativo, constitutivo del proceso [que va] de los principios a las conclusiones” (p. 133). Es el medio fundamental de sus demostraciones y, en definitiva, lo que hace posible el proceso de la ciencia como tal. El autor advierte que la fuerza de estas afirmaciones no debe conducir a considerar la ciencia de lo real como “un simple análisis deductivo de las implicaciones de la definición del sujeto. Hay una constante referencia a la experiencia […]. Pero en todo esto, la noción del sujeto siempre debe ser la norma de interpretación, la clave del descubrimiento, y la fuente del conocimiento propiamente científico de lo que pertenece necesaria y ciertamente a la comprehensión total de tal sujeto” (p. 134).

El sujeto de las ciencias especulativas, de acuerdo con Super Boëtium De Trinitate, q. 5, a. 1, se distinguen por su remoción de la materia y el movimiento. Sin entrar en detalles sobre la constitución del sujeto de la filosofía natural y la matemática, nuestro autor insiste desde la óptica de la separatio en que la fundación de la metafísica se encuentra en lo precisivamente separado (p. 137-138).

No podría subrayarse lo suficiente la importancia de esta concepción de una ciencia para comprender el lugar de Dios en la metafísica tomista, de acuerdo con la interpretación de O’Brien en polémica con los autores presentados. Lo positivamente separado, a pesar de ser completamente actual, no puede constituir “el sujeto de ninguna ciencia especulativa puramente racional. El poder del intelecto humano frente a tales realidades es como el ojo de una lechuza frente al sol” (p. 152). Por supuesto, en la medida en que lo divino se revele a sí mismo, podrá considerarse como sujeto de una ciencia, pero será una ciencia distinta. El filósofo “puede considerar lo divino exclusivamente como los principios comunes a todos los entes, en aquella ciencia cuyo sujeto propio es el ente en cuanto tal, la metafísica” (p. 152). La ciencia es algo perfectivo del intelecto humano y, por tanto, Dios no puede ser sujeto propio de una ciencia basada en las potencias naturales del hombre (p. 153-157). Por supuesto, esto no excluye la consideración de lo positivamente separado de la materia (y, eminentemente, de Dios) por parte del metafísico, pero la coloca en el orden de lo que es principio de su sujeto científico, principio que es simultáneamente una naturaleza completa (cf. Super Boëtium De Trinitate, q. 5, a. 4). En otros términos, para la metafísica tomista “el conocimiento acerca de Dios es formal y exclusivamente conocimiento acerca del principio del ente en común” (p. 168).

Los capítulos 4 y 5 concluyen con un contraste con las interpretaciones presentadas previamente. Muchos manualistas colocaban a Dios como sujeto de la metafísica especial, puesto que consideraban que el ente abarca a lo creado y a lo increado. Incluso desde un punto de vista textual, estas afirmaciones son incompatibles con el pensamiento de santo Tomás. En cuanto a Van Steenbergher, el contraste con el Angélico se coloca en que el belga entiende que el punto de partida en la pregunta metafísica por Dios es el dato religioso, la experiencia humana. La metafísica debería poder alcanzar una conclusión que coincida con esta definición nominal. Finalmente, O’Brien considera que la posición de Gilson y sus seguidores coloca implícitamente a Dios como sujeto de la metafísica, incluso cuando parezca estudiarlo como principio de su sujeto. Esto se debe a la trasposición del orden propio de la teología revelada a la teología filosófica. Comenzar en la metafísica con Dios como Ipsum Esse subsistens implicaría, según nuestro autor, la adopción de facto de Dios como sujeto de esta ciencia.

La sección final del libro consta de dos capítulos en los cuales el autor establece un “juicio reflexivo” sobre la manera que la metafísica tiene para alcanzar el conocimiento de Dios. En otros términos, se trata de la aplicación de los principios de extensión y limitación para determinar con claridad la consideración tomasiana de la existencia de Dios por la razón natural. De este modo, se estudia primero el enfoque (capítulo 6) y luego la consideración efectiva de tal proceso (capítulo 7). También aquí O’Brien disputa con los manualistas, Fernand Van Steenberghen y la escuela gilsoniana.

El capítulo 6 saca la conclusión evidente a partir de lo previamente explicado: la consideración metafísica acerca de Dios es la culminación de la especulación metafísica. El orden adecuado es comenzar por el estudio de su sujeto y concluir con la existencia de sus principios. Esta afirmación, congruente con los principios filosóficos del Aquinate, parece encontrar un obstáculo en el orden de la Summa Theologiae, que comienza por la discusión an sit Deus. Sin embargo, esto es una confirmación de cuanto ha sido dicho, puesto que la formalidad de la obra es teológica, se ocupa de la sacra doctrina. En la ciencia teológica, Dios es sujeto. Esta distinción no está guiada por un simple orden de exposición, sino por profundas razones epistemológicas y metafísicas.

El autor opone dos acercamientos que juzga como deficientes. Por un lado, manualistas como J. Gredt colocaban la demostración de la existencia de Dios al principio de la metafísica especial, por medio de una definición nominal de Dios (ser a se). La suposición básica de este acercamiento es que “Dios es el sujeto acerca del cual procede el trabajo de la metafísica. Pero esto no es así” (p. 190). Por otro lado, O’Brien critica nuevamente el procedimiento de Gilson en cuanto a su comprensión de lo revelado y lo revelable, que lo conduce a observar en la filosofía el mismo orden que en la teología.

La última parte de este capítulo está reservada a un análisis de la utilización de la definición nominal de Dios como medio de demostración de su existencia (p. 195-220). Puesto que la ciencia es adquisición de nuevo conocimiento, la definición nominal expresa el “preconocimiento del elemento que es formalmente alcanzado en la conclusión” (p. 196). Sin embargo, el contexto es diverso cuando se trata de teología propiamente dicha y de metafísica. En el primer caso, la pregunta por el an sit acerca de Dios está al principio, porque es el sujeto de esta ciencia. Su demostrabilidad se establece desde los efectos creados, a partir de los cuales se formula una definición nominal (p. 203).

Esta perspectiva propiamente teológica fue trasladada demasiado acríticamente al ámbito filosófico (el autor menciona a Suárez, Wolff, Gredt, Van Steenberghen). Ahora bien, según los principios de extensión y limitación, la metafísica considera a Dios, pero como causa de su sujeto, no como un punto de partida para su reflexión científica. Tomar el punto de partida de la definición nominal está dictado “por una motivación no filosófica” (p. 205). Esta definición no es estrictamente necesaria para que la metafísica alcance un conocimiento acerca de los principios de su sujeto, “porque esta extensión no significa que la metafísica deba alcanzar a Dios, que es la primera causa del ente en común, sino que debe alcanzar la primera causa del ente en común, que es Dios” (p. 212). En este contexto, el principio de limitación especifica la pregunta científica (esto es, más allá de las motivaciones no filosóficas) de la metafísica: no es an sit Deus, sino la pregunta por lo que es, lo habens esse. La admiración por esta constatación debe conducir al filósofo a plantearse la pregunta final por su causa (p. 216-218).

El último capítulo presenta una visión recapituladora como un juicio acerca de la consideración metafísica de la existencia de Dios. La intención del autor no es hacer un análisis abstracto, sino estudiar la manera concreta (metaphyisics’ actual consideration of “God’s existence) en que santo Tomás realiza este procedimiento: las quinque viae. El autor no niega su lugar propio en el plan teológico de la Summa, sino que subraya su aptitud para un desarrollo metafísico: “En una palabra, las quinque viae tienen su función en la metafísica expresando su descubrimiento de aspectos de limitación entre los entes de experiencia y, por tanto, instituyendo y guiando a la resolución de la cuestión propter quid concerniente al ente mismo, sujeto de la ciencia, como limitado. Entonces, esta función de las quinque viae, puede ser juzgada en la medida en que sus puntos de partida, sus procesos y sus términos son aptas y relevantes para el objetivo de la metafísica” (p. 225). El propósito de las siguientes páginas es explicitar en detalle esta idoneidad para el orden de descubrimiento de la metafísica (p. 225-248).

La conclusión de este capítulo evalúa los mismos autores comparados previamente en cuanto a sus interpretaciones de las quinque viae. Estas interpretaciones están “profundamente determinadas por las variadas formas en las que la cuestión: «¿existe Dios?» es formalmente propuesta como una pregunta científica que debe ser resuelta por la metafísica” (p. 249).

La potencia especulativa de esta obra de Thomas O’Brien fue reconocida por los pensadores con quienes polemizó. Una de las razones que ponen en valor la reedición de este trabajo está en la introducción realizada por el dominico Cajetan Cuddy, que recoge el impacto y las respuestas de la propuesta de nuestro autor. La “guerra contra O’Brien” que se desató luego de la publicación de estos artículos provino especialmente del círculo referenciado en Gilson. La primera crítica escrita se encuentra en una recensión de Joseph Owens, que defiende su propia interpretación, rechaza la existencia de una “escuela gilsoniana” y objeta un exceso de “sistematización lógica”. Esta recensión motivó la respuesta de William Wallace, otro dominico perteneciente al mismo tomismo de River Forest (p. xiv-xxii). Por su parte, Fernand Van Steenberghen reaccionó de manera bastante más conciliadora, incluso con algunas concesiones a las críticas de O’Brien (p. XXII-XXVII).

En estas discusiones no estaba en juego solamente un planteo crítico sobre el contenido de la obra, sino diferencias metodológicas acerca de cómo hacer filosofía en la escuela de santo Tomás. Su estilo, innegablemente arduo y preciso, así como algunas innovaciones en el vocabulario, tal vez expliquen el relativo olvido de esta obra (y, al menos en ámbitos fuera de los Estados Unidos, de las perspectivas del “tomismo de River Forest”). La nueva edición de este trabajo puede ser ocasión para continuar el debate sobre un tema siempre central para la interpretación de la metafísica de santo Tomás.


Resenhista

Eduardo José Rosaz


Referências desta Resenha

O’BRIEN, Thomas. Metaphysics and the Existence of God. Edición e introducción de Cajetan Cuddy. Providence, RI: Cluny Media, 2017. Resenha de: ROSAZ, Eduardo José. Scripta Mediaevalia. Revista de pensamiento medieval, v.14, n.1, p.133-141, 2021. Acessar publicação original [DR/JF]

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