Gobernar la pobreza. Prácticas de caridad y beneficencia en la ciudad de Santiago, 1830-1890 | Macarena Ponce de León

La publicación que reseñamos se enmarca en un ámbito de investigación que tradicionalmente había sido objeto de estudio de los trabajadores sociales y de los cientistas políticos. Nos referimos a las políticas sociales. Si la formación disciplinaria del Trabajo Social exigía estar atento a las acciones públicas y privadas que configuraron los ámbitos de su desarrollo profesional, para las Ciencias Políticas el estudio de las políticas sociales era la marca distintiva en la consolidación de su perfil técnico y de asesoría directa al poder del Estado. Para la historiografía de los últimos años son un signo modernizador de la sociedad y una entrada para estudiar de manera problematizadora la constitución de actores, la construcción de saberes, la gestión de los problemas sociales y el desarrollo de instituciones de intervención1.

La investigación de Macarena Ponce de León es un avance con respecto a los distintos estudios que habían situado el origen de las políticas sociales en la década de 1920 2. La autora se propone explorar la labor desarrollada por sectores de la elite en pro del mejoramiento de las condiciones de los pobres y las modalidades asociativas que se dieron para cumplir con ese mandato. Ofreciendo un estudio del andamiaje institucional sobre el cual se construyó la beneficencia privada y pública, aborda la evolución de lazaretos, dispensarios, hospicios y hospitales en el marco de la racionalización de la atención médica, como resultado del reconocimiento social de los médicos y los avances del higienismo. Toda esta especialización de la atención medical supuso un doble proceso de diferenciación de los pobres. Primero, separando la enfermedad de la pobreza, con lo cual se focalizó la atención en aquellos sujetos factibles de ser rehabilitados: mendigos que podían aprender un oficio, mujeres abandonadas y niños huérfanos. En una lógica que mezclaba la prevención y el interés regenerativo a través del trabajo, se buscaba romper con el círculo de la pobreza. Segundo, diferenciando los pobres desvalidos de aquellos que en situación de pobreza estaban en condición de proveerse su propio sustento, es decir eran válidos para el trabajo. Las distintas reglamentaciones persiguieron la vagancia y mendicidad o fueron sometidas a un estricto control, ofreciendo un sistema de rehabilitación a través de la cárcel y el trabajo forzado.

Concordamos con Ponce de León en tomar distancia de aquellas perspectivas que han destacado el carácter paternalista de las instituciones de caridad y beneficencia, porque, según ella, esa categoría no describiría adecuadamente la relación entre ricos y pobres, sino más bien “la capacidad de esa protección para propiciar ciertas formas de desarrollo individual entre los mismos dominados”3. Sin embargo, esto no evita que nos preguntemos sobre el rol que sí tuvieron las asociaciones caritativas de la elite en el reforzamiento de las relaciones clientelares con el pueblo, aspecto que no se aborda en la investigación, ni como hipótesis de trabajo, ni campo de investigación4. En todo caso estamos de acuerdo en señalar, como muchos miembros de la elite lo manifestaron, los efectos positivos que tuvieron las prácticas de caridad-beneficencia en el siglo XIX, en particular en atacar la pobreza extrema y enfrentar los eventos de calamidad pública que azotaban cada cierto tiempo a la ciudad, principalmente epidemias. Pero lo importante es analizar en qué aspectos fueron positivas o no esas acciones en la construcción de una sociedad de derechos.

Como señala la teoría neo-institucional, las instituciones cumplen la función de reducir las incertidumbres, permitiendo ofrecer garantías de seguridad en el accionar de los actores de acuerdo a un contexto normado según ciertos valores compartidos por la gran mayoría5. En este sentido las instituciones de caridad habrían ayudado a enfrentar una serie de fracturas sociales cuando no operaban otras instancias. Pero esto no agota la discusión.

De la lectura del libro de Ponce de León nos queda claro que las prácticas de caridad-beneficencia fueron eficientes en dos aspectos que resultan al menos paradojales. Primero, frente a la insuficiente acción de la asistencia pública, las instituciones benefactoras ayudaron a suplir la indiferencia a la cual se veían enfrentados pobres y menesterosos durante el siglo XIX. Así, cuando el Estado no ayudó, fue más que razonable la existencia de estas instituciones. Solo en perspectiva histórica, y en comparación un tanto injusta con las modalidades de intervención gubernamental del siglo XX, se nos revelan los déficits y carencias de esas prácticas caritativas en la construcción de una sociedad de derechos. Segundo, estas prácticas fueron funcionales a las posiciones defensivas que asumieron los notables del siglo XIX frente a la posible expansión del Estado. Así, muchas de estas instituciones y prácticas protectoras ayudaron a limitar por décadas el crecimiento de la burocracia y el aumento del gasto público en lo social, aunque me temo que en la época esa área no estaba del todo configurada (salud, trabajo y educación). Al respecto, la literatura en torno al asociacionismo del siglo XIX es clara en señalar que los principios que articularon su desarrollo fue la construcción de un orden social sin Estado, constituyéndose para ello el altruismo filantrópico en un medio fundamental de éxito6. Este análisis se hace también extensivo a otras modalidades de asociación, como las sociedades de socorros mutuos, que manifestaron un fuerte rechazo a la intervención de las autoridades públicas en sus actividades, aunque en este caso en la lógica de que la emancipación del pueblo debía ser la obra del mismo pueblo.

Una pregunta central que rodea el libro de Ponce de León es por qué las instituciones y prácticas de caridad-beneficencia lograron permanecer por todo el siglo XIX como modalidades protagónicas de la acción social, incluso proyectarse más allá de ese siglo y permear al resto de las modalidades asociativas laicas.

En una sociedad tradicional, como la chilena del siglo XIX, las pestes simbolizaban momentos de crisis que afectaban el entramado de las ciudades, donde todavía convivían muy de cerca grupos de distinto estrato social, aunque las epidemias tendían a golpear a los más pobres. Las epidemias de viruela son un buen ejemplo de cómo las autoridades decidieron resolver los problemas sociales, al poner en el debate la cuestión de la prevención: la desinfección de barrios, el aseo de la ciudad y la implementación de planes de vacunación.

Entre 1864, 1872 y 1886 se sucedieron epidemias de viruela, mezcladas en algunos casos con el cólera. Las respuestas iniciales apuntaron a promover la vacunación masiva y la ampliación de lazaretos para las personas infectadas. Si en 1864 las autoridades se vieron un tanto sorprendidas por los alcances de la epidemia de viruela, en 1872 el Estado respondió creando el Consejo de Higiene Pública, que junto a la acción del Intendente de Santiago, promovió el retiro de basura, reguló el traslado de cadáveres al cementerio y reordenó los factores de asentamiento urbano, en este último aspecto con Vicuña Mackenna a la cabeza. A ello habría que agregar el aumento de la red hospitalaria. Sin embargo, cuando ocurrió la epidemia de viruela en 1886 el diputado Dr. Ramón Allende propuso la vacunación obligatoria de toda la población, propuesta que fue rechazada, lo que a los ojos de los expertos condenaría a muchas personas a la muerte7. Ahora, si había un consenso en torno a la eficacia de la vacuna ¿por qué no se aprobó la medida propuesta por el Dr. Allende? Al parecer, los diputados estuvieron más preocupados de defender la libertad de los ciudadanos que de su salud. Es decir, la cuestión ideológica habría primado sobre los aspectos técnicos.

Un aspecto interesante de las epidemias es que su naturaleza cíclica ayudó a hacer más eficiente las instituciones de caridad-beneficencia, pero solo hasta un cierto umbral. El modelo neo-institucional y su concepto de “cambio incremental”, o la percepción de “que es posible y conveniente alterar en cierto margen el marco institucional existente”8, ayudan a entender este aspecto del problema. El carácter cíclico de las epidemias ayudó a pensar el cambio gradual de las modalidades de intervención sin que fuese necesario modificar o cuestionar el conjunto del modelo benefactor. Bastaba con hacer estas mejoras de eficiencia interna para ofrecer, incrementalmente, mejores respuestas al problema social. Claramente estas modalidades de intervención dejaron de ser eficientes al enfrentar problemas de otra naturaleza o futuros ciclos de epidemias9. Además, hacia fines del siglo XIX enfrentaron la competencia de otros modelos asociativos, como las sociedades de socorros mutuos, que podían compartir el rechazo al Estado interventor pero que también se oponían al accionar de la elite. Me parece que en esta búsqueda de nuevas formas de intervención se inserta la modalidad de la visita domiciliaria que promueve la Sociedad San Vicente de Paul, aspecto central en la investigación de Ponce de León. El paso de la asistencia “intramuros” a la “extramuros” supuso un dispositivo de intervención en el mismo espacio residencial de los pobres –el socorro a domicilio– lo que implicaba un proceso de selección de los beneficiarios y su vinculación con el voluntariado católico a través del sistema de “recomendación de pobres”, especie de validación por parte de un notable de sus verdaderas necesidades. Todo bajo la posterior supervisión de una “Comisión calificadora de pobres” que asignaba dinero en efectivo o bonos en alimentación y ropa.

Con el crecimiento de la ciudad la práctica de la visitación debió incorporar nuevos sectores de la urbe, lo que reforzó el sistema de selección y control periódico de los asistidos. Pero lo más importante para Ponce de León es que la visita domiciliaria supuso el acercamiento de los ricos a la experiencia de la miseria y, con ello, la transformación de su propia experiencia de vida: “La importancia social de la visita no estuvo en cuántos pobres se ayudaron ni en la limosna material entregada […]. Su relevancia estuvo en transformarse en una herramienta de conocimiento empírico y sociológico de la nueva familia popular urbana…”10. De esta forma, si la caridad juega una función constructora de identidad más para quienes la ejercen que para quienes la reciben, la caridad se transforma en una práctica de intervención constructora de nuevas desigualdades, limitando su acción transformadora.

Los estudios de antropología económica nos ofrecen interesantes perspectivas para analizar la caridad del siglo XIX. La donación es una forma de distribución que ayuda a construir un orden social que no responde a la lógica economicista, en el entendido de que existen relaciones sociales que operan al margen de todo principio de mercado o de búsqueda del máximo interés. Desde los estudios pioneros de Marcel Mauss, Karl Polanyi y Claude Lévi-Strauss se ha abordado la función social y cultural de la donación11. Los autores clásicos concuerdan que la donación se inserta en las determinantes sociales de las sociedades tradicionales, donde lo mágico-religioso opera, siendo el intercambio la materialización de esas relaciones. Detrás de un sistema de prestaciones aparentemente generoso existe un conjunto de obligaciones que refuerzan los vínculos sociales. Los grupos privilegiados manifiestan su superioridad a través de la donación, lo que genera una deuda y dependencia en los donatarios, la que solo podrá ser saldada a través de la contra donación. De esta forma, la donación, ya sea inserta en un sistema de intercambio desprovisto de toda connotación religiosa o en un régimen de solidaridad y redistribución que sustituye la confrontación violenta12, es lo que permite la reproducción y sobrevivencia de la comunidad.

Maurice Godelier13 abordó la noción de donación, estudiando aquello que se sustrae a la donación o prestando atención a los fundamentos económicos que la posibilita, aspectos descuidados en los escritos de Mauss y Lévi-Strauss. De acuerdo a Godelier las sociedades han garantizado su existencia a través de la práctica del intercambio y la transmisión (herencia), para lo cual la donación ayuda en lo primero y la acumulación en lo segundo. Donando o redistribuyendo, se les permite a los grupos privilegiados conservar aquello que les es precioso. De esta forma, la caridad se instala como elemento constitutivo de una economía política para el siglo XIX chileno.

En síntesis, las sociedades tradicionales han reconocido un rol importante a la donación como elemento de redistribución económica y creación de vínculos sociales, ya sea se ponga énfasis en las variables productivas o culturales. Sin embargo, a diferencia de lo que podría suponerse, no estamos en presencia de una caridad desprovista de todo cálculo, en la medida que se inserta en una dimensión valórica de carácter sistémico –cristianismo– y que genera o exige prestaciones de reciprocidad. Podríamos argumentar que la caridad pos ilustrada del Estado liberal se inserta bien en los mandamientos del sistema valórico de Adam Smith, en el entendido de que el pensador inglés creía firmemente en que la búsqueda del interés personal, ajeno a toda preocupación por la colectividad, traía como consecuencia inesperada el bienestar del mayor número de personas. El altruismo, como sentimiento de ayuda a los más necesitados, en la medida que se dirigía a los individuos merecedores del socorro, provocaba cambios transformadores en el conjunto de la sociedad. Entonces, resulta claro que si la caridad cristiana del siglo XIX se inserta plenamente en un orden liberal es porque no pretende romper con ese orden. La caridad estaba destinada a aquellos que por medio de su trabajo podían salir adelante, dejando de ser una carga para otros, aspecto que se estaba cuestionando desde la esfera del marxismo, a propósito de si el trabajo comprendía o no una justa retribución. Así, en principio, las prácticas de la caridad suponían todo un proceso de selección de los pobres, en función de tradiciones, razones económicas o eficiencia administrativa. Lo que los técnicos del discurso y aparato comunicacional llaman hoy focalización no es más ni menos que la selección que todo proceso de asistencia comporta.

La visita social, promovida por la Sociedad San Vicente de Paul a fines del siglo XIX, no solo es el elemento fundante de lo que a los ojos de Ponce de León es la construcción de una sociología de la pobreza, sino también una modalidad que hizo de la selección e intervención directa sobre los pobres su razón de ser. Lo lamentable es que esta mirada sociológica sobre los pobres no generó ningún corpus de conocimiento que fuera factible de ser archivado o que generara algún registro para ser estudiado por futuras generaciones. Faltaban algunos años para que la monografía obrera transitara de las cátedras de la Economía Social de fines del siglo XIX a la investigación en terreno de comienzos del siglo XX 14.

Un aspecto no analizado por Ponce de León es que la caridad del siglo XIX no incorporó como variable de su accionar la cuestión del mercado de trabajo. Los notables chilenos nunca reflexionaron con seriedad sobre las dificultades que ofrecía el mercado laboral en la inserción de los sujetos al proceso productivo y de paso en la satisfacción de sus necesidades. Es cierto, no tenían necesariamente las herramientas teóricas para hacerlo. De este modo, asumieron como realidad las apreciaciones de los filósofos moralistas que señalaban que las causas de la pobreza era la disposición de los sujetos a vivir de la ayuda de otros y su poca predisposición al trabajo. De ahí el edificio asistencial construido para identificar, reparar y reintroducir a mendigos y enfermos en el circuito productivo. De ahí también el interés inicial por controlar la mano de obra en el proceso productivo –a través de los reglamentos de industria– y el desinterés por regular el mercado de trabajo15.

La construcción del Estado social supuso un proceso de lenta maduración histórica, que no estuvo del todo resuelto cuando aparecieron las primeras críticas o deficiencias del modelo asistencial propuesto por la beneficencia del siglo XIX. Si los vínculos de los que habla Ponce de León, y que ayudaron a unir a ricos y pobres en una red asistencial, fueron indiscutiblemente materiales, el mandato que motivaba a los ricos a socorrer a los pobres era solamente moral, despojado, por una parte, de todo reconocimiento de derechos y ajeno, por otra, a toda constitución de obligaciones legales como queda claro del estudio de Oscar Mac-Clure ya citado. La evolución ideológica de un personaje tan importante como Juan Enrique Concha nos muestra cómo ciertos intelectuales conservadores y católicos practicantes se dieron cuenta de que la gestión de los problemas sociales no podía dejarse al arbitrio de la caridad y del mercado16.

A prueba de ensayo y error, y con arreglos políticos e institucionales que respondían a la historia de cada país se fue construyendo lentamente el entramado social que comprendió nuevos actores, nuevas demandas y nuevas respuestas, en un marco de creciente democratización de las sociedades. Los intelectuales y los profesionales de la salud y de la seguridad social jugaron el rol de hacer visibles los problemas sociales, legitimarlos discursivamente, paso clave para su discusión política e institucionalización posterior en la agenda pública. En ello jugó un papel clave la técnica del seguro y la socialización de los riesgos, que dejó de ver los problemas en la lógica de la falta o responsabilidad individual, para situarlos, por el contrario, como parte del hecho de vivir en sociedad y que debían ser enfrentados colectivamente. Un buen ejemplo de la nueva sociedad de derechos que se estaba articulando es la invención, hacia fines del siglo XIX, de la noción de cesantía y de cesante, construcción estadística que se explica por la comprensión de las reglas del mercado de trabajo –oferta y demanda, ciclos productivos, incentivos al trabajo, etc.– y como esfuerzo iluminador que busca diferenciar al pobre merecedor de ayuda porque no encuentra trabajo, de aquel que no tiene empleo porque prefiere vivir de la caridad de los demás. A partir del seguro de cesantía se reconocerá al cesante como el trabajador que está sin empleo por causas ajenas a su voluntad y que busca un trabajo para su sustento, todo ello prueba de ser parte del esfuerzo de reproducción de la sociedad y merecedor del seguro17.

Creemos que el estudio de Macarena Ponce de León debiera motivar a aquellos investigadores que quieran profundizar en las respuestas populares a la acción caritativa de los ricos, en el entramado ideológico que justificó el sistema asistencial del siglo XIX y en las redes clientelares que la elite construyó a propósito de las instituciones de beneficencia, las que se hacían visibles en las elecciones.

Notas

1. Otro estudio que aborda la génesis de las políticas sociales es aquel de Oscar Mac-Clure, En los orígenes de las políticas sociales en Chile, 1850-1879 (Santiago de Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2012), el cual es objeto de otro comentario que próximamente será publicado.

2. José Pablo Arellano, Políticas sociales y desarrollo. Chile: 1924-1984 (Santiago de Chile: Cieplan, 1986); Mideplan, Evolución de las políticas sociales en Chile. 1920-1991 (Santiago de Chile: Mideplan, 1991); Dagmar Raczynski, “Les politiques sociales. Trajectoires et défis actuels”, en Problèmes d’Amérique Latine, Spécial Chili (París: La Documentation Française, n°11,1993.

3. Macarena Ponce de León, op. cit., p.30.

4. Esto es un aspecto importante a develar considerando que en la segunda mitad del siglo XIX se avanzó en el reconocimiento de derechos políticos a un número mayor de ciudadanos, a través de sucesivas reformas políticas. La investigación de María Dolores Lorenzo sobre la beneficencia en México aborda el rol de la naciente burocracia y las redes clientelares en el fortalecimiento de un sistema asistencial, en el contexto del régimen del porfiriato y de un Estado en expansión, El Estado como benefactor. Los pobres y la asistencia pública en la ciudad de México, 1877-1905, México, Colmex, El Colegio Mexiquense, 2011). Especialmente el capítulo 3 “Intereses y usos de la beneficencia. El andamiaje político”.

5. Sobre la teoría neo-institucional en economía ver, por ejemplo, Oliver Williamson, Las instituciones económicas del capitalismo (México: FCE, 2009.

6. Es lo que algunos autores llaman la acción para-política de la acción filantrópica. Al respecto ver Janet Horne, Le Musée social. Aux origines de l’État providence (París: Belin, 2004).

7. Al respecto, ver Oscar Mac-Clure, op. cit.

8. Douglass North, Instituciones, cambio institucional y desempeño económico (México: FCE, 2006).

9. Este análisis también es pertinente para el problema de la infancia desvalida, tal como lo estudió David Home. Si la atención de los huérfanos fue durante el siglo XIX una responsabilidad fundamentalmente privada y eclesiástica, con la Guerra del Pacífico el Estado se vio obligado a intervenir con sus propios recursos y burocracia, en consideración de que los padres de esos niños y niñas habían muerto por la patria. David Home, Los huérfanos de la Guerra del Pacífico. El ‘Asilo de la Patria’, 1879-1885 (Santiago de Chile: Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2006), 18.

10. Macarena Ponce de León, op. cit., pp. 259-260.

11. Marcel Mauss, Ensayo sobre el don. Forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas (Madrid: Katz Editores, 2009); Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo (México: FCE, 2003); Claude Lévi-Strauss, “Introducción a la obra de M. Mauss” en Sociología y antropología (Madrid: Tecnos, 1971).

12. Marshall Sahlins, “L’Esprit du don”, en M. Sahlins, Âge de pierre, âge d’abondance. L’économie des sociétés primitives (Paris: Gallimard, 1978).

13. Maurice Godelier, L’Énigme du don (Paris: Fayard, 1996).

14. La primera monografía obrera en Chile parece ser aquella publicada en 1903, fruto de un concurso promovido por la cátedra de Economía Social de Juan Enrique Concha en la Universidad Católica. Guillermo Eyzaguirre y Jorge Errázuriz, Monografía de una familia obrera de Santiago (Santiago de Chile: Imprenta Barcelona, 1903).

15. Al respecto ver Juan Carlos Yáñez, “La industria cervecera y la organización del trabajo: El caso de los reglamentos de industria”, en Yáñez, Juan Carlos (coord.), Alcohol y trabajo. El alcohol y la formación de las identidades laborales en Chile. Siglo XIX y XX (Osorno: Editorial Universidad de Los Lagos, 2008), 145-173.

16. Sobre la evolución ideológica de Juan Enrique Concha, ver James Morris, Las elites, los intelectuales y el consenso (Santiago de Chile: Editorial del Pacífico, 1967).

17. Christian Topalov, Naissance du chômeur. 1880-1910 (Paris: Albin Michel, 1994).


Resenhista

Juan Carlos Yáñez Andrade – Doctor en Historia, EHESS. Profesor de la Carrera de Pedagogía en Historia y Ciencias Sociales, Universidad Viña del Mar. E-mail: [email protected]


Referências desta Resenha

LEÓN, Macarena Ponce de. Gobernar la pobreza. Prácticas de caridad y beneficencia en la ciudad de Santiago, 1830-1890. Santiago de Chile: Dibam; Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2011. Resenha de: ANDRADE, Juan Carlos Yáñez. Tiempo Histórico. Santiago, n.7, p. 137-144, 2013. Acessar publicação original [DR]

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