Con las riendas del poder. La derecha chilena en el siglo XX | Sofia Correa

Con variadas y sorprendentes afirmaciones se van a encontrar los ciudadanos interesados en leer el reciente libro de la historiadora Sofia Correa Con las Riendas del Poder, dedicado a estudiar la derecha chilena durante el siglo XX. Con un estilo excesivamente narrativo, la autora va construyendo la historia de la forma de “hacer política” de dicho sector político de la sociedad chilena.

Antes de iniciar el comentario crítico a la principal tesis expuesta en el libro, un breve apunte sobre el estilo utilizado por Sofia Correa. La narrativa historiográfica es una forma perfectamente válida de presentar los resultados de una investigación histórica destinada a tratar científicamente alguna problemática histórica, política o social que se desea conocer, comprender o analizar críticamente. La producción historiográfica es, desde hace ya bastante tiempo, el resultado de investigaciones científicas que tienen como objetivo explicar diferentes dimensiones del pasado histórico. En ello radica la diferencia entre la simple crónica histórica y el análisis científico de la historia. La historia para que alcance esa condición debe apuntar, por consecuencia, a explicar y no solo narrar. Para tal efecto, requiere de un método y/o de un modelo analítico. El libro de Sofía Correa carece de ambos.

La ausencia de un modelo analítico se explica, a su vez, por la falta de un marco teórico relativamente sólido y debidamente explícito que sustente el estudio histórico del comportamiento político de un actor específico, como es el caso de la “derecha política” chilena. En efecto, Sofia Correa, en una práctica académica muy propia de las ciencias sociales actuales, no trabaja con un marco teórico que le permita articular las distintas dimensiones del análisis histórico y político posible de desarrollar para comprender la acción política de un actor al interior de un sistema político específico. La ausencia de una teoría del Estado no le permite distinguir analíticamente, por ejemplo, la forma de Estado que emerge de la crisis del Estado oligárquico de los distintos regímenes políticos que se desarrollan al interior del sistema político nacional. No tiene una adecuada comprensión de las relaciones de poder que se articulan y se dan al interior del régimen político entre el poder legislativo y el ejecutivo. Estas relaciones resultan claves para comprender las distintas estrategias políticas desplegadas por los distintos actores políticos, especialmente por la derecha durante el período en estudio. En fin, la lista de ripios teóricos es tan extensa, que podríamos agotar varias páginas. El problema sustantivo se encuentra en que esos ripios teóricos y analíticos son los que llevan a Sofía Correa a sostener que la derecha histórica entre 1930 y 1965 era democrática. Afirmación que no se sostiene histórica ni teóricamente. Es lo que trataré de demostrar en este artículo.

De entrada, Correa Sutil despeja la incógnita de definir qué es la derecha. Partiendo de la tradicional oposición espacial derecha-izquierda de raíz francesa, y apoyándose teóricamente en N. Bobbio, establece que la derecha chilena en el siglo xx está constituida por las elites propietarias, tanto tradicionales como modernas, organizadas en distintas agrupaciones empresariales, los partidos políticos que los representan parlamentariamente, el Conservador y Liberal y por la prensa, especialmente, El Diario Ilustrado y El Mercurio. Por consiguiente, la derecha, como sector político, expresa el poder económico, político y comunicacional de las clases dominantes o dirigentes nacionales.

Según Correa Sutil, si bien la derecha tiene una actitud cultural de “defensa del pasado y la tradición”, -en oposición a la izquierda que “buscaría dejar atrás el peso de la tradición para abrazar una creciente modernidad”- se habría apropiado “paulatinamente de la modernidad … de la mano de la tradición”.

Esta forma de presentar a la derecha, de parte de Sofía Correa Sutil, como portadora de una identidad dual, o sea, moderna y tradicional a la vez, le permite conjugar “armónicamente la dimensión. socioeconómica, según la cual la derecha está conformada por las clases dominantes”. Como no sería correcto plantear que la derecha ha estado constituida, exclusivamente, por las elites tradicionales de corte señorial, es necesario construir una definición más amplia de ella para incluir a los grupos sociales propietarios modernos, tales como, por ejemplo, el empresariado industrial, comercial, financiero, comunicacional. Pero, por sobre todo, para poner en el mismo lugar a conservadores y liberales y otros partidos de orientaciones modernas, como los nacionalistas y los corporativistas.

La identidad dual de la derecha chilena le permite a Correa sortear algunos problemas que la definición misma de derecha tiene cuando, por ejemplo, no existía una izquierda socialista o marxista en la sociedad chilena. Pues en el siglo XIX, hasta antes de 1890, la izquierda política estaría representada tanto por liberales y radicales, y la derecha por los sectores conservadores. Donde los primeros eran defensores de la modernidad y los segundos de la tradición. Luego, en el siglo XX, una vez configuradas las tendencias modernas reformistas y democráticas progresistas, ya sea radicales, anarquistas, comunistas y socialistas, la derecha quedó conformada por todos aquellos grupos sociales, económicos, políticos y culturales defensores del orden, la tradición, el derecho de propiedad y de la Iglesia. Y, claramente, estos grupos constituían las clases dominantes nacionales. Por esta razón, según Correa, la derecha política surge en Chile de la década de 1930.

Los sectores dominantes, elite o grupos dirigentes están conformados fundamentalmente por todos aquellos grupos o individuos que tienen el dominio de los principales medios de producción: tierra, capital financiero, industrial o mercantil. Se trata de la clase propietaria. Por consiguiente, la derecha chilena, de acuerdo con lo que plantea Sofia Correa, la integrarían los grandes propietarios nacionales.

Estos, para defender o representar sus diversos intereses sociales, políticos, económicos y culturales ante el Estado, el sistema político y la sociedad civil, desde mucho antes de la formación del Estado nacional, se agrupaban en diferentes organizaciones sociales. Podríamos sostener que los sectores dominantes chilenos han tenido una tendencia al asociativismo civil desde los tiempos coloniales. En efecto, a finales del siglo XVIII, las distintas reuniones efectuadas en el Tribunal del Consulado, en donde se congregaban los principales del Reyno preocupados por su estado y desarrollo, convergieron en 1813 a la fundación de la Sociedad de Amigos del País. Al leer los articulados de sus estatutos, el dualismo señalado por Correa no deja de sorprender, claramente se trata de la mezcla de perspectivas modernas, especialmente, en el sentido republicano y la continuidad de lo económico tradicional, esencialmente, agrario. Los azarosos años de la Reconquista impiden el desenvolvimiento de la Sociedad. Pero en su fundación se encuentra el antecedente inmediato de la Sociedad Nacional de Agricultura, la histórica asociación de la clase propietaria nacional.

Por lo tanto, no es extraño que las clases propietarias estuvieran organizadas durante el siglo xx en distintas asociaciones empresariales y que actuaban al unísono cuando debían enfrentar a sus adversarios o enemigos políticos y sociales, especialmente a los sectores subordinados, al movimiento sindical y popular y otros. A pesar de que entre ellos existieron diversos y poderosos conflictos, en general, como correctamente afirma Correa, “compartían las mismas preocupaciones políticas, los mismos prejuicios e ideales”. Dentro de éstos estaba su relativa aceptación del rol de los partidos políticos en la sociedad moderna. Sostengo la hipótesis de que la aceptación de los partidos políticos por parte de las clases propietarias tanto en el siglo XIX como en el XX solo obedeció a la necesidad de enfrentar, a través de una organización política moderna, la competencia electoral y la participación en un sistema político pluralista.

La competencia electoral en las sociedades modernas es consecuencia directa de dos factores; en primer lugar, de la extensión del sufragio universal y, en segundo, del surgimiento de los gobiernos de elección popular. Frente a esta situación, la derecha tuvo que aceptar que su representación política fuera manejada por un grupo de políticos profesionales, quienes estaban encargados de conseguir los apoyos electorales necesarios para estar debidamente representados, de producir, negociar y establecer las normas legales e institucionales necesarias, destinadas a brindar protección y defender sus intereses en los distintos espacios de poder del Estado moderno.

De allí que tanto los partidos, Liberal y Conservador, representaban a los sectores propietarios, a pesar de sus diferencias doctrinarias e ideológicas, los unían la “defensa de la propiedad privada, la limitación de las atribuciones estatales, la necesidad de controlar el movimiento sindical y su fuerte anticomunismo”. Por todo lo anterior, según Sofia Correa, “ambos partidos de la derecha se desempeñaron con eficacia en el régimen democrático liberal, del cual fueron ardientes defensores”.

Por esa razón, los partidos políticos de derecha desde los años 30 en adelante iniciaron un proceso interno de profesionalización de sus dirigentes y cuadros burocráticos encargados de representar a los intereses de las clases dominantes en los distintos espacios del poder político moderno. Así, liberales y conservadores se repartieron en los distintos aparatos administrativos del Estado y del sistema político, con la misión específica de resistir de cualquier forma el embate democratizador de las clases subordinadas. El espacio de poder privilegiado por la derecha para controlar el cambio político y proteger sus intereses fue y es el poder legislativo, o sea, el Parlamento.

Como he sostenido en mi libro La Frontera de la Democracia, la derecha, para enfrentar a los retos y desafíos que le imponían los distintos procesos de democratización, desplegó, al interior de la sociedad chilena, un poder “infraestructura!”. O sea, la capacidad de controlar diferentes fuentes de poder. Tempranamente, las clases propietarias nacionales percibieron que, para mantener su posición dominante en la sociedad, debían controlar a la emergente opinión pública. Para tal efecto, debían contar con un medio periodístico poderoso, serio e influyente. Así, El Mercurio se convirtió en uno de los principales portavoces de la derecha nacional. Su objetivo, a lo largo de un siglo de existencia, no ha sido solamente ser fuente de ganancia para una empresa familiar, sino, fundamentalmente, “ser formador de opinión pública” y, por sobre todo, representar los intereses de la clase dirigente en su conjunto y constituirse en eficaz defensor de la economía capitalista.

Luego de revisar narrativamente la forma como la derecha ( empresarios, partidos y prensa) enfrentó el reformismo impulsado por el radicalismo desde 1938 a 1952, el populismo ibañista, la fallida modernización capitalista bajo el gobierno de uno de sus principales lideres empresariales, Jorge Alessandri Rodríguez (1958-1964), el colapso de los partidos tradicionales luego de las elecciones parlamentarias de 1965, la fundación de una nueva organización partidaria, el Partido Nacional, y su recuperación electoral, la oposición a la Unidad Popular y el golpe militar de 1973, el surgimiento del gremialismo de Jaime Guzmán y de la nueva derecha, Sofía Correa, concluye su libro con una tesis interesante pero profundamente equivocada, tanto histórica como políticamente.

La principal conclusión del estudio de Correa es que la “derecha histórica fue democrática”, a diferencia de la actual derecha, que no lo es. Correa realiza sutilmente una advertencia que le permite suavizar su propia afirmación; dice “que el problema del carácter democrático o no de la derecha (y no sólo de ésta) hay que analizarlo en función de contextos históricos de que se trate, no como una condición de orden esencial”.

¿Qué quiere significar teórica y políticamente esta advertencia? Primero, que el carácter democrático de la derecha, pero, también de otros sectores políticos, es cambiante según el contexto histórico, o sea, la calidad democrática sería como el “camaleón que cambia de colores según la ocasión”. Por esa razón, el carácter democrático de cualquier actor político no requiere que sea una “condición de orden esencial”. Puestas así las cosas, la condición democrática es algo que se toma y se deja. Válido es entonces preguntarse cuál ha sido el carácter político profundo, o sea, la “condición de orden esencial” de la derecha chilena.

De acuerdo con esta advertencia, podemos deducir, que la derecha solo fue democrática cuando la democracia no le fue adversa. Por esa razón, la derecha no “lamentó [ … ] la destrucción de la democracia”.

¿Cuáles son los supuestos, los criterios o los indicadores que le permiten a Correa sostener que la derecha histórica fue democrática?

La derecha histórica era democrática, según Correa, porque no era militarista. O sea, no buscaba a las Fuerzas Armadas para defender sus intereses. “Su principal fuerza política era su gran poder electoral. Por eso veía en el Congreso Nacional la principal instancia para defender sus puntos de vista e intereses”. Pero, cuando perdió su poder electoral, se volvió antidemocrática.

Según Correa, la derecha era democrática porque tenía un “gran poder electoral”. En efecto, a lo largo del periodo de 1932 a 1965, los partidos políticos de derecha contaron con un gran poder electoral que les permitió estar en el espacio legislativo para defender sus intereses. Pero ese poder electoral era obtenido a través de mecanismos espurios y antidemocráticos, tales como el cohecho, la manipulación y el abuso de poder. A través de ellos, las clases propietarias manejaban a su entera disposición la voluntad política electoral de los sectores que estaban bajo su dominio y control, tanto rurales como urbanos. Eran estos mecanismos coercitivos los que le permitían a la derecha obtener ese “gran poder electoral”. Ellos eran, evidentemente, acciones no democráticas. Por esa razón, sostener que la derecha chilena era democrática no pasa de ser un equívoco y una pésima interpretación de la historia política del siglo XX chileno.

Las clases propietarias nacionales no han sido histórica ni políticamente democráticas. Ellas siempre han considerado a la democracia como una amenaza real o imaginaria para su poder.

En ese sentido, no hay dos derechas: la histórica y la actual. La derecha política ha sido una sola desde los años treinta hasta el día de hoy. Lo que ha cambiado son sus organizaciones políticas y sus estrategias y actitudes ante la democracia, pero no su “condición de orden esencial”, que ha sido profundamente autoritaria. Por eso, tanto la anterior a 1973 como la posterior son mayoritariamente antidemocráticas, en el sentido de que han estado siempre dispuestas a limitar y coartar la existencia de un régimen político democrático pleno. Los distintos mecanismos utilizados por la derecha van desde los institucionales formales hasta los informales. De allí que se hace necesario y urgente abordar el comportamiento político de la derecha con un instrumental teórico y analítico superior al ensayismo narrativo que utiliza Sofia Correa en su texto.

Es este ensayismo narrativo carente de análisis lo que no le permite a Correa verificar la contradicción que existe en su propia argumentación sobre el carácter democrático de la derecha. En el capítulo II de su libro describe los diversos mecanismos extra-institucionales y de poder que las clases propietarias utilizaban para conseguir el voto popular. Mecanismos que ella reconoce que fueron mitigados y, no necesariamente del todo erradicados luego de las reformas electorales de 1958. Esos mecanismos sí le permitían a la derecha obtener los votos suficientes para estar en el poder legislativo, y esos votos se obtenían bajo presión y ellos atentaban contra la libertad soberana del ciudadano votante.

Sofia Correa incurre en el mismo error que distintos analistas del sistema político chileno han cometido una y otra vez, a pesar de que los hechos históricos muestren lo contrario. Detrás de este error se encuentra, por cierto, una determinada concepción de la democracia. Aquella que asocia a la existencia de un régimen democrático con la realización de elecciones. Si bien las elecciones populares de los gobernantes o de los representantes son una dimensión fundamental de la democracia, ellas por sí solas no bastan para designar o calificar, ya sea al sistema político, a un actor político e incluso a un “demos” como democrático. Sostengo que, para calificar como democrático a un sistema electoral o a un proceso eleccionario, hay que tener en cuenta las formas que acompañan la realización del proceso electoral, las normas y reglas que lo rigen y, sobre todo, las prácticas electorales democráticas de cada actor. Las elecciones chilenas desde 1932 hasta la década de los sesenta del siglo pasado no tenían dichas cualidades. Y ello fundamentalmente por la forma cómo la derecha chilena obtenía los votos necesarios para ocupar posiciones de poder al interior del sistema político y en el Estado: los obtenía bajo coerción, manipulación y otros mecanismos que la propia Sofía Correa, como ya he dicho, expone en su libro.

Un porcentaje significativo de ciudadanos nacionales tenía formalmente el derecho a sufragar, pero no a elegir. Ese es el tema de fondo sobre el cual hay que reflexionar política e históricamente, cosa que nuestra autora de marras no realiza en su texto. Reconoce el hecho, lo describe, pero no le otorga ninguna importancia al momento de calificar a la derecha chilena como democrática.

Los “ciudadanos siervos” que constituían la gran masa de hombres y mujeres sometidos, ya sea al poder de los señores de la tierra o al de los empresarios industriales modernos, tenían cercenada su facultad soberana de elegir libremente. Esa facultad estaba al servicio de los patrones. En consecuencia, el apoyo electoral que recibían los partidos de la derecha no puede ser analizado como el fruto del ejercicio libre y democrático de ciudadanos políticos soberanos.

Cuando los ciudadanos campesinos y muchos trabajadores urbanos dejaron de temer a las represalias de sus patrones y fueron libres para elegir, la derecha perdió su base de apoyo electoral y los partidos políticos históricos entraron en una profunda crisis, que los obligó a su recomposición en una nueva organización política, el Partido Nacional, el cual asumirá una posición antidemocrática, pero de carácter beligerante y violento.

Es en esta nueva posición donde radica la principal diferencia con la forma de hacer política implementada por los partidos históricos de la derecha en el periodo anterior a 1965. No es que los primeros fueran democráticos y por esa condición fueran defensores de la supuesta institucionalidad democrática existente entre 1932 y 1965, sino que esta les ofrecía ciertas protecciones que la nueva institucionalidad política y electoral forjada por las fuerzas políticas democráticas desde fines de los años cincuenta no ofrecía. Además, que nuevas fuerzas democratizadoras avanzaron decisivamente a eliminar todos los obstáculos que la misma derecha había construido institucionalmente para defender sus intereses. La postura abiertamente antidemocrática y autoritaria asumida por la nueva colectividad contrasta con la posición más conciliadora y negociadora que la derecha había desarrollado en las décadas precedentes, pero esa estrategia política se respaldaba en el control y la dominación social. Al perder ese respaldo, no es que la derecha dejara de ser democrática, sino que cambió de estrategia política, en la cual, sin abandonar el uso de los mecanismos formales de la democracia, asumió una actitud prodestrucción del régimen democrático existente. De allí que estuvo dispuesta a todo, desde ganar elecciones con el apoyo de un nuevo electorado, las clases medias, hasta el asesinato político y el golpismo.

En otras palabras, mientras el cambio político democrático estuvo controlado por la derecha, todo anduvo bien para ella y para la democracia. Pero cuando las cosas cambiaron, no tuvo dudas en utilizar todos los medios para destruirla. En ese sentido, la derecha ha sido más bien “maquiavélica” en su relación con la política, especialmente con la democrática. Por esa razón, las clases propietarias -como bien dice Correa Sutil- no lamentaron la destrucción de la democracia. Todo lo contrario, la aplaudieron y brindaron felices por lo ocurrido. No tenían razones para lamentar su destrucción, puesto que desde los albores de la República, la democracia nunca había sido el régimen político deseado ni buscado. Frente a la idea democrática, las clases propietarias desarrollaron permanentemente una actitud hostil y despreciativa. Tengamos presente los diversos planteamientos del ministro Portales sobre el particular, como también los de los prohombres de la derecha política del siglo XX que prueban lo que sostenemos aquí.

Si la profesora Correa hubiera realizado un análisis del discurso parlamentario de la derecha, habría descubierto la profunda convicción antidemocrática de la misma. Bastaba con haber seguido y consignado en su texto algunas intervenciones de los diputados y senadores liberales y conservadores, por ejemplo, durante el debate parlamentario en tomo a las reformas electorales impulsadas por el Bloque de Saneamiento Democrático, en 1958, para encontrar el discurso, la actitud y el carácter antidemocrático de la derecha chilena. Allí, liberales y conservadores defendieron, acérrimamente el cohecho y la manipulación de la voluntad popular y, sobre todo, la existencia de un régimen político basado en la exclusión de todos aquellos sectores que ellos consideraban no democráticos. Muchos de los parlamentarios negaron la existencia misma del cohecho. Otros, en cambio, contradiciendo a sus colegas de bancada, reconocieron su existencia, pero le restaron toda importancia o influencia sobre los resultados electorales. Así lo manifestó el senador Bulnes Sanfuentes: “No creemos que el cohecho, en la forma en que se practica en nuestro país, tenga una influencia decisiva o siquiera digna de mención en las elecciones”.

Tengo la impresión de que este argumento ha calado hondo y en cierta manera ha paralizado a los analistas tanto nacionales como extranjeros del sistema político nacional. Pues, tal como lo hace Correa en su libro, todos reconocen su existencia, pero al momento de evaluar su importancia política o su efecto en el sistema o en la misma calificación de democrático tanto de actores como del régimen, lo olvidan o no saben qué hacer con él. Lo que se necesita es encontrar un método analítico que permita establecer, claramente, la significación electoral del fraude, el cohecho, del robo de urnas y de otras tantas triquiñuelas inventadas por la derecha para obstaculizar la voluntad ciudadana, especialmente de los sectores populares. Los diversos testimonios históricos existentes hasta ahora prueban, abiertamente, lo sostenido por Eduardo Cruz Coke en 1952.

Por tanto, el problema no se encuentra en probar la existencia de los mecanismos extra electorales para conseguir la voluntad popular, sino en su significación política. En Chile, desde 1932 hasta 1958, las elecciones no eran libres, no eran honestas ni transparentes, no se realizaban en un contexto de plenitud de las libertades cívicas y ciudadanas, por lo tanto, no se puede continuar sosteniendo que el sistema político chileno desde 1932 hasta 1973 era democrático. Aquello es una falacia histórica.

Entre 1932 y 1958, el sistema político constituía una “pseudo-democracia”. Y adquirió la condición democrática plena, en tanto régimen político, solo y exclusivamente, entre 1967-1973. Ello fue posible solo y cuando la derecha política perdió su poder de veto. Y los ciudadanos siervos dejaron de serlo y se volvieron libres para elegir. Condición que la derecha nunca quiso establecer en el país. Y, si actualmente ningún ciudadano nacional tiene impedida dicha facultad, la derecha se encargó, a través de mecanismos constitucionales e institucionales, de limitarla y restringirla de tal forma que la transformó en minusválida.

La derecha política chilena logró construir un gran “poder de veto” que se sostenía, efectivamente, en el apoyo electoral que obtenía de manera espuria de la ciudadanía. Fue ese poder lo que permitió desarrollar la estrategia de negociación o de cooptación a que alude Correa en su libro. Por esa razón, defendió la supuesta institucionalidad política democrática existente desde 1925 hasta 1973.

Al realizar un análisis integrado e interrelacionado de las diferentes reglas, normas y procedimientos institucionales existentes en dicho periodo, especialmente entre 1932 y 1967, con las estrategias políticas desarrolladas por los partidos de la derecha se observaría la forma cómo la derecha implementaba y utilizaba en distintos ámbitos y dimensiones del sistema político su “poder de veto”.

El “poder de veto” le fue proporcionado a la derecha política por efecto directo del poder infraestructura! que desplegaban las clases propietarias al interior de la sociedad civil. Este es un poder similar al desplegado por el Estado. El poder de veto es, en buen romance, todo el poder. George Tsebelis define un actor con poder de veto como aquel actor individual o colectivo cuyo acuerdo es requerido y necesario para poder realizar un cambio político. Al contar con ese poder, las clases propietarias obligaron a todos los demás actores políticos existentes en el régimen a tener que negociar todo con la derecha. Por ello, la negociación, el acuerdo y el compromiso se visibilizan como laa principales actividades de la clase política.

Un actor con poder de veto al interior de un régimen político puede ser democrático, como puede no serlo. La derecha chilena, ni la histórica ni la actual, tiene dicha condición. Fundamentalmente, porque su poder de veto lo ha obtenido siempre de manera no democrática. La primera, a través de los mecanismos coercitivos de la voluntad ciudadana que ya hemos mencionado, y la actual lo construye a partir del sistema electoral binominal. En ambos casos, el poder de veto tiene la función de “vetar” el cambio democrático.

Cuando la derecha perdió dicho poder, producto del avance democratizador, simplemente destruyó la democracia existente e instaló en el país una larga dictadura y luego una democracia minusválida, como es la actual.

Por todo lo anterior, afirmar que la derecha política chilena ha sido democrática, como lo hace la profesora Sofia Correa, no pasa de ser una falacia histórica y política.


Resenhista

Juan Carlos Gómez Leyton – Universidad ARCIS.


Referências desta Resenha

CORREA, Sofia. Con las riendas del poder. La derecha chilena en el siglo XX. Santiago: Editorial Sudamericana, 2004. Resenha de: LEYTON, Juan Carlos Gómez. Cuadernos de Historia. Santiago, n.27, p. 174-181, Septiembre, 2007. Acessar publicação original [DR]

 

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