Mercaderes, empresarios y capitalistas (Chile, siglo XIX) | Gabriel Salazar Vergara

Mercaderes, empresarios y capitalistas es el libro más abarcador de Gabriel Salazar referido al siglo XIX chileno.

En este libro confluyen los resultados de 37 años de investigación y de estudio, cuyos productos anteriores más importantes fueron: Labradores, peones y proletarios (1985), Historia de la acumulación capitalista en Chile (2003) y Construcción de Estado en Chile (1760-1860). Democracia de los “pueblos”. Militarismo ciudadano. Golpismo oligárquico (2005).

Aunque su autor sostiene en la Introducción de esta nueva obra que se trata de la “contraparte natural” de Labradores, peones y proletarios, creo que Mercaderes, empresarios y capitalistas es más que eso.

Estamos ante una obra mayor, probablemente la más importante de Gabriel Salazar sobre nuestro siglo XIX, obra en la que se exponen la mayoría de sus tesis historiográfi cas referidas, no solo a esa centuria, sino a la historia de Chile de los últimos cinco siglos.

La enorme extensión de este libro (casi 800 páginas), la gran variedad de temas tratados y de fuentes utilizadas, su complejidad y la riqueza de las tesis que aquí se plantean hacen casi imposible reseñarlo o comentarlo acabadamente en unas cuantas páginas.

Por ello me limitaré a abordar solo algunos aspectos centrales.

Aunque se trata de una colección de estudios, algunos de los cuales habían sido publicados en versiones preliminares; otros formaron parte de la tesis doctoral del autor sobre los empresarios y peones en la transición al capitalismo industrial en Chile entre 1820 y 1885; y algunos son absolutamente nuevos, existe una clara unidad temática y un hilo conductor que a continuación procuraremos mostrar.

La tesis principal o central de su libro podría resumirse así:

La clase hegemónica en Chile ha sido siempre, a lo menos desde la “baja Colonia”, la clase “mercantil”, aquella ligada al comercio de exportación e importación, que ha impuesto su dominación sobre el conjunto de los “productores”, sean estos propietarios agrícolas, mineros o industriales, labradores, peones, artesanos o proletarios.

En la Colonia, especialmente durante el siglo XVIII y en vísperas de la Independencia nacional, esta dominación del capital mercantil –que Salazar diferencia claramente del capital productivo– encontraba su fundamento y expresión en las diferencias abismales que existían en las utilidades de ambos rubros: mientras el giro comercial obtenía utilidades que oscilaban entre un 35% a un 75% anuales, el giro productivo (especialmente agrícola) lograba apenas un 7% (o menos) de utilidades debido a su dependencia de los “mercaderes” que controlaban el comercio con otros territorios del imperio colonial español, especialmente el mercado peruano, principal cliente de los productos chilenos.

Los mercaderes –señala Gabriel Salazar– compraban “en verde” las cosechas con perjuicio para los productores y se hacían pagar en monedas de plata y oro. Pero transaban con sus homólogos peruanos en sumas y restas de sus cuentas corrientes. De este modo, la clase mercantil comenzó a concentrar y monopolizar casi todo el dinero metálico disponible en el país, logrando un inmenso poder sobre el Estado y la clase productora de mineros, campesinos y artesanos, generando escasez de dinero metálico y difi cultades en los pagos menores y la recaudación de impuestos. La atingencia monetaria golpeó especialmente a los patrones productores, quienes, al verse imposibilitados de pagar salarios en dinero efectivo, optaron por hacerlo (con gran ventaja para ellos) en ‘monedas de cuenta’ o en ‘fichas’, formas de pago que convirtieron las pulperías y minas y fundos en un implacable mecanismo de expoliación comercial sobre el trabajo asalariado.

No obstante, la plena apertura de la economía chilena al mercado mundial que trajo consigo la Independencia introdujo nuevos elementos y actores que alteraron el cuadro anterior.

El pujante capitalismo industrial británico penetró los mercados sudamericanos a través de una relación contractual con el capital comercial que se expresó en contratos de consignación con agentes –los consignees o consignadores encargados de “colocar” los productos industriales (u otros) en nuestras flamantes repúblicas. Estos consignadores británicos pagaban a los fabricantes de su país un anticipo del valor final de las ventas equivalente a 2/3 del valor real de las mercancías consignadas. Debido a las particularidades del mercado local (como, por ejemplo, la escasez de circulante provocada por la inundación manufacturera y la persistencia del proteccionismo colonial durante los primeros años de la República), los consignees terminaron por asociarse con los grandes comerciantes criollos que conocían el mercado local y contaban con extensas redes de clientes. Los consignees británicos asentados en Chile se convirtieron en nuevos consignadores (consigners) que engancharon a una red de agentes consignatarios locales, que se convirtieron, a su vez, en nuevos consignees1.

Este modus operandi del capital industrial británico actuando a través del capital mercantil asentado en Chile alcanzó su apogeo en las décadas inmediatamente posteriores a 1830, cuando los mercaderes nacionales aliados de los consignadores británicos al disponer de todo el poder del Estado durante los gobiernos “pelucones” de la primera fase del régimen portaleano pudieron imponer plenamente el modelo librecambista.

El “modelo mercantil chileno” se consolidó durante esas décadas aunque con el correr del tiempo –hacia mediados del siglo– la penetración del capital extranjero adquirió nuevas formas. En su inmensa mayoría, los consignees instalados en el país se fusionaron con la oligarquía chilena, quebraron y fueron reemplazados por las subsidiary houses dependientes de las casas matrices del hemisferio norte que de esta manera empezaron a operar directamente en Chile. Este fue –nos dice Gabriel Salazar– el anuncio de la era del capital fi nanciero.

Pero, según su tesis, tanto durante la era de los consignees como de las subsidiary houses, la alianza entre el patriciado mercantil criollo y el capital extranjero (especialmente británico) operó de la misma manera, como capital esencialmente mercantil y usurero, con políticas contrarias al productivismo de mineros, labradores y artesanos, actuando sus componentes (tanto nacionales como extranjeros) casi siempre como meros “habilitadores” de insumos de las clases productoras (a tasas usureras) y no como verdaderos empresarios capitalistas.

Dicha política, explica Salazar, arrojó pingües ganancias para el capital extranjero y la oligarquía mercantil criolla sometida a aquel, pero clausuró estratégicamente las posibilidades de un desarrollo capitalista pujante y autónomo en Chile. Las claves de nuestro subdesarrollo económico estarían contenidas en la política mercantil de estos actores sociales que, mediante su control monopólico del comercio internacional del país y el férreo dominio del aparato estatal, estuvieron en condiciones de aplicar sus políticas librecambistas y desataron una ofensiva contra los productores nacionales, especialmente el artesanado, sepultando las posibilidades de una vía nacional hacia el capitalismo industrial.

Esta fue, según Salazar, la “guerrilla de los mercaderes” contra las fraguas, panaderías, hornos y ranchos populares, una violenta política de oposición al desarrollo de la industria nacional (o popular) destinada a deshacerse de la “competencia interior”, que fue complementada con políticas impositivas (como el cobro de patentes) que lesionaron a los pequeños productores y con la sujeción política del artesanado a través de su enrolamiento en las filas de la Guardia Nacional2.

¿Por qué actuaron los mercaderes criollos de manera tan antinacional?

Aunque la respuesta es compleja, siguiendo al autor de este libro podríamos resumirla diciendo que al patriciado mercantil criollo le convenía privilegiar la acumulación mercantil y la relación con los empresarios y las casas comerciales extranjeras. Ello le ofrecía la posibilidad de acumular grandes riquezas y aseguraba el debilitamiento y sometimiento de las clases populares, especialmente sus estratos con mayor capacidad empresarial, como el artesanado, sector social en el que Gabriel Salazar ve la posibilidad histórica frustrada de la constitución de un auténtico empresariado industrial nacional.

Esta es otra de sus tesis principales.

Gabriel Salazar sostiene que el artesanado chileno constituyó una suerte de “empresariado popular” que desarrolló un abortado y sui géneris proceso de industrialización basado en técnicas muy simples, en el ingenio popular y en el uso de recursos locales, en contraposición a la tecnología “pesada” importada por los mercaderes, especialmente extranjeros. Su postulado es polémico, porque rompe radicalmente con el concepto de “industria” aceptado universalmente. Así, por ejemplo, uno de los principales historiadores económicos chilenos, el profesor Luis Ortega, de acuerdo con la tradición de la ciencia económica e historiográfi ca nacional e internacional, ha expresado en su libro Chile en ruta al capitalismo3 serias dudas acerca de la pertinencia del correcto empleo del término “industria” para designar establecimientos que el propio Salazar ha califi cado como “pequeños, rústicos, pobremente equipados y operados por grupos familiares, más que por elencos asociados por contrata” y que, por tanto, no calzarían con los parámetros defi nitorios de lo que en la actualidad se consideraría como “pequeña industria” o “microempresa”4 . Aunque Gabriel Salazar reconoce que las defi niciones acuñadas cien años más tarde no sirven para califi car como “industriales” la mayoría de dichos establecimientos, sostiene que estas actividades de trabajadores por cuenta propia entretejieron un proceso de industrialización espontáneo, popular y germinal que refl ejó un amplio movimiento social (artesanal), que fue capaz de generar –a pesar de su bajo índice de modernidad– un sorprendente volumen productivo y, de paso, levantar lo que él denomina un “proteico programa político de oscura identidad plebeya, pero de clara proyección industrialista, comunalista, proteccionista, republicana y, en consecuencia, contestataria y revolucionaria, frente al autoritario Estado mercantil y pelucón”5.

El problema es –replica Ortega– que las “supuestas ‘industrias populares’” chilenas del siglo XIX “tampoco califi caban como establecimientos industriales de acuerdo con los requerimientos de capital y tecnológicos de la época”, porque eran poco intensivas en capital, su tecnología era extremadamente rústica, por lo que difícilmente deben ser considerados como parte de un proceso de industrialización; [ya que] pertenecen claramente a la economía tradicional y constituyen formas de producción artesanal preindustrial”. Y Ortega termina su crítica señalando que “Salazar pasa gradual y sutilmente del empleo del concepto de ‘industria popular’ al de ‘talleres artesanales’ o ‘industria artesanal’ sin mayores explicaciones”6.

Es probable que estas discrepancias tengan que ver no solo con las diferencias de conceptualización –una clásica y otra profundamente heterodoxa– que subyacen en el uso de los términos “industrial”, “industriales” e “industrialización”, sino también en la proyección extra económica, esto es, social, cultural y política, que Gabriel Salazar intenta dar a su interpretación del papel y funciones del artesanado decimonónico.

Sin intentar zanjar un debate que aún permanece abierto, vale la pena dejar planteada al menos la interrogante que se desprende de esta polémica: ¿Era factible la industrialización autosostenida que parecía levantar el proyecto artesanal?

Salazar piensa que ello era posible, pero que la “vía chilena al capitalismo” fue abortada y que la “tecnología popular” fue desplazada por la tecnología importada del hemisferio norte, en buena medida por las ventajas que las herramientas y máquinas de origen industrial tenían en la producción de manufacturas metálicas de gran tamaño y sofi sticación. A lo que se habría sumado la presión de los comerciantes extranjeros para importar esas máquinas y herramientas; la contratación de los ingenieros y mecánicos extranjeros que sabían operarlas y repararlas, quienes aprovecharon su expertise para convertirse en industriales con mayor capacidad productiva y redes comerciales más extensas que los artesanos criollos; y, por último, la acción de los gobiernos liberales de la segunda mitad del siglo XIX que abrazaron el ideal de modernización europeo occidental y concedieron patentes de privilegio y exenciones tributarias a los industriales extranjeros instalados en Chile7.

El resultado de todas estas políticas fue la derrota del proyecto de industrialización popular que, hacia 1885, había muerto. Pero, su muerte no era eterna ya que –sostiene el historiador– “en historia nada muere: todo revive y se transforma”. Como en los textos bíblicos, Gabriel Salazar nos habla de la “transfi guración”, ya que, asevera, “si la historia es vida, es ésta la que se transfigura”. Recurro a sus propias palabras para explicar esta mutación:

El mismo ataque que pretendía aniquilar el proyecto económico del artesanado y la misma larga agonía que ese ataque provocó, fueron los factores que incentivaron, en la carne viva de su proyecto, su proceso de “transfiguración”. De haber sido en sus inicios un ancho movimiento microempresarial de industrialización que, a tientas pudo haber culminado en la emergencia de una burguesía y de un capitalismo industrial modernos, bajo tal ataque llegó a ser un movimiento plebeyo de resistencia económica y proyección política alternativa, que pudo y puede culminar en la lucha por establecer un régimen socialista 8.

En la época de la maduración de la “cuestión social”, la “memoria clásica” del movimiento artesanal se había, pues, “transfigurado en socialismo”.

En el proceso global –¡qué duda cabe!– venció la oligarquía mercantil, pero la suya fue una victoria a lo Pirro ya que si bien logró el control de los medios de producción internos, “peonizó” drásticamente al bajo pueblo y logró producir grandes cantidades de materias primas (trigo, harina, cobre, plata y salitre), nunca logró controlar por sí misma el comercio exterior del país, ni la masa total de plusvalía que generaban los sectores productivos. O sea, no controló lo más esencial, aquellos nichos del mercado donde la plusvalía se transforma efectivamente en capital. La plusvalía –explica Gabriel Salazar– se acumuló como capital externo, no interno. De este modo, la clase dominante chilena quedó “embotellada” en el país como mero productor de mercancías para la exportación, pero que eran exportadas por las casas comerciales extranjeras, que al mismo tiempo vendían lo que se importaba. La oligarquía chilena se enriqueció, pero no se expandió sobre los mercados externos y, por ende, comprimió el mercado interno. Las exportaciones y las importaciones no desarrollaron las fuerzas productivas nacionales sino, por el contrario, fueron elementos de su progresivo desgaste9.

Al perder gran parte de la ganancia comercial (alrededor del 70%) en benefi cio del capital extranjero, el patriciado mercantil chileno se desquitó recuperando sus pérdidas a costa de los productores nacionales, sometiéndolos a una intensa expoliación. Gabriel Salazar pasa revista detalladamente a cinco mecanismos que, combinados, formaron la base de la riqueza de la oligarquía y de la miseria de la inmensa mayoría de la población nacional. En primer lugar, las formas de habilitación mercantil que se ejercieron de manera usurera contra los productores campesinos, mineros y artesanos. En segundo lugar, los mecanismos de exacción monetaria, ejercidos también de manera usurera contra deudores, compradores, arrendatarios y consumidores en general. En tercer lugar, los mecanismos de plusvalía total que se implementaron en los centros productivos (haciendas y ofi cinas salitreras) por medio del control de sistemas de moneda local (fichas, señas y vales). En cuarto lugar, las formas de apropiación de recursos fi scales, como la privatización del cobro de ciertos impuestos. Y en quinto lugar, la “gestión política” (criolla) en favor de las compañías extranjeras de las que se obtenían variados y millonarios pagos especulativos (coimas)10.

Las consecuencias para el país de la implementación de estos mecanismos fueron nefastas: el sistema bancario y una tasa de interés regulada atrasaron su aparición por un siglo; la legislación social capaz de neutralizar el sesgo esclavizante de la plusvalía total se atrasó casi en dos siglos y se suspendió indefi nidamente la consolidación de un verdadero empresariado industrial. La modernización de la clase dirigente criolla se limitó a su modo de vida, a su identifi cación cultural con Occidente y a la formación de un Estado que excluyó a la gran masa trabajadora. La sociedad nacional no quedó integrada sino dividida por el ejercicio de la plusvalía total y el imperio de un Estado excluyente. La crisis inevitable de este tipo de Estado, el “portaleano”, se produjo en torno a una fecha altamente simbólica: el primer Centenario de la Independencia nacional y asumió la forma de la temida “cuestión social”11. El capitalismo chileno tenía los pies de barro.

El panorama no estaría completo si el autor no diera cuenta de la industrialización que, a pesar de todo lo anterior, empezó a desarrollarse en Chile en las últimas décadas del siglo XIX. Gabriel Salazar anota que hacia fi nes de esa centuria se constituyeron un conjunto de grandes empresas industriales lideradas por las compañías comerciales extranjeras, que a esas alturas estaban concentradas en el lucrativo negocio de habilitar con maquinaria y tecnología importadas a todos los sectores productivos chilenos. Aunque de esta acción surgieron grupos industriales modernos, su lógica continuó siendo esencialmente mercantil, ya que estos grupos asumieron la industrialización a su modo: habilitando de manera mercantil, sin lógica acumulativa propiamente industrial. El surgimiento de este proceso industrializador puso término defi nitivo a las tentativas de los artesanos chilenos y extranjeros avecindados en el país por desarrollar sus propios procesos de industrialización. Se impuso entonces el desarrollo industrial mercantil como un injerto lateral, sin capacidad sinérgica, sin posibilidades de que la industria se desarrolle sobre sus propias dinámicas productivas. Ello ocurrió entre otras razones, explica Salazar, porque su cuota de ganancia crece cercenando la ganancia de los productores y porque de haber dinamismo productivo este queda atascado en el cuello de botella de la habilitación, o por el incremento excesivo de los precio de los insumos, o por la escasez de moneda dura para importarlos, o por un alza desmedida de la tasa de interés, o porque los países industriales que los producen orientan sus recursos en otra dirección. La industria nacional permaneció reclusa en el mercado interno, reducido aún más por la competencia de las casas comerciales importadoras. Todo el desarrollo industrial del siglo XX y hasta nuestros días seguiría girando en torno al mismo eje estratégico, perpetuándose de esta manera el subdesarrollo y la dependencia nacionales.

Después de un largo y minucioso desmontaje de los mecanismos de la acumulación mercantil capitalista en Chile durante el siglo XIX y los primeros años del siglo XX, Gabriel Salazar cumple con creces su propósito de develar las contradicciones estructurales –especialmente económicas– del orden portaleano que lo minaron desde sus comienzos. No obstante, al culminar su libro, luego de señalar los aportes que otros historiadores han hecho en direcciones complementarias o cercanas a la suya, nos alerta acerca de la necesidad de realizar una “campaña globalizadora, tenaz y corrosiva capaz de exterminar los mitos y fantasmas que aún fl otan sobre un orden político, económico y social que, al parecer, en Chile, no quiere morir”12.

Al terminar esta exposición parcial de la contundente obra de Gabriel Salazar, no puedo sino compartir las motivaciones ciudadanas que continúan inspirando su labor historiográfica. Estoy convencido de que éste es el tipo de historia que requiere la sociedad chilena para proyectarse hacia el futuro en una perspectiva de superación de sus males y traumas endémicos.

Notas

1 Gabriel Salazar, Mercaderes, empresarios y capitalistas (Chile, siglo XIX), Santiago, Editorial Sudamericana, pp. 79-160.

2 Op. cit., pp. 211-446.

3 Luis Ortega Martínez, Chile en ruta al capitalismo. Cambio, euforia y depresión 1850-1880, Santiago, Lom Ediciones, DIBAM, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2005.

4 Ortega, op. cit., pp. 88 y 89.

5 Salazar, op. cit., p. 218.

6 Ortega, op. cit., p. 89.

7 Salazar, op. cit., pp. 593-672.

8 Op. cit., p. 390.

9 Op. cit., pp. 501-503.

10 Op. cit., p. 505.

11 Op. cit., p. 590 y 591.

12 Op. cit., p. 790.


Resenhista

Sergio Grez Toso – Universidad de Chile.


Referências desta Resenha

VERGARA, Gabriel Salazar. Mercaderes, empresarios y capitalistas (Chile, siglo XIX). Santiago: Editorial Sudamericana, 2009. Resenha de: TOSO, Sergio Grez. Cuadernos de Historia. Santiago, n.31, p. 159 -165, Septiembre, 2009. Acessar publicação original [DR]

 

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