De la ‘regeneración del pueblo’ a la huelga general | Sergio Grez Toso

Hace veinticinco años publiqué una historia de Chile en inglés. Había revisado las historias generales y las monografías chilenas y también las obras escritas en Estados Unidos y en Europa, sobre todo en Inglaterra. No obstante escribí: “Historical treatments of the origins, character, and evolution of the Chilean labor movement in the early nineteenth century remain extremely fragmentary”. (“El tratamiento histórico del origen, carácter y evolución del movimiento obrero a comienzos del siglo diecinueve es aún extremadamente fragmentario”). Cuando se publicó la segunda edición del libro en 1988 no había motivos para cambiar esa frase. Sin embargo, cuando estaba por salir la tercera edición (hacia fines del 2000 ) se había producido un renacimiento de los estudios históricos en Chile, incluyendo el tema de los movimientos sociales y laborales del siglo XIX, lo que ha implicado autoadministrarme un cursillo de “postgrado” sobre el artesanado, las mutuales y el cooperativismo, la luchas campesinas y mapuches y el movimiento sindical obrero chileno, leyendo las investigaciones de académicos como José Bengoa, Eduardo Cavieres, Eduardo Devés, Baldomero Estrada, Cristián Gazmuri, Alvaro Góngora, María Angélica Illanes, Luis Ortega, Julio Pinto, Jorge Rojas F., Rafael Sagredo, Gabriel Salazar, René Salinas, Luis Valenzuela, Jaime Valenzuela y Sergio Villalobos. Por su influencia en la historiografía chilena, habría que agregar a la lista al argentino Luis Alberto Romero. Seguramente hay mucho más que leer. Espero que me perdonen los autores que no he mencionado por no haberlos alcanzado todavía a incluir en mi reeducación histórica.

Sin embargo, el investigador que más ha hecho para que mis palabras de 1976 y 1988 ya no tengan validez es Sergio Grez Toso. En 1995, Grez editó el libro La cuestión social en Chile. Ideas y debates precursores (1804-1902), publicado por DIBAM en la serie de Fuentes para la Historia de la República del Centro de Investigaciones Diego Barros Arana. En este libro, Sergio Grez nos recordó indirectamente a todos los historiadores que investigamos temas chilenos del siglo XIX la falta de estudios respecto la “cuestión social”. Además, al introducir la importante colección de escritos sobre este tema desde la Patria Vieja (cuando se encuentra a “un franciscano revolucionario … haciendo una lectura ‘clasista’ de los problemas del país” (pág. 10), Grez le da gran peso a la posibilidad de “reivindicar los méritos y ventajas de la investigación basada en fuentes primarias por sobre las verdades aceptadas y repetidas más o menos acríticamente en trabajos de mera reinterpretación” (pág. 44) . Sin embargo, seguía faltando una historia de los movimientos sociales y obreros del siglo XIX basada en una investigación de fuentes primarias.

Dos años después, Sergio Grez publicó un trabajo realmente monumental sobre lo que llama la “génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890)” que aprovecha tanto las monografías y otras obras secundarias existentes sobre el tema, como las fuentes primarias de archivos muy variados. Sergio Grez se ha dedicado, en primera instancia, a “encontrar las huellas de una historia que no ha sido escrita sino muy parcialmente” (pág. 30). No solo ha encontrado las huellas, sino ha hecho una extensa investigación que incorpora una historia socioeconómica del país a la vez que la historia de las organizaciones de artesanos, peones, obreros y obreras urbanos, sus movimientos reivindicativos y sus relaciones con el Estado, la Iglesia, partidos políticos y otros movimientos sociales desde 1810 hasta 1890. La riqueza empírica de este trabajo lo hará en el futuro una referencia esencial para cualquier investigador en este campo, así como los argumentos teóricos lo harán un tema de debate entre historiadores con distintas aproximaciones a la historia social y con diversas visiones de la historia de “lo popular” y de la evolución de las clases sociales en las sociedades latinoamericanas del siglo XIX.

Tal vez lo más valioso de esta investigación de Grez es el implacable contrapunto entre las “verdades aceptadas” provenientes de las pocas historias sociales y de los movimientos populares que existen, con los datos encontrados en los múltiples archivos que el autor ha explorado. En muchas ocasiones, Sergio Grez compara y contrasta dichas verdades aceptadas con los frutos de su investigación y las encuentra parciales o sencillamente erradas. Y lo demuestra, ofreciendo al lector la evidencia y las fuentes del caso.

Grez lleva al lector desde las artesanías y manufacturas coloniales hasta la huelga general de 1890. Documenta como nunca antes, una descripción de las organizaciones, reivindicaciones y conflictos entre grupos “del pueblo”, las facciones de la elite, los empresarios y el Estado desde la década de 1830 y los inicios del movimiento obrero moderno, en las salitreras, puertos, ferrocarriles y manufacturas nacientes de la segunda mitad del siglo XIX. Muestra también la instrumentalización que las elites liberales y conservadoras hicieron de los grupos de artesanos y de la guardia nacional en su competencia por controlar y definir la naturaleza del Estado nacional emergente. No falta tampoco una consideración de la influencia de la Iglesia, las logias masónicas, y el primer “partido obrero” -el Partido Democrático- en el despertar y la configuración de los grupos “populares”. Todo lo anterior, aprovechando fuentes inéditas de los archivos nacionales y regionales, y de las mismas sociedades de artesanos, de socorros mutuos y la prensa obrera.

Esta investigación de Sergio Grez es una obra valiosa por su marco teórico-histórico, su cuidado en los detalles, sus matices, y su enfrentamiento directo con los historiadores “intocables” dentro de la historiografía chilena. Sobre todo con los historiadores marxistas que se dedicaron al tema de la “cuestión social”, no siempre con la misma metodología empírica de Grez. Como ejemplo, Grez cuestiona profundamente varias conclusiones de Marcello Segall y también de los otros historiadores más conocidos del movimiento obrero chileno. En general, Sergio Grez no entrega una visión romántica o idealizada de las luchas sociales ni sobreestima la influencia de los movimientos peonales u obreros antes de la década de los 1870. Concluye que “las luchas propiamente obreras y peonales fueron más bien escasas durante toda la primera mitad del siglo [XIX]” (pág. 265). No obstante, describe en términos emotivos las pocas rebeliones de peones que documenta, como fue el caso, hacia fines de 1835, en San Bernardo y una asonada en Valparaíso en 1858 (p. 266). Respecto a los movimientos de artesanos, sigue dos hilos consistentes, la reforma o abolición del servicio de la Guardia Nacional y la demanda artesanal para la protección estatal frente la importación de manufactureras extranjeras, las que se incorporaron como exigencias constantes de los grupos artesanales casi hasta la Guerra del Pacífico. Como explica Grez, “el servicio en la Guardia Nacional era una dura carga sobre las espaldas de los pobres. Más todavía cuando, a pesar de lo prescrito en la Constitución, sólo ellos eran llamados a enrolarse en sus filas como soldados y suboficiales” (pág. 273). Los grupos de artesanos militantes, casi nunca surgieron de manera autónoma, ni las sociedades igualitarias en los 1850, aun cuando, según Grez, las sociedades de San Felipe, Los Andes y La Serena “fueron agrupaciones compuestas esencial o exclusivamente por elementos populares, que actuaban paralelamente a las organizaciones del liberalismo de la gente decente” (pág. 372). Al respecto, no ofrece una lista de socios de cada ciudad, como en otros casos, pero el punto central sería que pocas veces, hasta 1861, hubo movimientos de artesanos urbanos totalmente desvinculado de un liberalismo de elite antigobiemista.

Por otra parte, Sergio Grez también ilustra la vida de Fermín Vivaceta y la historia del mutualismo chileno, en el contexto de las guerras civiles de 1851 y 1859, y documenta el proyecto educativo popular, reivindicativo y mutualista, que fue apoyado por el presidente José Joaquín Pérez, en la época de la reconciliación nacional que e emprendió en la década de 1860. Continúa la historia con un resumen de la luchas reivindicativas y la coordinación popular entre 1861 y 1879. El cuadro N º 17 (págs. 446-450) -con la omisión del movimiento de Chañarcillo de 1834, posiblemente “error de imprenta”, dado que Grez incluye el menos conocido movimiento de 1837-, será por mucho tiempo una referencia básica de recuento de las más importantes protestas sociales y movimientos reivindicativos urbanos y mineros entre 1819 y 1879. Una importante contribución es la apreciación de Sergio Grez que hay “evidentes elementos de continuidad con procesos de larga data”(pág. 744) en la evolución de las organizaciones que representaban a artesanos, mineros, pescadores, portuarios y otros tipos de obreros urbanos, que contribuyeron al nacimiento del movimiento sindical obrero moderno. En su consideración de lo que llama el liberalismo popular (1860-1879), se presenta un cuadro que ilustra esta “continuidad” con las instancias de participación de medio centenar de dirigentes y activistas populares en mutuales, filarmónicas obreras, la campaña presidencial de Benjamín Vicuña Mackenna, la campaña proteccionista y en otros movimientos de las sociedades populares (págs. 521-524), método usado por Cristián Gazmuri en El ’48’ chileno (2a edición, 1998), con los igualitarios, radicales, masones y bomberos. Con este tipo de micro-historia de las experiencias organizativas de dirigentes, se forja una historia colectiva del liderazgo del “liberalismo popular”, que después se entremezcla y, a veces, combate a los movimientos influidos por el anarquismo y socialismo. Según Grez, el liberalismo popular actuaba como un filtro transformador del discurso de la elite liberal, resultando en un sincretismo político que reflejaba la lectura plebeya del ideario liberal (pág. 536).

El “filtro” permitió pasar, sin embargo, los granos de la continuidad. El primer partido político popular, El Democrático (1887) recoge elementos centrales de la demandas de los 1830-1840: liberación del servicio en la Guardia Nacional, proteccionismo, y regulación por el Estado que abaratara el costo de la vida cotidiana del pueblo. En su primer año, el Partido Democrático tuvo tres grandes triunfos: la desaparición jurídica y de facto de la Guardia acional, el rechazo de un proyecto de ley de impuesto al ganado argentino, y la supresión del alza de medio centavo en los pasajes de segunda clase en los tranvías de Santiago, después de manifestaciones violentas en las que se incendiaron varios carros en Santiago (1888). El gobierno de Balmaceda reprimió a los dirigentes demócratas, como reprimiría después a los portuarios y obreros salitreros en 1890. Pero como lo explica Grez, hubo “una gran inconsciencia de la elite dirigente frente a las evidencias de un mal que se extendía como una gangrena sobre el cuerpo de la sociedad” (pág. 758), aun cuando los sectores populares estaban “en vías de devenir un sujeto social autónomo” (pág. 759).

Sin embargo, la riqueza y los matices de la investigación de Sergio Grez me llevan a poner en duda algunas interpretaciones gruesas de la obra, sobre todo su conclusión. Me parece cuestionable después de leer el libro, dos veces, que existiera algo que se pudiera denominar “el movimiento popular en Chile”, al menos en términos compatibles con el uso del concepto “movimiento social” de gran parte de la literatura sociológica. Sobre todo, si el concepto implica algún sentido de autonomía, unidad, o coherencia. Hubo muchos tipos de movimientos sociales y de organizaciones entre los sectores “populares” desde los 1830 hasta 1890. Hubo distintas formas de sociabilidad, muchas de ellas con poca conexión directa con lo que podría llamarse un “movimiento popular” político. Lo que muestra la investigación de Grez es precisamente la riqueza, variabilidad, interconexión con grupos y partidos de elite y clase media y la evolución del carácter y de las reivindicaciones sociales de algunas de estas “organizaciones populares” hasta julio de 1890, cuando el país experimentó la primera huelga general.

Hasta 1890, en mi lectura de esta investigación, no se distinguen los sectores populares “en vías de devenir un sujeto social autónomo”. Sobre la relativa autonomía organizativa e ideológica de los movimientos populares, Grez trata de mantener su línea empírica, aun cuando se evidencia su anhelo por encontrar rastros de autonomía y protagonismo donde los hubiere. Argumenta que hacia fines de la década de los 1880, “se produjo un proceso de unificación creciente de las demandas populares” (pág. 588), tesis que encuentro al menos debatible, no obstante los editoriales en la prensa popular y los movimientos proteccionistas, así como los intentos de coordinar las acciones de las sociedades obreras y artesanales, que Sergio Grez documenta. Su análisis de los movimientos reivindicativos entre 1879 y 1890 lo lleva a concluir que la huelga obrera se transforma en un fenómeno corriente en las principales ciudades, puertos y regiones mineras del norte, que las sociedades de socorros mutuos asumieron frecuentemente la organización y dirección de los movimientos reivindicativos (confirmación de la continuidad y transformación-de los grupos populares como respuesta a los cambiantes condiciones socioeconómicas), prefigurando así las sociedades de resistencia y luego las mancomunales y los sindicatos (págs. 586-587). En otros casos, sin embargo, las condiciones locales dieron a luz a organizaciones y movimientos nuevos y, en todo caso, los tipos de movimientos sociales variaban considerablemente, desde las “explosiones” mineras y la “guerra social” de los carrilanos, hasta los movimientos, casi modernos en sus demandas y pliegos de peticiones, de los tipógrafos, que involucraban a veces al gremio de toda una ciudad (pág. 587). En muy pocas instancias, sin embargo, se refiere a movimientos laborales o protestas sociales estrictamente “autónomos”, siendo los actores externos a veces la Iglesia, a veces el Partido Conservador, a veces los masones, a veces los liberales y demócratas. Eso no implica que las organizaciones populares no tuvieran vida propia pero ¿estaban “en vías de devenir un sujeto social autónomo”?

Ante los variados movimientos populares “parece ser que no existía por parte del Estado una política claramente definida para entregar una respuesta unificada y coherente al fenómeno huelguístico de reciente masificación … ” y las autoridades intermedias (municipalidades, intendencias) trataban de mediar entre las partes en conflicto” (pág. 587). Los gobiernos oligárquicos de los 1880 todavía no habían resuelto definitivamente los debates sobre la profundización del liberalismo político (dilema que no se ha enfrentado con éxito ni en la última década del siglo XX) emprendido entre Lastarria y los pelucones en los 1840. Menos preparados todavía estaban para “solucionar” la “cuestión social”, que no entendían, como no la entendían bien los gobiernos europeos o los gobiernos de los Estados Unidos. Sergio Grez no ignora todo eso, incluso su investigación revela las muchas divisiones políticas y de intereses económicos entre los sectores de elite. Pero en la historia que cuenta de la Sociedad Escuela Republicana (“el canal de expresión política de la elite de los trabajadores” desde fines de los años setenta y hasta 1887) se encuentra, tal vez, el deseo subyacente de la investigación: “la creciente confluencia de los cuadros de las principales organizaciones obreras y populares” (págs. 621-639).

No obstante algunas diferencias de interpretación y de aspiraciones, que si no las hubiera en más de 800 páginas sería algo milagroso, Sergio Grez ha escrito el libro que me hacía falta hace un cuarto de siglo, y ha producido una narrativa que liga la evolución de los movimientos y las agrupaciones “populares”a los procesos de urbanización e industrialización, a la incorporación de la economía chilena al mercado internacional, a las ideologías importadas y a los partidos políticos y movimientos sociales que se generaron hasta fines del siglo XIX. Como él mismo reconoce, más de una vez, la historia que ha hecho no es exhaustiva, pero no dejará de ser el punto de partida obligado para futuros historiadores chilenos y extranjeros que pretenden estudiar los grupos y movimientos urbanos populares desde la independencia hasta la guerra civil de 1891.


Resenhista

Brian Loveman – San Diego State University.


Referências desta Resenha

TOSO, Sergio Grez. De la ‘regeneración del pueblo’ a la huelga general. Génesis Y EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL Movimiento Popular En Chile (1810-1890). Santiago: Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos; Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1998. Resenha de: LOVEMAN, Brian. Cuadernos de Historia. Santiago, n.20, p. 202- 206, Diciembre, 2000. Acessar publicação original [DR]

Revista de Historia Indígena (T), Departamento de Ciencias Históricas (E), Facultad de Filosofía y Humanidades (E), Universidad de Chile (E), R. Sergio Villalobos (Res), Cuadernos de Historia (CHr), Revista de História Indígena, América – Chile

El número 5 de la Revista de Historia Indígena, correspondiente al año 2001, prueba que ya es una publicación consolidada que, además, va creciendo en volumen. Su contenido es variado, aunque muy irregular en calidad.

En forma entusiasta, el director de la publicación, José Luis Martínez, señala cómo se ha ido enriqueciendo la etnohistoria y ha avanzado cronológicamente al período propiamente histórico, aun hasta el siglo XX. Este hecho justificaría la designación de “historia indígena”, en un sentido abarcador digno de ser tenido en cuenta 1.

El criterio parece razonable, en el doble sentido de que pasa a ser parte de la historia y que, en el aspecto epistemológico, cuenta con las categorías analíticas de las disciplinas antropológicas. Constituye, en consecuencia, un área especializada. Como tal, es una parte más de la “Historia” con mayúscula, igual que la historia económica, la cultural o la del espacio geográfico. Es decir, es uno de los tantos sectores en que puede dividirse el estudio del pasado.

Bajo esa premisa, no debe exagerarse su importancia ni buscar una autarquía. La historia indígena solo es parte de un cuadro de grandes dimensiones, la historia del país, y de otro mayor aún, la historia mundial. Su papel ha sido limitado, como el correspondiente a tantos pueblos que se van desdibujando en el tiempo, diluidos en el gran acontecer, que asimila y transforma a las entidades menores. ¿Qué fue de los celtas, los hicsos y los ostrogodos? ¿Dónde están los diaguitas y los picunches?

Se dirá que algunas etnias, como la araucana y la pascuense, son núcleos vivos; pero solo es cuestión de tiempo su desaparición en el gran amasijo de la historia predominante, la que se abre al futuro y arrastra a todos los hombres.

Pensar de otra manera sería ignorar lo que es la historia, encerrarse en parcelas sin perspectiva.

Nuestros conceptos dicen relación exclusiva con el estudio de la historia. No tiene vinculación con las medidas que se han tomado, se toman y deberían seguir adoptándose para el bienestar de los mestizos descendientes de indígenas, que viven en el país. Hacemos esta aclaración en cuanto muchos de los indigenistas y los estudiosos de los indígenas, llevados por sus obsesiones y sus clichés, no entienden lo que leen.

Debemos hacer una objeción a la carta introductoria del director de la revista, que se refiere a las relaciones interétnicas para aludir a los contactos entre la sociedad capitalista, occidental y moderna y las sociedades menos evolucionadas dominadas por ella. Comprendemos que la clasificación de etnias es correcta para las últimas, pero darle esas características a la cultura occidental es una enormidad. En esos contactos, por lo tanto, no hay una relación interétnica.

En caso contrario, habría que conceder que Sócrates y Santo Tomás se encuentran en la “etnogénesis” de occidente, que Napoleón perturbó el orden interno de la etnia y que el desarrollo del capitalismo dio un gran dinamismo a la etnia. Reduciéndonos a Chile, tendríamos que José Joaquín Pérez y Domingo Santa María mandaron en la etnia de la estrella solitaria, que Andrés Bello y Diego Barros Arana fueron mentores de la etnia chilena, etc.

Ya nos habíamos referido con cierto detenimiento a esta incongruencia en el número 2 de la misma revista en el artículo titulado Avance de la historia fronteriza que, al parecer, no ha ejercido ninguna influencia para enmendar fallas metodológicas y conceptuales. Es indudable que el señor José Luis Martínez no lo ha considerado para nada y tampoco el profesor Osvaldo Silva, según veremos luego.

El asunto va más allá del punto específico. Se relaciona con la forma de hacer la historia y la responsabilidad con que se trabaja en ella. Se prescinde de los aportes anteriores que contradicen el punto de vista personal, en una actitud que puede tener varios sentidos: simple omisión por descuido, por no conceder importancia al tópico, o por menosprecio a un punto de vista.

En los dos últimos casos, la ética del investigador obliga a refutar el punto de vista contrario y no prescindir de él. Es cuestión de solvencia intelectual y de respeto a otras posiciones, dentro de un debate necesario dentro de la disciplina.

Ya se ha hecho costumbre no atender a los planteamientos contrarios, como se deja ver en la Historia del pueblo mapuche de José Bengoa que, además, presenta una falla fundamental en el método, y en diversos trabajos de Jorge Pinto, no obstante ser aportes muy importantes.

El primer artículo de la revista es el de Osvaldo Silva Galdames, Butanmapu mapuche en el parlamento pehuenche del faerte San Carlos, Mendoza, 1805, que aclara en forma específica un episodio en las relaciones de las etnias pehuenche y mapuche con las autoridades de Cuyo que, de paso, contribuye a aclarar las características de los butalmapus2.

Llama la atención que en el trabajo en cuestión no haya la menor referencia al libro de Leonardo León Salís, Maloqueros y conchavadores en Araucanía y las Pampas, que presenta el cuadro general de las mencionadas relaciones. Tampoco se cita un libro titulado Los pehuenches en la vida fronteriza, que incluye las mismas relaciones y los antecedentes de ellas.

En las páginas del profesor Silva aparece un ejemplo de lo que indicábamos anteriormente: prescindir de planteamientos anteriores. En efecto, para referirse a los mapuches escribe “los mapuche”, repitiendo un engendro gramatical que es del gusto de muchos indigenistas. La expresión no es castellana ni mapuche, pues en el primer caso debería ser “los mapuches” y en el segundo, “pu mapuche”, que es el plural en el mapudungun. Es como si en castellano reapareciese el ténnino mater en lugar de madre. Hay que conformarse con que el lenguaje avanza junto con la historia. Muy sabiamente, Antonio de Nebrija señaló en 1492 que la gramática siguió siempre el imperio (cito de memoria).

Sobre esta materia tratamos en el artículo ya mencionado y pensamos que habíamos dirimido el punto. Parece que no ha sido así, dado que diversos autores siguen utilizando “los mapuche”.

El fondo de nuestras consideraciones es que la lengua dominante incorpora vocablos de la dominada y viceversa, produciéndose un mestizaje lingüístico. Al realizarse ese fenómeno, ocurre una adaptación, en este caso al castellano, que aplica las variaciones y declinaciones según las reglas de su gramática. No tenemos la menor duda de que los antropólogos, no estando en actitudes sensibleras, emplean a sus anchas los plurales “guatas”, “canchas”, “pichines”, “copihues” y conjugan en todas las modalidades castellanas los verbos “atrincar”, “cahuinear”, “enchuecar” y tantos otros.

El uso de rasgos mapudungu no pasa de ser una postura falsa, en que mediante una concesión de mimetismo anímico, se pretende una comprensión del otro. Es lo que ocurre con el mal empleo del plural y la inserción de vocablos nativos, como huinca, que aparece como una renuncia a la identidad chilena y lleva a congraciarse con los nativos y sus descendientes. Cabe preguntarse si los intelectuales mimetizados conocen realmente el idioma araucano o solo exhiben cinco o diez palabras repetidas por el amaneramiento.

Muy interesante, en la publicación que comentamos, es el trabajo de Margarita Iglesias Saldaña, Pobres, pecadoras y conversas: mujeres indígenas del siglo XVII a través de sus testamentos.

Valioso es el planteamiento inicial sobre la profunda transformación social y mental que revelan los testamentos; aunque adolece de un defecto que apenas se vislumbra. La adopción de la costumbre de testar y el cambio en la religiosidad no solo fueron imposiciones del sector dominante, sino que representan también la aceptación de los dominados. Cuando una persona emite su testamento, es porque está inmersa en la sociedad cristiana, en lo material y en lo espiritual, y actúa voluntariamente. Estamos seguros de que la autora así lo entiende.

Es una lástima que Margarita Iglesias no haya analizado el contenido de los testamentos, en cuanto penniten diagnosticar muy bien gran variedad de aspectos del testador: su vida familiar y relaciones sociales, posesión de bienes, deudas recíprocas, nivel de la existencia, conexiones, etc. En este sentido, no puede dejar de recordarse el libro de Julio Retamal Ávila, Testamentos de “indios” en Chile colonial, que la autora cita debidamente.

No queremos dejar de llamar la atención a un dato que aparece en la página 50. Una india poseía, indudablemente en calidad de esclavo, a un indio y una india viejos. Es un caso más del goce de una institución tan cruel por parte de indígenas adaptados a la sociedad hispanochilena. Quizás la práctica de la esclavitud no resultaba extraña para los nativos, dado que en sus propias comunidades las mujeres y los niños eran objeto de robo, venta y otras transacciones.

  1. Cecilia Sanhueza Tohá presenta un buen aporte con su estudio Las poblaciones de la Puna de Atacama y su relación con los estados nacionales. Una lectura desde el archivo. Es un tema que hasta ahora no había tenido un tratamiento especial.

Aunque la documentación disponible es escasa, se vislumbra la existencia de pequeñas agrupaciones aisladas, divorciadas de la vida de las naciones que disputaron el territorio hacia fines del siglo XIX. Los testimonios los califican de gente en un nivel absolutamente primitivo, al margen de la civilización, sin agricultura y manteniéndose de la caza de la vicuña y la chinchilla.

La postguerra del Pacífico y el problema de soberanía planteado por Chile, Bolivia y Argentina atrajo la atención de los respectivos gobiernos, que procuraron manifestar su acción. Hubo actividades oficiales superpuestas y se dio el caso curioso de que un indígena de cierta localidad, el único que sabía leer y escribir, fuese investido de autoridad por La Paz y Santiago.

En esas disyuntivas, los nativos trataron de acercarse al estado que más les beneficiaba o, mejor dicho, que menos perjuicios les causaba. Pero los intereses de las pequeñas comunidades no definieron nada y los acuerdos diplomáticos adjudicaron el destino nacional de los territorios, que, después de todo, no importaba mucho a los lugareños.

Un tercer trabajo, Antecedentes históricos y ambientales de Lumako y la identidad Nagche, se debe a Carlos Ruiz Rodríguez, doctor en historia e investigador del Centro Mapuche de Estudio y Acción y del Consejo Amplio por la Nueva Relación.

Curiosa, por decir lo menos, es la mención de la adscripción del autor a dos organismos de acción práctica, que hay motivos para sospechar sean de carácter ideológico y político, es decir, mediatizan la investigación y el estudio a una lucha determinada. La historia sería utilizada ideológicamente como inspiración para la acción. No sería un motivo científico el que los orienta.

Llama la atención, además, que el autor anote junto a su grado académico la militancia en esos grupos activistas, haciendo ostentación de una posición vital difícil de calificar. Más extraño es el afán de aparecer en entidades carentes de relieve y que nadie conoce. Es evidente que el propósito ha sido hacer alarde de una posición. Traspiés del autor y también de la revista.

En el desarrollo de su investigación, Ruiz Rodríguez, hipnotizado por el afán de enaltecer la vieja acción araucana, entra en apreciaciones carentes de base. Afirma en la página 85 que los aborígenes administraban sabiamente las energías materiales y espirituales de la nación. Es verdad que en la preparación de sus ataques meditaban planes adecuados y disponían muy bien de sus escasos recursos; pero una vez producida una victoria o un fracaso, les abandonaba la sabiduría y se gastaban en acciones irracionales, como eran el robo, la dispersión, la borrachera y hasta la disputa entre ellos. Así las cosas hasta una nueva ofensiva, si llegaba a producirse.

Esta era una tendencia general, que tuvo algunas excepciones relativas durante el mando de Lautaro y algunos otros toquis y caciques.

Otra falsa cortina tiende el autor en la misma página al afirmar que astutamente los españoles procuraron enemistar a las parcialidades indígenas, esto es, “dividir para reinar”. Aunque así ocurrió en ciertas oportunidades, no puede desconocerse que los levos vivían en viejas disputas, choques y venganzas, propias de su escaso nivel de organización, la lucha por los recursos y la funesta actuación de los machis.

No era necesaria la inducción por parte de los hispanochilenos, que más bien se valían de los conflictos vigentes o latentes.

Ruiz Rodríguez, fascinado con su punto de vista, ignora esas luchas y ni siquiera se da por enterado de que existían los “indios amigos”, inclinados espontáneamente hacia los dominadores y que eran también la expresión de los odios entre las parcialidades. Fue frecuente que los indígenas de uno u otro levo o grupos de éstos, solicitasen la cooperación bélica de los hispanochilenos para atacar a parcialidades enemigas con las que tenían agravios, de modo que la utilización ocurrió por ambas partes.

En el caso de los pehuenches, mencionado por el autor, lejos de ser una intromisión maquiavélica de los españoles, hubo una verdadera alianza, en que los aborígenes cordilleranos acudieron a los cristianos para ser amparados e imponerse a sus enemigos.

Los ejemplos anotados prueban cuan improcedente son los puntos de vista unilaterales y como puede ser funesto unir “estudio y acción”.

Digamos que el afán actual de “acción” descansa en un falseamiento de la “acción” ancestral, que no fue uniforme, coherente ni integral.

El autor ignora, por otra parte, la política oficial, puesta en práctica no pocas veces con el correr de los años, de mantener la tranquilidad entre las parcialidades e impedir disputas y agresiones que mantenían alterada a la Frontera y que en cualquier momento podían volverse contra los hispanochilenos o los chilenos, fuese en la Colonia o en la República. Esas disputas solían perjudicar a los colonos establecidos en medio de los indígenas, a los mercaderes y a los misioneros, y obligaban a despachar destacamentos de resguardo.

Digno de análisis, en sentido parecido al anterior, es el siguiente párrafo de Ruiz Rodríguez: “la división propiciada por los primeros gobiernos independientes, entre mapuches aliados de los patriotas en contra de los aliados de los realistas, fue un mecanismo de atomización que ayudó al sometimiento de los pueblos indígenas y a la mantención de la frontera, evitando la unión de todas las parcialidades en tomo de objetivos comunes de autonomía y recuperación de su espacio ancestral”.

Lo primero que salta a la vista es la carencia de perspectiva para enfocar la situación global. El mundo fronterizo, que había alcanzado un estado de estabilidad, se descompuso a raíz de las luchas de la Emancipación. La sociedad fronteriza hispanochilena, incluidos todos sus estratos, entró en efervescencia al cortarse la hegemonía de las autoridades y romperse los lazos del sistema social. El desorden de la lucha y las perturbaciones de toda clase atrajeron a los indígenas con la posibilidad de botín, robo y venganza. Por esa razón, algunas parcialidades se plegaron alternativamente al bando español o al criollo que, a su vez, los utilizaron para sus propósitos. Esa situación dista bastante de una “división propiciada por los primeros gobiernos independientes”. Dicho sea de paso, fueron más bien los realistas los que contaron mayoritariamente con el apoyo indígena.

Agrega, nuestro autor, que esa supuesta maquinación de los primeros gobiernos patriotas “ayudó al sometimiento de los pueblos indígenas y a la mantención de la frontera”, términos contradictorios, que además encierran un error: en los comienzos de la República no se dio un paso para someter a los araucanos. Solo en 1862 se inició la integración final de la Araucanía.

En la página 87 de su escrito, Ruiz Rodríguez da relieve a la famosa ciénaga de Purén como centro de resistencia y omite citar el tomo IV de nuestra Historia del pueblo chileno, donde el tema está tratado con detenimiento hasta el ataque victorioso del gobernador Merlo de la Fuente, hecho que es ignorado por el autor. En cambio cita hasta la saciedad la Historia del pueblo mapuche de José Bengoa, que fue la cantera de sus informaciones.

Siguiendo sin mayor discernimiento la obra de Bengoa, en varios puntos, el señor Ruiz Rodríguez acepta como prueba histórica las declaraciones de mestizos araucanos actuales, haciendo suyo el error metodológico del autor indicado.

Los tropiezos de tal método, que lo descalifican por completo, son los siguientes:

  1. Los declarantes no son testigos directos. Saben las cosas de oídas.
  2. Los declarantes exponen en segunda, tercera o cuarta versión generacional.
  3. Los testimonios, al pasar de boca en boca, intensifican los aspectos que se desea valorar.
  4. Cifras y adjetivos aumentan o disminuyen a discreción.
  5. Se equivocan circunstancias.
  6. El orgullo familiar o local campea a sus anchas.
  7. Los enemigos fueron malos sin remedio. No se les reconoce nada.
  8. Cada respuesta persigue un fin provechoso en la práctica.
  9. La forma de preguntar, si no se tiene experiencia, induce el sentido de la respuesta. Esto lo saben bien los antropólogos. El engaño de que fue víctima Margaret Mead en su afán de encontrar sociedades inocentes y felices en la Polinesia es bien conocido. Más realistas fueron Gauguin o Matisse con su finura de artistas.
  10. La transcripción de declaraciones tergiversa su sentido en manos inexpertas. A manera de ejemplo, la versión escrita solo debe contener un largo guión allí donde el declarante hace una pausa o vacila, porque no se sabe cuál fue su intención. Poner puntos, comas, punto y coma o dos puntos, puede cambiar el sentido de la frase.

El tropiezo mayor, sin embargo, es tomar por rigurosa fuente histórica lo que simplemente es el folclor de los descendientes de araucanos, formado con verdades a medias, leyendas, mitos, odios e intereses.

Otro error profundo, que ya se ha extendido entre los indigenistas y los estudiosos imaginativos, es creer que el Estado español o el chileno consideraban de igual a igual a la etnia araucana.

Ruiz Rodríguez comenta que la ocupación de Lumaco por los chilenos se efectuó después del permiso otorgado por los caciques en 1871. Ello demostraría “que el propio ordenamiento jurídico del Estado-nación chileno reconocía derechos inalienables a los habitantes originarios del territorio invadido”.

Suena rotundo y solemne, solo que hay una gran ingenuidad, falta de conocimientos y una apreciación equivocada.

Una vez más recurriremos a una enumeración para demostrar lo erróneo del planteamiento.

  1. La corona española recibió de autoridad legítima, en el siglo XV, reconocida por todos los príncipes cristianos, el dominio sobre todas las tierras y aborígenes de América, en el sector que le correspondía.
  2. El Estado chileno sucedió en ese derecho después de la Independencia.
  3. Los tratados se concertan únicamente entre estados. Forman parte del derecho internacional.
  4. Los araucanos nunca constituyeron un Estado ni fueron reconocidos como tal.
  5. Las autoridades del reino y la república de Chile celebraron parlamentos, acuerdos o convenciones con agrupaciones araucanas, generalmente en situaciones de emergencia.
  6. Institucionalmente, esas convenciones no eran diferentes de las que se podían celebrar con otros súbditos o ciudadanos: los mineros del Norte Chico, el Cabildo de Concepción o los encomenderos de Cuyo.
  7. En ocasiones de apremio se concedió a los araucanos una gran libertad y no se les dominó por imposibilidad momentánea de hacerlo.
  8. El reino y la república jamás renunciaron a la soberanía y al propósito de imponer la dominación.
  9. En el caso señalado por el señor Ruiz Rodríguez, y otros que suelen mencionarse, basta recordar algunas disposiciones constitucionales sobre el territorio, la unidad de la república y la igualdad ante la ley para comprender que cualquier concesión era simple tolerancia.

Para concluir con el artículo en referencia, digamos que resulta probada la identidad nagche, así como existió la identidad lafquenche, la moluche y muchas otras. Siempre hemos sabido que la etnia araucana no poseía unidad. Estaba compuesta de muchas identidades. El tema ha sido ahondado por Osvaldo Silva, Patricio Cisternas y Eduardo Téllez en las mismas páginas de la revista. Nos queda la duda, sin embargo, si las identidades no eran escindidas por la realidad de los linajes.

Viviana Gallardo Porras presenta un trabajo de título tan largo como complicado: Héroes indómitos, bárbaros y ciudadanos chilenos: el discurso sobre el indio en la construcción de la identidad nacional.

A buenas y primeras no es fácil comprender el tema, ni siquiera después de leer varias veces el título, que pudo ser de no más de cinco o seis palabras. Solo al avanzar en el texto venimos a caer en cuenta de qué se trata. En pocas palabras, sería Imagen del indio en los comienzas de la república. Es cierto que este título resulta demasiado claro, en cambio el otro tiene la oscuridad suficiente para pensar que proviene de los arcanos más profundos del saber.

Se cuenta, en España, que en cierta ocasión, Eugenio d’Ors, después de revisar la tesis de un alumno suyo, le manifestó que estaba buena, que era muy clara; pero que la oscureciese un poco …

El contenido mismo del artículo de Viviana Gallardo es sistemático y orientador, aunque dista de gran originalidad. Cualquier investigador conocedor de las fuentes habría podido expresar lo mismo. Holdenis Casanova ya había avanzado en la materia en el N º 3 de la Revista de Historia Indígena y otros antecedentes pueden encontrarse en un libro denominado Tradición y reforma en 1810. Ahí están los testimonios de Francisco de Miranda, Bernardo O’Higgins y Francisco Antonio Pinto.

Cierra el número de la Revista el trabajo de Marco Antonio León León, Criminalidad y prisión en la Araucanía chilena.

El título es preciso, no deja dudas sobre el contenido y, como señala el autor, se refiere en forma comparativa a la criminalidad y represión penal en otras regiones del país, dentro de la política unitaria. Debe aclararse, no obstante, que la criminalidad no es estudiada como tal y que el contenido se relaciona más bien con la realidad policial y carcelaria, todo de manera muy general.

Nos ha llamado la atención que se mencione al trabajo de Rolf Foerster y Jorge Iván V ergara ¿ Relaciones interétnicas o relaciones fronterizas? publicado en el N º 1 de la misma Revista y se ignore por completo la respuesta que dimos en el N º 2, año 1997, de la Revista bajo el título de Avance de la historia fronteriza. Hasta ahora habíamos pensado que había sido un debate interesante.

El aporte de León nos deja un poco en ayunas.

Reparar en el lenguaje empleado en el número 5 de la Revista de comienzo a fin, es materia para sufrir.

Llama la atención que publicaciones como la Revista chilena de historia y geografía, el Boletín de la Academia Chilena de la Historia y Mapocho se presentan con gran dignidad en el campo del idioma, mientras las publicaciones universitarias, revistas y libros, adolecen de una pobreza agresiva. Los autores suelen ser simples amontonadores de palabras y frases, a quienes se lee solo por necesidad y entre los especialistas.

Desconocen la estructura de la obra escrita, la fluidez del relato, la armonía y la eufonía; el ritmo de la frase, el crescendo, el decrescendo y el desenlace. No saben dar relieve a los conceptos fundamentales y al fin, para ordenar el desbarajuste, colocan una conclusión o “a modo de conclusión”, que no son más que resúmenes. Una verdadera conclusión es una proyección de pensamiento.

El uso de ilativos cuando no hay forma de conectar expresiones, causa estrago. Se emplea el “que” hasta formar una verdadera inflación de “queques”. Por otra parte, como se ha criticado mucho el empleo de “de que”, se ha pasado al otro extremo, omitiéndolo cuando es necesario.

No pretendemos que escriban en el estilo gallardo de Jaime Eyzaguirre, pero no estaría demás conocer el lenguaje soberbio del Quijote, la prosa serena de La comedia humana, la agudeza de En busca del tiempo perdido, el maridaje de lengua e ideas en El pensador o la sugerencia mágica de los versos de Neruda. Sin ir tan lejos, sería provechoso detenerse en autores como Barros Arana y Gonzalo Bulnes, que hicieron del relato histórico una muestra de expresión diáfana y correcta.

Una búsqueda de desaciertos en el léxico siempre rinde buena cosecha. En el número que comentamos abundan anglicismos, galicismos, neologismos y cuanta palabreja se usa en las ciencias sociales. Se dirá que por corresponder a nuevos conceptos es imprescindible usar términos recién acuñados. Concedamos que así es, pero también hay expresiones castellanas que pueden entregar el mismo concepto.

En este caso, la claridad lisa y llana aparece como anodina para quienes cultivan un lenguaje oscuro, solo para iniciados, aparentemente sacado de las sutilezas más abstrusas del saber. Son los nuevos Eruditos a la violeta o Gerundio de Campazas. Tampoco olvidemos a Larra y su Cándido Buena Fe o el camino de la gloria.

Comenzando por el comienzo y finalizando por el fin, podemos captar (no capturar) terminachos variados.

Un primer hallazgo es “ciudadanizó”, palabra que no existe y que por sonido podría estar en un trabalenguas. Imaginamos que el propósito fue señalar que se convirtió o transformó en ciudadano.

En párrafo seguido, quien escribe dice “estoy cierto”, que nos pone en duda si se trata de una referencia al célebre pensamiento de Descartes. Terminamos concluyendo que el autor quiso decir, más bien, que estaba en lo cierto, poseía la certeza o estaba en la certidumbre. ¡Cuánta variedad para elegir!

Luego entramos a un artículo que es un verdadero oasis de corrección.

Después, en otro, caemos en varias originalidades, tal “límite/limitación”, “confrontadas/cohabitadas”, sin que se entienda el significado. Quizás una simple “y” pudo subsanar el inconveniente.

Cabalístico se nos hace “conducta reciprocitaria”, en lo que parece ser “conducta recíproca”. Tan sencillo como eso.

Igualmente descomunal resulta “poblaciones concernidas” ¿Serán involucradas o comprometidas?

Induce a confusión no emplear cursiva en los títulos de obras impresas, como son varias del padre Luis de Valdivia. Agreguemos que cualquier interpolación en una cita debe colocarse con paréntesis cuadrado. En caso contrario se entiende ser una interpolación del propio texto citado.

Más adelante, una autora muestra el contagio de la televisión y los políticos al hablar de tres etapas “o escenarios sucesivos”. Si entendemos que metafóricamente hablando puede aplicarse “escenario” a un lugar físico, no puede ser para referirse a circunstancias o situaciones. Parecido abuso se comete a menudo cuando se dice que un hecho admite diversas “lecturas”, cuando en rigor solamente un libro o un documento puede ser objeto de tal consideración.

También se comete un error, en las páginas que escrutamos, al usar el participio activo “referente” a manera de sustantivo. En sentido real es “lo que se refiere a”, en ningún caso la cosa referida. Por lo tanto, no puede decirse que las tierras eran el “referente” para determinar los recursos. Eran la referencia.

Un atentado contra el idioma y el buen gusto está constituido por un artículo en que los vocablos “funcional” y “discurso” se repiten hasta el cansancio. En el primer caso se le usa en reemplazo de “adecuado” o “apropiado”, cayendo en la cursilería pedantesca. En el segundo caso, derivado legítimamente de discurrir o razonar, aunque no hay error, la insistencia fastidia muchísimo. La palabra aparece repetida seis veces en diez líneas seguidas de la página 133. La autora, además, con todo desparpajo inventa la palabra “discursividad”, que suponemos sea el conjunto de discursos.

Suma y sigue. A la jerigonza de las ciencias sociales se les pide prestado sin recato: “otredad”, “alteridad”, “identitaria” e “internalizar”.

Todavía se inventa el vocablo “constatador”, seguramente derivado de “constatar”, un galicismo que no ha sido admitido en el idioma castellano. Aclaro, para todos los efectos, que me baso en el buen uso del idioma y no las licencias en que ha caído la Real Academia en las últimas décadas.

Una frase de oro es que “los indios fueron asumidos como una variante”. Otra es que Andrés Bello tuvo que “disuadir de las bondades de la instalación de la Universidad”.

Afortunadamente, el ilustre caraqueño pensaba lo contrario y concibió a la Universidad como un centro de altos estudios para el desarrollo de la cultura en todas sus manifestaciones. Por esa razón, el directorio y el consejo editorial de la Revista de Historia Indígena deberían, en el futuro, seleccionar mejor los trabajos que publiquen y tener a la mano la Gramática y el Diccionario de la Academia, ojalá en su antigua versión.

En el mal uso del idioma debe verse no solo el desconocimiento de la lengua por los investigadores jóvenes, sino también la despreocupación de los profesores que los formaron, en cuyos escritos también suelen encontrarse fallas de consideración. Es grave que estas cuesúones se tomen con ligereza, bajo el pretexto de ser formales y no tocar el fondo de los temas. Es una posición cómoda y de menor esfuerzo, que convierte al intelectual en simple técnico de una especialidad.

El idioma es una dimensión del pensamiento, que con su precisión y belleza trasunta la claridad de las ideas y de una manera convincente. Transmitir conocimiento requiere de un lenguaje común, en que todos se enúendan, sin caer en neologismos innecesarios, expresiones forzadas ni uso de términos engañosos.

Para evitar esos tropiezos la solución sería estudiar el léxico y la gramáúca, que si no se hizo a su debido tiempo, ahora puede parecer como un esfuerzo desusado. Bastaría, sin embargo, un acervo de buenas lecturas y, si no se tiene, comenzar a formarse cuanto antes.

No hay que temer al humanismo, tan ligado a las letras, en primer lugar, porque atañe al hombre, y porque unido a las especialidades ayuda a calar profundo en las realidades sociales o individuales. Sin esa perspectiva, no se sale de la barbarie de la especialidad.

La preocupación por el idioma y su culúvo es esencial en los estudios históricos, que construyen fundamentalmente sobre documentos escritos, con las peculiaridades de otros úempos. De ahí la importancia que tiene la lectura de las viejas obras literarias. Quien haya leído el poema del Mio Cid o el Quijote estará mejor preparado para comprender las formas y el lenguaje de las crónicas y documentos coloniales.

El dominio sobre el idioma, además, facilita la expresión escrita, su exactitud y el juego de matices, porque no solamente son conceptos burdos los que se trasladan al papel, sino finas percepciones muchas veces. A medida que el pensamiento se hace sensible, cada expresión, cada palabra adquiere una magia especial, que nos toca hasta el fondo. A veces se une la verdad con la belleza y la sugerencia. Si expresamos que tal señora era una “dama de distinguida belleza”, estamos diciendo mil cosas que no requieren explicación.

Todo esto se encuentra muy lejos de las páginas que hemos analizado.

En la mala expresión idiomática, que sube como una marea incontenible en el espacio universitario, se encuentra a la inconsciencia de los tutores intelectuales y el interés de los jóvenes de andar con prisa y armar un currículum por cualquier medio. Tener pronto un título, obtener una beca, ganar un proyecto en Fondecyt y hacer carrera, son metas dañinas que se procura alcanzar cueste lo que costare.

Si Andrés Bello resucitase, es probable que tratase de “disuadir” de la prolongación de la invesúgación universitaria.

Notas

  • El director de la Revista de Historia Indígena me solicitó reiteradamente que publicase en ella el presente comentario, pues deseaba dejar de manifiesto su buena acogida a la crítica. Reconociendo ese gesto, decidí, sin embargo, recurrir a las páginas de Cuadernos de Historia, dada su mayor difusión entre los estudiosos de la historia.

1 Osvaldo Silva en un artículo publicado en el número 3 de la Revista de Historia Indígena, ha señalado la diferencia entre etnohistoria e historia indígena, aunque sin plantear el vínculo con la historia total. Fundamentos para proponer una distinción entre etnohistoria e historia indígena.

A nuestro juicio, aún falta una mayor elaboración epistemológica en relación con la historia dominante.

2 Aunque hay razones para emplear la forma ortográfica butanmapu, preferimos mantener butalmapu, que está consagrada


Resenhista

Sergio Villalobos R.


Referências desta Resenha

Revista de Historia Indígena, n º 5*. Chile: Departamento de Ciencias Históricas; Facultad de Filosofía y Humanidades; Universidad de Chile. Resenha de: R., Sergio Villalobos. Cuadernos de Historia. Santiago, n.22, p. 205- 214, Diciembre, 2002. Acessar publicação original [DR]

SALAZAR Gabriel (Aut), PINTO Julio (Aut), Historia Contemporánea de Chile. Tomo V (T), LOM Ediciones (E), TAMAYO Víctor Muñoz (Aut), Cuadernos de Historia (CHr), História Contemporânea do Chile, América – Chile

El tomo cinco de la Historia Contemporánea de Chile es dedicado íntegramente a los niños y los jóvenes, sujetos que, como sustenta la publicación “no figuran normalmente en las páginas de la historia”. Pero sabemos que los sujetos no son lo que son por el hecho de ser considerados por historiografías, sino porque actúan históricamente, construyen apuestas existenciales y dejan huella de sus proyecciones.

Aunque es notorio que niños y jóvenes no han sido valorados como constructores de historia, esto no ha impedido que hayan sido enarbolados en términos de imagen para la construcción de ésta. Y es que a esta invisibilidad como sujetos se contrapone la enorme visibilidad que han tenido como imágenes, representaciones ideológicas ocupadas por tantas apuestas históricas que han apelado a ciertas proyecciones de niñez y juventud.

Hablar de niños y jóvenes no es un tema menor, pues el definirlos tiene implicancia no solo con relación a los involucrados, sino con el total de la sociedad, poniéndose de manifiesto un tipo de apuesta de construcción sistémica. Esta construcción suele presentarlos como objetos más que como sujetos, al decir del texto: la mayoría de las definiciones de niñez y juventud no las asumen como sujeto histórico. Así, por ejemplo, si los tiempos son de ‘estabilidad institucional’, las definiciones las asumen, solícitamente, como objetos de pedagogía. Y si los tiempos son de crisis e inestabilidad institucional, entonces se tratan como objetos de sospecha policial, judicial y militar2.

Imágenes de juventud y niñez, conceptos que se acuñan para ser ocupados y materializados, palabras que deben cobrar sentido en la reproducción de orden social. Pues cuando se definen a las nuevas generaciones es eso lo que se determina, el cómo estas entran a la historia, cómo se suman a un sistema social construido antes que ellos. Si son objetos de este, deben ser insertados y disciplinados, y si son sujetos de aquel, pueden optar a ser parte de su constante construcción. Conservación y cambio, poder social o sumisión social, reproducción de sociedad, construcción de historia, ciudadanía, todo aquello es lo que se menciona cuando se dicen las palabras juventud y niñez, se lee una realidad al tiempo que se construye, las palabras se hacen instrumentos. Por ello, Bourdieu sostenía que “La juventud no es más que una palabra”, no porque fuese algo sin importancia, sino porque implicaba todo aquello que una palabra vivida socialmente implica. De este modo, si es cierto que niños y jóvenes no han estado como sujetos en las páginas de la historia, también es cierto que han ocupado un rol clave como imágenes, construcciones ideológicas para la realización de historia. Como aquel traje del emperador que no por no existir como tela captada por los sentidos, dejó de construir realidad en quienes admiraron su colorido, haciendo historia, como lo hizo El Mercurio en sus editoriales el año 67, por más que los jóvenes rebeldes de la Universidad Católica hubiesen gritado que mentía.

Imágenes, fotografías, luces sin proceso, pero válidas para la acción, eso ha sido básicamente cómo niños y jóvenes han sido valorados en la historia. Cumpliéndose este año 30 años del golpe militar, vale recordar cómo la apuesta de la Unidad Popular tenía por propaganda central la imagen de un niño con el lema “Por ti venceremos”. El futuro simbolizado en un menor moreno, sacado de sus juegos en una población como para decir que ahora, esos niños, los del pueblo, valdrían para el proyecto país. De un niño era también la imagen que aparecía en el texto ideológico refundacional “Chile ayer y Hoy” que publica la editorial Gabriela Mistral, ex Quimantú, el año 75. En la portada, bajo las letras rojas que imitan una plantilla metálica, aparecía un joven tirando una piedra, bajo el hoy blanco, una mujer con su niño, dando cuenta del otro Chile que nace en 1973, el Chile que como un niño protegido en brazos de la madre vuelve a crecer. Así mismo, recuerdo un afiche impreso en los años ochenta por las Juventudes Comunistas, con la fotografía de un niño tirando una piedra a un tanque. Nuevamente la niñez simbolizaba el futuro que crecería, un futuro que rechazaba el autoritarismo militar y lo hacía en la calle, con la piedra como forma de lucha tan válida como cualquier forma de forzar la caída de la dictadura. Finalmente, el afiche no circuló, pues tuvo un problema, o más bien cuatro problemas, como que el niño era checoslovaco, la fotografía era de Praga, la imagen del año 68 y el tanque ruso. De todas formas, quienes alcanzaron a verlo, se emocionaron de ver a un niño apedreando un tanque.

Cuando el 88 aparece en la televisión la propaganda política del plebiscito, una cantante de apellido Acevedo mandaba un mensaje a las mujeres, diciéndoles que no les quería hablar de política, sino simplemente de los niños: “Qué será de los niños si gana el no”. Y hoy, cuando se habla de la pobreza por superar, son los niños la mejor imagen para mostrar su carácter urgente. Esto tanto desde el gobierno como de instituciones privadas de caridad. El niño del Hogar de Cristo, el que fue recogido de bajo el puente del Mapocho, el “Flauta” que es pobre y “no tiene la culpa de nada”, o ahora, la reciente imagen de un niño naciendo que aparece en televisión acompañada de una voz en off que dice: “Este niño nace en una situación de riesgo”. Y es que los niños pobres son eso, riesgo social, que si no se subsana, se convierte en daño social joven. El objeto que sufre y que cuando crece es objeto “dañado” que, como un aparato, debe ser reparado, desde afuera, por “técnicos” que no deben considerar mayormente su “insana” subjetividad. Objetos, imágenes, apuestas ideológicas. ¿ Y el sujeto, dónde estuvo? ¿ Y el proceso dónde estuvo? El proceso de ese niño que nace en “riesgo” o el del “Flauta”, podría ser, según la lógica, la imagen de un futuro “criminal”, como el “Tila”. Muchos que dan dinero por el “Flauta”, no dudarían en aplicar pena de muerte a un “Tila”. Pues mientras el “Flauta” no tendría la culpa de nada, el Tila sí. Los niños pobres son las imágenes de la pobreza sin culpa que motivan la caridad de una sociedad “sin culpa”. Sin culpa, sin proceso, sin historicidad.

Los rotativos de imágenes de juventud también son abundantes. En el 70, la Unidad Popular hablaba de las dos juventudes, la adinerada, que vive en la constante levedad de la diversión, y la responsable, que está haciendo la historia en la calle, en los trabajos voluntarios, en el colegio. Unos viven en la fiesta y escuchan guitarras eléctricas y música en inglés, los otros son los verdaderos sujetos. No por ser jóvenes, sino por ser los hijos de los trabajadores, los que harán la revolución. Los libros de Quimantú son abundantes en estas imágenes: el joven que baila y el que trabaja, el que anda en moto en las Vizcachas y el que estudia, el que escucha a The Doors en la discoteca y el que marcha apoyando al “Compañero Presidente”. Conciencia ante inconsciencia, trabajo ante diversión, clase ante clase. Imágenes para una revolución. Imágenes que tras el golpe del 73 serán quemadas en pilas de libros y guardadas en archivos para no ser mostradas, cual historia prohibida.

El régimen dictatorial acudirá a nuevas representaciones, la del “único joven” que, apostando a la “única nación”, mira con orgullo su pasado glorioso, ejemplificado en los 77 mártires de la batalla de La Concepción durante la Guerra del Pacífico. El 77, Pinochet toma esta imagen en el cerro Chacarillas para dar cuenta de su primer itinerario institucional, al tiempo que condecora a destacados jóvenes, como Coco Legrand, Antonio Vodanovic, Roberto ‘Viking’ Valdés, José Alfredo Fuentes, Carlos Bomba! y Joaquín Lavín, entre otros. “Chile será una gran nación” era el lema, el frente juvenil por la “Unidad nacional”, el órgano convocante. Después, no le fue posible a la dictadura apostar a la refundación de Chile con esta imagen de la única nación y la única juventud. Jóvenes fueron los primeros en organizarse en la universidad, con la Agrupación Cultural Universitaria, y reconstruir identidad opositora, jóvenes los de las poblaciones, con los centros culturales y luego con las protestas nacionales, jóvenes los estudiantes que se oponen a la municipalización de los colegios y jóvenes los que disparan contra el dictador en una cuesta precordillerana. Jóvenes el grupo de rock “Los Prisioneros”, que le cantaban a una juventud que bailaba el “Baile de los que sobran”, juventud excluida del sistema, pero no de la historia, pues con fuerza de protagonista apelaba a ser la “Voz de los 80”. Entonces, la contrapartida del régimen fueron imágenes duales, la juventud patriota y la antipatriota, los humanos y los humanoides, la mayoría silenciosa y la minoría bulliciosa.

Cuando se desarrolla la transición política, los nuevos gobiernos democráticos trabajarán también con imágenes de juventud y éstas no serán las de una protagónica “Voz de los ochenta”, sino las de una excluida juventud que solo “patea piedras”. “Solo buscamos la oportunidad” era el canto de jóvenes que, cruzados de piernas, aparecían en el ‘réclame’ del programa laboral “Chile Joven”. Imagen de una juventud por insertar, juventud acreedora de una “deuda social”, juventud que, viviendo “en riesgo”, fue “dañada”, imagen de objeto de la sociedad, más que de sujeto, fotografías más que proceso, imágenes que construían historia, pero que no daban cuenta de la profundidad histórica de una generación de sujetos sociales.

Al leer las páginas de este texto, que busca llevar, como un acto de justicia, a niños y a jóvenes a las páginas de la historia, lo más simple y complejo que puedo decir es que se trata justamente de eso, de un libro de historia. Si la juventud no es más que una palabra, este tomo cinco no es más que un libro de historia, con todo lo que ello implica. Ahí el gran valor del texto, el que no nos muestra solo imágenes de niños y jóvenes, sino que les da vida histórica, los dota de procesos, de cambios, de diversidad, de historicidad.

Como primer punto en este sentido, creo que se toma un correcto enfoque de generación que no totaliza, sino que tiene como parámetro una multiplicidad histórica de las asociaciones humanas, las identidades, las marcas epocales y los particulares proyectos, apuestas y resistencias que cada grupo social construyó como generación. Pero por sobre todo, no hace de las generaciones fotografías sin proceso, llenándolas de cambios, evoluciones, mostrándonos a sujetos que pasan por las generaciones más que a inalterables estatuas de época. Aquí cabe un Zapiola que, de agitar las banderas revolucionarias con la “sociedad de la igualdad” en la década de 1850, pasa a constituirse en imagen del adulto que “sienta cabeza” en el cómodo y “responsable” conservadurismo del statu quo. Cabe la imagen de los “Vicuñas Mackenas” que, luego de mirar al París de las barricadas del 48, miran al París de Napoleón tercero, la elegancia de su nueva nobleza y sus luces arquitectónicas. “Vicuñas Mackenas” que parecieron olvidar el liberalismo de incipiente carácter socialista y fueron gobierno del bberalismo político que como proyecto social se hizo uno con el peluconismo. Cabe aquí un Osear Guillermo Garretón que luego de marchar exigiendo “avanzar sin transar”, vuelve para ocupar un rol gerencial en una CTC rumbo a la trasnacionalización. Cabe también un Recabarren que prefiere generar nuevos proyectos que mantengan el ideario del cambio estructural, que acomodarse en las ofertas del “sentar cabeza” en la mantención del orden sistémico.

Esta mirada de proceso hace que esta historia de la niñez y la juventud sea una historia de sujetos en la historia, que evolucionan, construyen representaciones, autorrepresentaciones, proyectos de juventud y también proyectos de adultez. Porque esta es también una historia de los adultos desde su proyección etárea, una historia de los conceptos socialmente vividos del ser niño, joven y adulto. Pues de la misma forma en que aquí cabe un romántico Bilbao que nunca cesa en la búsqueda de nuevas rebeldías, hay en esta historia diversos modos de vivenciar la adultez que nos dicen que las características de esta etapa, al igual que la juventud, se configuran socialmente.

En segundo lugar, es notable que el texto se haga cargo de la deficiente presencia de la historiografía en estos temas y mire a fuentes tan ricas como las que se relacionan con la expresión artística. Se indaga en la bteratura, desde Lastarria y Blest Gana a Nicomedes Guzmán y Alfredo Gómez More!; y en la música, desde el folclor popular hasta los movimientos musicales del siglo XX, pasando de la “Nueva Canción Chilena”, los “Hermanos Campos” y la “Nueva Ola”, al rock y las expresiones callejeras de las llamadas tribus urbanas. Un arte que habla cuando otros relatos callan, una historia que se contiene en páginas que no escribieron historiadores, pero que están cargadas de memoria.

En tercer lugar, el texto cobra valor tanto por lo que se distancia de la estática dimensión de la imagen, como por lo que se acerca a ésta en tanto aspira, al igual que ella, a ser instrumento de construcción de sociedad. Al igual que las imágenes que luchan por materializar sus apuestas de construcción histórica, este texto emana con el determinado objetivo de intervenir en las luchas por la consolidación de una sociedad más democrática. A diferencia de las imágenes que suelen totalizar, el texto aspira a ser instrumento, reconociendo su parcialidad y subjetividad. Entra a la lucha histórica buscando construir al mismo tiempo que leer correctamente realidades sociales, pero su posicionamiento lo convierte en un texto que claramente no es para todos los lectores ni para todos los proyectos.

Se trata de apuestas por tipos de niñez, juventud y adultez, representaciones en que se les valora como sujetos en lucha, en sana y humana lucha por existir socialmente y contra las dictatoriales imágenes de unidad nacional que en la muerte del conflicto buscan también la muerte de la ciudadanía. Así como Eugenio Tironi sustenta que el real objetivo de la sociología es la mantención de las sociedades y no el cambio social, tema que lo habría obsesionado en los 60, esta historia se sustenta en la voluntad de que las disciplinas intelectuales aporten a la humanización de las sociedades, a que los órdenes sociales sean reflejo de las luchas de la humanidad en toda su diversidad identitaria.

Este libro es instrumento para una lucha política de humanización social; busca ir a poderes que desde sus particularidades materialicen el derecho humano más básico de ser parte en la construcción de la vida social que se desea vivir. Una historia que se construya mirando a las agrupaciones básicas, a las múltiples identidades, a los niños que no son solo riesgo y a los jóvenes que comparten sus tensiones existenciales y que en las más dramáticas situaciones no dejan de ser personas que piensan y deciden. Una historia de personas para personas, como para pensar y apostar a que la historia la siguen haciendo los pueblos.

Notas

1 Texto redactado en base a lo expuesto por el autor en la presentación de los cinco tomos de la Historia Contemporánea de Chile, realizada el día tres de junio de 2003 en la Sala América de la Biblioteca Nacional.

2 Página nueve del texto.


Resenhista

Víctor Muñoz Tamayo – Licenciado en Historia. Universidad de Chile. Maestría en Ciencias Sociales. Universidad Arcis.


Referências desta Resenha

SALAZAR, Gabriel; PINTO, Julio. Historia Contemporánea de Chile. Tomo V.1. Santiago: LOM Ediciones, 2002. Resenha de: TAMAYO, Víctor Muñoz. Cuadernos de Historia. Santiago, n.22, p. 215- 219, Diciembre, 2002. Acessar publicação original [DR]

LEÓN Marco Antonio (Aut), DONOSO Horacio Aránguiz (Aut), Cartas a Manuel Montt: Un registro para la Historia Social de Chile (1836-1869) (T), Academia Chilena de la Historia (E), Centro de Investigaciones Diego Barros Arana (E), R. Sergio Villalobos (Res), Cuadernos de Historia (CHr), História Social do Chile, Séc. 19, Cartas, América – Chile

Interesante, desde muchos puntos de vista, es la publicación realizada por León y Aránguiz, aunque no hay ninguna novedad espectacular. Diversos aspectos de la vida pública entre los años indicados muestran la existencia real entretejida por los personajes, como siempre ocurre en las manifestaciones epistolares.

Un primer conjunto de cartas es de Joaquín Prieto en su calidad de Comandante General de Armas de Valparaíso, después de haber ejercido la primera magistratura. El contenido es de menudencias administrativas, asuntos relativos a la Iglesia, más concretamente sobre eclesiásticos, orden público, intervención electoral, etc. Entre los personajes desfilan Francisco de Paula Taforó “virtuoso y hábil”, el cónsul británico en Perú, Hugo Wilson, pájaro de cuenta que había actuado en la sombra como agente del protector Andrés de Santa Cruz y que seguía urdiendo planes para su restitución al gobierno boliviano, todo ello en 1845; “el joven Bilbao” ocultándose antes de partir al extranjero.

Clarísimo es el criterio político y social sustentado por Prieto y que concuerda con los criterios que había manejado Portales: “Nuestros hombres viejos y patriotas se van muriendo e infiltrándose otros, es preciso criar nuevos elementos de orden y buenas leyes, que contengan a los díscolos, y den seguridad a la minoría ilustrada e influyente por la fortuna. Una policía arreglada que ponga en uso los pasaportes para trasladarse de un punto a otro de la República y que los dueños de casas o posadas, den cuenta a las autoridades subalternas de sus alojados de fuera y del movimiento de sus respectivos barrios” (p. 105).

Había reaparecido en Prieto el viejo espíritu restrictivo que a fines de su gobierno se había relajado. Al parecer, desde ultratumba se dejaba sentir Portales.

El párrafo copiado es indicativo de la idea jerárquica en la sociedad y de la primacía que debía tener el estamento aristocrático.

Queda claro, por otra parte, que Prieto no pensaba más que en pequeño. Carecía de vuelo y ello explica, una vez más, que había carecido de pensamientos propios frente a su ministro.

Largo espacio de la correspondencia está constituido por las cartas del presbítero Justo Donoso, notable figura de la Iglesia chilena, obispo de Ancud y de La Serena, emparentado con Montt y que quizás por esta razón se dirigía a él con frecuencia y, a veces, por cuestiones menores de las relaciones de la Iglesia con el Estado. De todas maneras, sus epístolas arrojan una luz sobre los efectos prácticos del Patronato. No cabe duda de que la mano del prelado intervenía en las elecciones para asegurar el triunfo de los “ministeriales”.

En carta de marzo de 1846, mientras se preparaba la reelección de Bulnes, el prelado escribía a Montt: “En política la convicción de V es la mía desde que principió la decantada oposición, tanto por las ideas que me han suministrado los diarios, como por las comunicaciones, que con frecuencia he tenido de los amigos y puedo asegurar a V sin temor de engañarme, que de esa convicción participan generalmente los habitantes todos de la provincia … según he podido observarlo a cada paso” (p. 162).

Más adelante, en 1864, como obispo de La Serena, dirigía el siguiente comentario a Montt: “V. Sabe cuanto le he apreciado siempre, y sobre todo cuan decidido me he mostrado constantemente a cualquiera con mi débil cooperación al sostenimiento y triunfo de los principios de prudente y gradual progreso que proclama el partido nacional” (p. 203).

Su sucesor en el obispado de Ancud, Francisco de Paula Solar, en 1864, anotaba a Montt: “quedo impuesto de la lista de senadores y se obrará con arreglo a las prevenciones en ella indicadas” (p. 291 ).

Probablemente las epístolas más interesantes son las de Vicente Pérez Rosales, entre 1858 y 1861, cuando se desempeñó como agente de colonización en Hamburgo y luego como intendente de Concepción. Encargado de la inmigración había hecho ofertas a los interesados que sobrepasaban las normas vigentes y ello le producía dificultades en Chile. Luego su criterio inicial había cambiado, según sus propias palabras: “Yo que he abogado tanto porque se trate a los primeros inmigrantes con liberal generosidad, me opongo ahora, o más bien dicho, me empeño porque se les disminuyan año a año los socorros, por ser éste el único medio de hacerles ir al cabo, sin más obligación para el Estado, que el tenerles terrenos baratos que darles en venta. Antes tuvimos que enamorarlos y estar a su merced; porque no conocían a Chile ni podían tener fe en los ofrecimientos que se les hacía de una parte de la muy desacreditada América-Española; más ahora que ellos solicitan ir, sin imponer como antes condiciones, sino con suma disposición a recibirlas, creo llegado el caso de utilizar tan feliz estado de cosas” (p. 379).

Las cartas correspondientes a los años de la Intendencia de Concepción, constituyen, en cierto modo, una continuación de Recuerdos del pasado, que concluyen, precisamente, en 1860.

Como intendente, Pérez Rosales debió preocuparse de las consecuencias de la guerra civil de 1859, del desorden y del bandidaje en la región. Los indígenas, inducidos por opositores y maleantes, todavía se mostraban turbulentos y llevaron a cabo el asalto al pueblo y fuerte de Nacimiento. Hubo que despachar unos cortos destacamentos y organizar otros con la ayuda de los vecinos, pero el movimiento ya se desvanecía.

Los jefes opositores fuero vigilados, a algunos se les sugirió amablemente que abandonasen la región por un tiempo y uno que otro fue detenido.

El lenguaje fresco y sarcástico de Pérez Rosales se despliega describiendo situaciones.

“La canallada de frac es la única taimada y mala”, comenta a Montt, y en otra carta se refiere a los eclesiásticos enemigos del gobierno pese a que el sistema requería de su lealtad: “Estos pueblos en el día, serían más manejables, dóciles y racionales sin el pernicioso influjo de los curas. Estos son cual más cual menos hijos del obispo: tienen el confesionario a su disposición y en él la ignorancia y el fanatismo reciben, sin que nadie lo trasluzca, órdenes de forzosa ejecución”.

“El cura de la Florida es adicto de corazón a Cruz; aunque no participa de sus actuales ideas. Con él he tenido largas conversaciones, y no sólo parece decidido por la causa del orden, sino que me ha prometido del modo más serio, el no apartarse un punto de mis indicaciones, pero es cura[ … ]”.

“El cura de Quillón no tendría precio sino estuviera a la merced de Badilla. Él me está agradecido, se encuentra entre la espada y la pared … le tengo rodeado de ojos enteramente míos; pero es cura”.

“El cura de Yumbel es un jesuita. Muchas promesas y muchos cariños; pero no entrega la carta”.

“El cura de Rere, el tal Aguayo, es hombre malo. Se arrastró cuanto no podrá Ud. imaginarse y hasta me prometió que se trasladaría a Concepción en los días de compromiso. Pero este brazo derecho del obispo ha traicionado, traiciona y traicionará”.

“El cura de Talcamávida es un pobre ser, no hará bien ni mal”.

“El de Santa Juana, tiene más talento, y es algún tanti diplomático no hará mal en público [ … ]”.

“El cura de Gualqui ha traicionado ya no puedo pues tener en él la menor confianza”.

El mayor problema, sin embargo, más que la gente de frac y los curas, eran los bandoleros que asolaban el campo y los pueblos pequeflos, siendo el distrito de Puchacay el más afectado. Comentando la dificultad para encontrar quien se hiciese cargo de esa gobernación, expresaba “los puchacayanos son bellacos y sólo puede contenerlos uno que lo sea tanto más que ellos”.

Bandas de veinte o más asaltantes recorrían el territorio, cometiendo toda clase de crueldades con la gente pobre y la medianamente acomodada, robando y destruyendo sus bienes y moradas. Para viajar con alguna seguridad se formaban caravanas y el propio intendente en un recorrido por su jurisdicción observó que se le reunían viajeros para aprovechar la seguridad que brindaba la escolta armada.

Las cárceles rebosaban de delincuentes. En las de Yumbel había veintisiete forajidos, el más inofensivo de los cuales era matador alevoso. Uno de los presidios fue asaltado, quedando en libertad dieciséis rematados.

Mil otros asuntos desbordan las cartas del autor de Recuerdos del pasado. Remoción de funcionarios, búsqueda de otros idóneos, problemas de los jueces, reorganización de las milicias, petición de rifles, sables y vestuario, arreglo de los cuarteles y otras materias que obsesionaban al activo intendente. Era el espíritu infatigable y elevado de quienes construían la república.

Un material tan interesante como el que hemos reseflado, está gravemente opacado por el método seguido en su publicación.

Los editores, en la página 10 de su “Estudio preliminar” seflalan el criterio de la transcripción, que es absolutamente contradictorio. Se conservarían la grafia, la ortografia y algunos detalles propios de una cuidada edición. De esta manera se perdería el contacto inicial, pero se ganaría tiempo y facilitaría la lectura y el acceso al público.

Nos parece que el resultado es exactamente el contrario. Conservando la ortografia y los detalles no se pierde el contacto inicial y, por otra parte, se dificulta la lectura y el acceso del público.

El buen criterio historiográfico y una rigurosa hemenéutica obligan a ser fiel al documento, de suerte que no pueden introducirse modificaciones al texto. Se trata de una publicación de fuentes para el trabajo minucioso del investigador. En ningún caso puede ser un objetivo serio llegar al público.

Puede, sin embargo, modernizarse la ortografia, conservando quizás algunos arcaísmos que dan el sabor de época. En esta materia es un modelo la “Segunda serie” de los Documentos inéditos de Medina, debida a la paciencia y buen criterio de Álvaro Jara y Rolando Mellafe. Es el modelo que hay que seguir y no el de los filólogos, que modifican la puntuación en la creencia de que interpretan exactamente lo que un autor quiso decir.

Los editores, León y Aránguiz, agradecen a los “historiadores” Femando Purcell Torretti y Carolina Véliz Madariaga la transcripción de las cartas. Pero en verdad la versión de la correspondencia es muy defectuosa. Innecesariamente se conservó la ortografía, asaz caprichosa y original de los epistológrafos. Casos sobresalientes son “desberguensas” y “hande”, por la forma verbal “ande”. Es sorprendente que los acentos son prácticamente desconocidos y que se marcan en la preposición á, una forma en desuso.

Lo peor de la transcripción es la interpretación equivocada de numerosos términos. A manera de ejemplo, señalamos los siguientes casos:

Portón, por pontón (p. 63).

Gacilla, por gavilla (p. 75).

Interpretación, por interpelación (p. 150).

Indicada, por indiada (p. 389).

Puente, por fuerte (p. 390).

El contexto en que aparecen tales palabras no debió dejar duda. Todos los historiógrafos chilenos, ya no historiadores, saben que Negrete fue un fuerte y no un puente.

Un último aspecto que llama la atención, aunque subalterno, es el dispendio de papel de la edición. Cada carta se inicia en página aparte, resultando muchos espacios en blando. Al parecer la Academia Chilena de la Historia, financiadora de la edición, dispone de buenos fondos.

En el futuro, cada estudioso del pasado que consulte las Cartas y deba dilucidar aspectos históricos discutibles o de erudición, deberá recurrir a los documentos originales.


Resenhista

Sergio Villalobos R.


Referências desta Resenha

LEÓN, Marco Antonio; DONOSO, Horacio Aránguiz. Cartas a Manuel Montt: Un registro para la Historia Social de Chile (1836-1869). Academia Chilena de la Historia; Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2001. Resenha de: R., Sergio Villalobos. Cuadernos de Historia. Santiago, n.23, p. 219- 222, Diciembre, 2003. Acessar publicação original [DR

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