La Arqueología y la Etnohistoria. Un Encuentro Andino – TOPIC (C-RAC)

TOPIC, John R. (Ed). La Arqueología y la Etnohistoria. Un Encuentro Andino. Lima: Instituto de Estudios Peruanos e Institute of Andean Research, 2009. 369p. Resenha de: MILLONES, Luis. Chungara – Revista de Antropología Chilena, Arica, v.43, n.2, p.323-326, dic. 2011.

John Topic nos entrega un nuevo texto guiado por la idea de presentar un retrato sobre los estudios andinos en nuestros días. En su introducción, menciona a varios autores que destaca por su capacidad de pasar por encima de las fronteras de las disciplinas comprometidas en este libro (antropología, arqueología, historia) para acercarse al objetivo de sus investigaciones. Son esas las pautas de la publicación: el estado del trabajo interdisciplinario en los estudios andinos en el primer decenio del año dos mil.

En las mismas páginas da cuenta del esfuerzo que ha tenido que desplegar hasta que la publicación llegue a nuestras manos. No lo dudamos. Convertir una reunión académica en un libro que incluya los debates grabados de los participantes es algo que pocos colegas se atreverían a hacer. No siempre el resultado refleja lo que pudo ser una controversia vivaz e interesante, con aportes que justifiquen el trabajo realizado. En este caso, el editor intenta trasmitir ese quehacer íntimo del evento, con las dificultades que menciona y las que podemos adivinar a través de experiencias parecidas.

A lo dicho se suma la ausencia del trabajo de Idilio Santillana, participante de la reunión, cuya tesis doctoral sigue esperando su turno en el editorial de su universidad, lo que decidió a Idilio a dejarnos sin su contribución, lo que lamentamos. Actuó de madrina nuestra hermanita mayor, María Rostworowski, cuya participación es siempre un lujo. El evento recordó a Craig Morris, cuya muerte en el 2006 es una pérdida notable en los estudios andinos.

Dividido en cuatro rubros, el que se dedica a Mitos y Cosmología, tiene un solo expositor, Segundo Moreno, que eligió un tema importante y complejo, el Chimborazo como ancestro. El autor nos dice al final de su artículo que carece de fuentes escritas similares a las que pueden encontrarse en las visitas de los extirpadores de idolatrías del arzobispado de Lima. Pero exprime con mucha habilidad la documentación y la tradición oral recogida en la época colonial y republicana, en las faldas del volcán. Moreno nos recuerda que el Chimborazo era una de las huacas relacionadas con los seguidores del Taki Onqoy, justamente la que se encontraba en el extremo norte de las que fueron convocadas para derribar a los dioses cristianos. Posteriormente esta visión cambia y la montaña restablece su calidad de apu (señor) exigente, al que no satisfacían los rebaños que le estaban consagrados (camélidos y posteriormente ovejas), a ellos agregaba en sus demandas el sacrificio de niños y niñas, como otros nevados a lo largo de la cordillera de los Andes. El autor nos entrega desde el folklore los relatos sobre la condición masculina del Chimborazo y los enredos de su “pareja”, Tungurahua, cerro al que se feminiza, quizás “porque su influjo climatológico es lejano”.

La Segunda Parte está dedicada a la etnicidad e identidad, y empieza con un caso paradigmático, Sechura (Departamento de Piura, al borde del Océano Pacífico) en el Norte del Perú. El conocimiento del tema está garantizado por el autor, Lorenzo Huertas, que habiendo nacido en la región, es un hurgador de documentos que ha trabajado en localidades distritales (el Perú se divide en departamentos, éstos a su vez en provincias, que están compuestas por distritos) con el apoyo de los municipios de cada jurisdicción, y es autor de un libro sobre Sechura. Esta vez prefiere viajar en el tiempo, analizando la conservación de los espacios sechuranos en manos de sus habitantes originales. Usando el nombre que se le dio en la Colonia, Huertas concluye que “San Martín de Sechura resultó en un pueblo monoétnico, de allí su uniformidad cultural y homogeneidad genética y lingüística; además tuvo una estructura política policuracal”. Si así sucedió, esto fue el resultado de diversas estrategias de sus habitantes: aun los que vivían fuera del perímetro urbano regresaban para las festividades, incluso después de muertos para ser enterrados en su cementerio. Más tarde, en el siglo XIX, se crearon “fronteras vivas”, es decir se levantaron caseríos en zonas en conflicto con hacendados u otras comunidades calificadas de invasores. Esta solidaridad con su suelo se alimentaba en un parentesco endogámico que hasta hace muy poco tiempo hacía posible descubrir a sus pobladores o descendientes por sus apellidos.

Para el mismo rubro de identidad y etnicidad, cuatro autores (Santoro, Romero, Standen y Valenzuela) eligieron el valle de Lluta, al norte de Chile como caso de estudio. Muy centrados en el viejo esquema de verticalidad, predicado por John Murra en la década del sesenta, se proponen a estudiar los cambios en la estructura económica y política en el período que va del Intermedio Tardío a la intervención del estado incaico. El espacio señalado es “una cuenca hidrográfica de más de 150 km de largo y comprende una hoya de 3.450 km2″ que ha sido objeto de interés en la bibliografía chilena desde varios años. Esta vez, los autores basan su análisis en “muestreos de superficie aleatorios y estratificados de los 29 sitios arqueológicos habitacionales y funerarios, algunos ya conocidos en inventarios regionales”. Para su estudio han clasificado el espacio en tres tipos de valles: costero, intermedio y fértil.

Su primera conclusión es que en el Intermedio Tardío “el sector del valle costero y del valle fértil fueron controlados por población de origen local”. Por el momento se desconoce el carácter de su estructura política, pero se puede decir que en el valle intermedio, el control de las tierras es compartido por poblaciones de origen altiplánico.

El tema se replantea con la irrupción del Estado incaico que se hará visible en la cerámica cuya presencia y variaciones, a decir de los autores, puede reflejar “arreglos políticos y económicos” que se constituyen “para administrar la población y los territorios de los valles”, tal sería el caso de Arica.

Buscando la colaboración del dato histórico, el artículo nos recuerda las hazañas atribuidas a Tupac Yupanqui “quien después de conquistar a los grupos altiplánicos del área circum-Titicaca, separó específicamente para los pacajes algunas tierras de cultivo de maíz… en las costas de Arica y Arequipa”. A continuación queda planteado el dilema de la articulación de la zona de los valles y costa de Arica (Lluta y Camarones) que pudo ser multiétnica, con pacajes y carangas compartiendo el control; o bien reafirmando a los pacajes como dominantes en el período incaico y a los carangas como presencia colonial.

Jorge Hidalgo se suma al tema en debate desde una perspectiva diferente, en lugar de fijar un espacio geográfico para discutir sobre su identidad, prefiere contrastar las comunidades de pescadores y agricultores que habitaron la región que María Rostworowski llamó Colesuyo (desde Camaná hasta Tarapacá).A continuación Hidalgo, basado en una copiosa documentación, trata sobre el intercambio entre estos habitantes yungas.

El punto de partida del trabajo de Hidalgo es la propuesta de Rostworowski que los habitantes del Colesuyo al carecer de un centro de poder estuvieron dominados por la gente serrana desde el período que los arqueólogos llaman Intermedio Tardío, que precedió a los Incas. Para Hidalgo, tal supremacía recién se logra en la última etapa prehispánica. Para demostrar su propuesta recurre a tres casos significativos: Ilo, Tacna y Arica. Su argumentación concluye estableciendo que Ilo era un cacicazgo de pescadores, Tacna era un escenario compartido por agricultores y pescadores y Arica (como Tacna) aun sin conclusiones definitivas, muestra una población multiétnica con territorios interdigitados.

Jorge Hidalgo utiliza la documentación que acompaña el estudio de Efraín Trelles sobre el encomendero Lucas Martínez Vegazo, cuyos tributarios pertenecían a las actuales jurisdicciones de Tarapacá, Arica, Ilo y Arequipa. A ello suma un juego comparativo entre las informaciones que proceden de las visitas de Pedro de La Gasca y de Francisco de Toledo. Como se sabe, luego del primer intento del reparto de encomiendas, bolsa de pensiones y distribución de yanaconas, el licenciado La Gasca se vio obligado, en 1548, a realizar una inspección de los repartimientos indígenas de todo el virreinato, a partir de las declaraciones de los curacas y los encomenderos de cada jurisdicción con datos específicos de población (originales y forasteros), tipo de cultivos, productos de cada región (textiles, ganados, etc.) y en especial de los tributos que proporcionaban al encomendero, e incluso antes de la Conquista a las autoridades incaicas o jefes locales. Con mucho mayor detalle dado que las circunstancias políticas eran otras, el virrey Toledo, entre 1570 y 1575, instruyó a sus funcionarios de tal forma que los propios encomenderos asegurasen la veracidad de los resultados. Esto quiere decir que los datos estadísticos obtenidos permitieron analizar desde la composición familiar hasta el nivel productivo de cada región. Además, detrás de esta propuesta demográfica y económica, estaba la necesidad de describir al imperio de los Inca como una tiranía que se redimía con la administración hispana y por supuesto, con la catequización cristiana.

El resultado está volcado en cuadros comparativos que también incluyen la información de Lucas Martínez Vegazo (1540) y que servirán de fuente para futuros estudios. Hidalgo concluye que el cacicazgo de Ilo aparece en las fuentes como una comunidad de pescadores, que además practicaba la agricultura. Al contrario, en el de Tacna no parece haber mucho contacto con la ribera marítima. Cuando aparecen quienes practican la pesca, son mitimaes que terminan siendo parte de este cacicazgo.Aun así es difícil pensar que las actividades se mantuvieron separadas. Esta división es notoria entre los aymaras, lo que contrasta con la población original. Finalmente, tenemos el caso de los caciques e indios uros en Lluta y Azapa y de los indios camanchacas con tierras de cultivo en la ciénaga de Ocurica… que se vieron obligados a vender sus tierras para satisfacer el impuesto reclamado por Toledo. En conclusión, Hidalgo propone que la ausencia de diferencias entre pescadores y agricultores, encontradas en la tradición cultural de la costa, habría tenido sus orígenes en la tradición cultural alto andina.

En su Tercera Parte el libro trata del siempre espinoso tema de las fronteras del Imperio. El primer trabajo de este rubro pertenece a Sonia Alconini que reabre el estudio de los límites con el Chaco boliviano, lo que tiene una larga historia, en especial por su relación con las tribus chiriguanas de filiación guaraní.Alconini centra su trabajo en dos zonas: Oroncota al oeste y Cuzcotuyo al este de los piedemonte del Chaco, ambas en la Cordillera Oriental de los Andes.

El artículo empieza con una provocadora cita del Inca Garcilaso de la Vega, en la que el cronista muestra el estereotipo usual que desplegaban incas y europeos con respecto a las sociedades más allá de su territorio conocido. Llega a decir: “Y no solamente comían la carne de los comarcanos que prendían, sino también la de los suyos propios cuando se morían…” También los cronistas españoles repiten sus prejuicios: “los Chiriguanas que es una nación de montaña desnudos y que comen carne humana…” a decir de Pedro Sarmiento de Gamboa. Como nos recuerda la autora, esta percepción de los “bárbaros” es común en todas las historias oficiales de los imperios que se encuentra en varios continentes. Pero si bien estas calificaciones son repetitivas, los límites físicos entre sociedades diferentes, propician opciones de investigación que suelen ser novedosas, y ayudan a comprender al propio estado expansivo, de mejor manera.

Alconini proporciona dos fórmulas fronterizas: la militar y la cultural. Al obvio despliegue de barreras y soldados de una de ellas, la otra sería el de Incanizar a las poblaciones externas (bárbaros), a través de las poblaciones que habitaban dentro de sus límites. Para ello se centra en los datos de arquitectura, prospección y distribución de cerámica incaica. A los que suma la documentación histórica, que a su juicio refleja la perspectiva incaica, en la que las tribus chiriguanas figuran como invasores, por lo que el espacio fronterizo sería una zona militarizada a partir del gobierno de Tupac Yupanqui. Esta versión no coincide con la que procede de la arqueología: el sistema de caminos, el muro en la cima de la montaña Cuzcotuyo y las colinas amuralladas adyacentes, en lo que se refiere a la arquitectura, y la distribución de la cerámica guaraní-chiriguana que también se encuentra en espacios de ocupación incaica.

Sonia Alconini concluye que la frontera debe pensarse como un espacio de interacción, no como una línea demarcatoria. Dentro de esta perspectiva pudieron existir espacios militarizados como el complejo Cuzcotuyo y también centros provinciales como Oroncota, de larga inversión de trabajo en su infraestructura. Esto nos está diciendo que al lado de la construcción de lo que sería una frontera militarizada coexistían fórmulas de jugar con los límites como espacios de interacción con los grupos étnicos locales. Esta relación era también una forma de frontera que hacía de aquellas tribus parte del Imperio.

Las contribuciones preparadas para este rubro continúan con el trabajo de Verónica I. Williams sobre la dominación incaica en el noroeste argentino (NOA). En su artículo analiza la fórmula de ocupación incaica en los espacios que comprende el valle de Calchaquí, el de Yocavil-Santa María, la quebrada de Humahuaca y en el bolsón de Andalgalá. La pregunta pendiente sigue siendo la naturaleza de esta dominación. En algunos casos, la arquitectura prueba la presencia de los especialistas imperiales para la construcción de obras de naturaleza variada, en otras ocasiones, a partir de la alfarería se puede hablar de asentamientos mixtos (incaicos y santamarianos).

Williams enfatiza la variedad de estrategias usadas por los señores del Cusco para marcar su presencia en un espacio codiciado. Un Estado en expansión necesita en primer lugar una red de caminos, que en su fase inicial pudo ser heredada de los waris, en lo que se ha llamado “primer round” del imperio. A continuación, una vez establecidos los espacios y habitantes a ser dominados, se procedía a la instalación de centros estatales a lo largo de las vías. Dichos centros, o nichos provinciales, cubrían varias urgencias, entre ellas, presencia política, áreas de intercambio económico y ceremonial, pero sobre todo tenían la función de convertir a los sorprendidos habitantes, en miembros del Tahuantinsuyu. Parte importante en este afán era la determinación de las cumbres que se convertían en santuarios incaicos, confirmados con el sacrificio de niños y jóvenes, cuyas momias cargadas de ornamentos se siguen encontrando en el sur del Imperio.

No fue tarea fácil, el territorio prehispánico del NOA fue un mosaico de etnias, muchas de ellas alojadas bajo la cómoda denominación de calchaquíes. Esta fragmentación de etnias trajo consigo que en el aspecto militar (si es que la hubo) se diera un mayor avance, mientras que en el aspecto productivo el desarrollo fue más lento y complejo. Este panorama cambió en cuanto los hijos del sol implementaron la organización social incaica.

Es interesante descubrir esta voluntad incaica de construir estos complejos habitacionales en lugares poblados y despoblados, lo que implica consideraciones geopolíticas de larga duración que ahora escapan de nuestro conocimiento. En todo caso Willliams encuentra dos patrones generales: aquellos poblados integrados por varios sectores, como podría ser un cerro con defensas, barrios residenciales y zonas públicas; un poblado al pie del cerro y conjuntos arquitectónicos dispuestos en forma aislada, vinculados a unidades domésticas, talleres artesanales y terrazas agrícolas. El otro patrón se caracteriza por centros ubicados en terrazas o mesetas altas y relativamente planas.

Para concluir Williams propone que las diferentes formas de ocupación del Estado incaico “pudieron responder a un control territorial de tipo directo o indirecto, confluyendo en los asentamientos estatales los centros de poder y de intercambio”. Aun así, es difícil saber los criterios incaicos de ocupación, que debieron variar de acuerdo a la reacción de los pobladores originales.

Culminan los trabajos en este rubro con el artículo de Ana María Lorandi, maestra de larga e importante trayectoria en las ciencias sociales argentinas. El tema de su trabajo tiene que hacer con las relaciones centro-periferia del Tahuantinsuyu, usando como ejemplo el NOA. Se interesa especialmente en la producción de bienes y servicios a favor del Estado incaico, usando como herramienta las acciones de los mitimaes o poblaciones desplazadas con ese propósito. Como en el trabajo anterior, los calchaquíes son protagonistas en este juego de intereses, su aceptación o rechazo a estos colonos forzados es el eje de las preocupaciones de Lorandi y otros especialistas.

Lorandi empieza analizando el rol de mitimaes y yanaconas en el desarrollo del Tahuantinsuyu. Estas poblaciones cuya función y estilo de vida era transformada por decisión estatal, por mucho tiempo fueron considerados como serviles, sin que se determinasen las especificidades de su accionar, lo que incluía, en algunos casos, privilegios con respecto al hatun runa. Ubicarlos en el NOA no fue fácil, Lorandi nos dice que aun bajo el gobierno español, la región fue frontera de guerra, lo que a ella le permite extrapolar la situación para épocas prehispánicas, concluyendo que “los incas controlaron más fácilmente a las jefaturas más septentrionales que a las del centro y sur de la región”.

Superada la fase guerrera, lo que se conoce en las crónicas como etapa de pacificación imperial o pax incaica, debió involucrar un cuidadoso manejo de los mitimaes. Si la distancia con sus pueblos de origen no era superior a unos días de camino, la estrategia debió ser muy diferente si los desplazados terminaban ocupando espacios a muchos kilómetros. Y por más que se guardasen sus privilegios en los pueblos de sus padres, la reubicación implicaba situaciones de adaptación para los pueblos originales y para los forzados migrantes. Concluye su trabajo con una pregunta que resume el estado actual de nuestro conocimiento sobre el tema, ¿Cuáles eran los límites de la capacidad del Estado para movilizar miles de personas a cientos o a más de mil kilómetros, sin provocar resistencias activas o pasivas, o sin provocar un agotamiento que conspirase con los objetivos políticos y económicos para los cuales se implementaban estas prácticas?”

La Cuarta Parte, en manos de Rostworowski, es una reflexión sobre la necesidad de enfatizar el carácter interdisciplinario de los estudios andinos. Temas diversos como los mitos de Huarochirí, el santuario de Pachacamac o las peregrinaciones precolombinas, etc., que corresponden a temas investigados por ella misma y que forman parte de sus obras completas, dan ejemplo a seguir en la necesaria interacción de las disciplinas. María, nuestra hermana mayor, caminó por los espacios del valle de Lurín siguiendo los pasos de las deidades de Huarochirí y de los peregrinos de Pachacamac. Su síntesis es un ejemplo de la mirada que abarca las disciplinas sociales.

Reseñado por Luis Millones – Profesor Emérito, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú.

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Pueblos Nómades en un Estado Colonial – NACUZZI et al (C-RAC)

NACUZZI, Lidia R.; LUCAIOLI, Carina P.; NESIS, Florencia S. Pueblos Nómades en un Estado Colonial. Chaco, Pampa, Patagonia, Siglo XVIII. Buenos Aires: Editorial Antropofagia, 2008. 112p. Resenha de: ZAPATA, Horacio Miguel Hernán. Chungara – Revista de Antropología Chilena, Arica, v.42 n.2, p.535-538, dic. 2010.

En 1924 iniciaba su recorrido esa obra que Marc Bloch tituló Los reyes taumaturgos, texto que invitaba a recorrer la historia de las creencias colectivas del milagro real y que instaba a adoptar una novel modalidad para elaborar y resignificar los problemas históricos al sostener que no habría conocimiento verdadero si no se tenía una escala de comparación. A través de sus páginas, este insigne historiador proponía comparar sociedades cercanas en el tiempo y en el espacio que se influían mutuamente, es decir, sociedades sujetas por su proximidad a la acción de los mismos grandes fenómenos y a la presencia de rasgos originarios comunes. Esta perspectiva de análisis trae aparejadas varias consecuencias importantes, tales como percibir las influencias mutuas que permiten avanzar más allá de una explicación estrictamente atada a los fenómenos internos de los distintos problemas, encontrar vínculos antiguos y perdurables entre las sociedades y proveer numerosas líneas posibles para nuevas investigaciones. Es evidente que la perspectiva comparada es una de las grandes promesas incumplidas de la historiografía occidental durante el siglo XX, y eso se debe, justamente, a las dificultades que implica su ejercicio, en especial en el caso de las investigaciones regionales. El libro Pueblos Nómades en un Estado Colonial. Chaco, Pampa, Patagonia, siglo XVIII, elaborado por Lidia R. Nacuzzi, Carina P. Lucaioli y Florencia S. Nesis recupera -por así decirlo- la tradición historiográfica iniciada por Bloch pero desde la clave de la etnohistoria. Él mismo explora las posibilidades de una reflexión comparativa que ponga en diálogo diversos estudios realizados en los últimos años sobre los grupos indígenas nómades que, hacia la segunda mitad del siglo XVIII, habitaban la Pampa, el norte de la Patagonia y el Chaco austral, en la región que en 1776 conformó el Virreinato del Río de la Plata, ocupada también por poblaciones sedentarias. En este último término, las autoras incluyen a aquellos grupos que lo eran siguiendo sus tradiciones ancestrales, otros que habían sido reducidos en pueblos bajo la tutela de misioneros jesuítas y los propios hispanocriollos que se establecían en ciudades y fortines.

La delimitación de estas áreas en el escenario de una macrorregión y la elección del tipo de sociedades obedecen a dos razones. En primer lugar, dar prioridad a un conjunto de temáticas que han sido objeto de las propias inquietudes y, por ende, de las trayectorias de especialización investigativa de las autoras. Los recortes temáticos y los escenarios abordados se vinculan a los propios antecedentes de las mismas, suficientemente trabajados, argumentados y documentados en libros, artículos, capítulos, ponencias y comunicaciones. En efecto, el libro da muestras de una fructífera convivencia de la reciente producción de dos jóvenes investigadoras con la reconocida trayectoria interpretativa de una experimentada académica, así como de la significación que los estudios etnohistóricos encierran para la comprensión de un mundo indígena complejo, heterogéneo, dinámico y contrastante. De la misma manera, el ejercicio de síntesis se ve beneficiado con la utilización crítica y la discusión explícita de ciertas obras publicadas en los últimos años, referidas al área rioplatense o al sur sudamericano, que han contribuido, en igual sentido que estas investigadoras, a la comprensión de algunos de los fenómenos que ocurrieron en la vida social, política, económica y simbólica de las sociedades indígenas latinoamericanas del siglo XVIII. A partir de estos esfuerzos mancomunados, se observa una obra madura, rica en aristas y que puede continuar creciendo y afianzándose a partir de nuevas preguntas y síntesis. En segundo lugar, el recorte temático obedece a la contemplación de un proceso sociohistórico común que opera como contexto de problematización: en aquella coyuntura de estructuración del nuevo Virreinato y como resultado del contacto con los europeos en la larga duración, esas poblaciones originarias nómadas habían experimentado transformaciones radicales en sus formas habituales de intercambio, movilidad, adquisición de recursos económicos y explotación de los productos naturales autóctonos. A ello se sumaban las mutaciones percibidas en sus configuraciones sociopolíticas y sus nuevas estrategias de relación con los hispanocriollos que, si bien comenzaban a andar en este momento, ratificarían su tendencia y consolidarían su carácter unas décadas más tarde.

El volumen, dividido en una introducción, ocho capítulos y un apartado con bibliografía especializada, procura discutir las ideas de la semejanza cultural entre los grupos indígenas que habitaban estas regiones hasta la llegada de los europeos y de la univocidad de las estrategias en relación con los agentes colonizadores. El libro se sumerge de lleno en estas cuestiones asumiendo uno de los principales riesgos que ello implica: la abundancia de preconceptos y de apriori. De este modo, su segundo objetivo es mucho más ambicioso: repasar algunas de acciones y las actitudes, tanto de las poblaciones originarias como de sus colonizadores, con el ánimo de compararlas y explicar de una manera diferente, pero sobre todo más compleja, diversos temas y problemas que por muy conocidos -o tal vez sólo por muy mencionados- parecen no requerir un análisis crítico. En lo que al basamento de fuentes de primera y segunda mano se refiere, no es para nada ocioso insistir aquí en que las autoras se apartan de cualquier enfoque histórico positivista que ampare una lectura con pobreza de rigor. Todos los documentos que se citan, que por cierto son muy profusos y diversos en orígenes (relatos, cartas, informes, descripciones elaborados por los funcionarios, sacerdotes y viajeros, u otro tipo de personajes), más allá de estar viciados de antemano por la intencionalidad de los mismos, son leídos y enmarcados con mucha atención y cuidado. De esta forma, la interpretación acerca de la documentación logra ir más allá del polvoriento mundo de los papeles, indefectiblemente mediado por lenguajes, formas narrativas y códigos de inteligibilidad de la sociedad hispanocriolla, para ir al encuentro de las propias voces y acciones de los indígenas en proposiciones referidas a sus prácticas y experiencias. El primer capítulo, “Algunos conceptos instrumentales para el estudio de los pueblos nómades”, como bien indica su título, ahonda en aquellos aspectos clave del marco teórico y conceptual, repasando las categorías que se han empleado y que continúan manejándose todavía hoy para describir y analizar el proceso de conocimiento de los grupos indígenas americanos nómades por la sociedad europea. Deconstruyendo los prejuicios, sentidos comunes y problemas en los cuales se incurría por la mirada etnocéntrica y evolutiva de los primeros observadores, historiadores y etnógrafos que analizaron los pueblos nómades, las autoras son conscientes que algunos de tales conceptos son útiles como instrumento de análisis. Se presentan de este modo algunas formulaciones en torno a categorías de frontera, etnogénesis, middle ground, mestizajes, tribu, cacicazgos y jefaturas, al mismo tiempo que las desbroza críticamente para poder plantear un nuevo diálogo con los registros empíricos, complejizar las múltiples estrategias sociales, políticas y económicas que se pusieron en acción y, en definitiva, modificar la idea generalizada de un contacto cultural basado sólo en la violencia entre las sociedades aborígenes y los hispanocriollos.

El segundo capítulo enseña un minucioso examen del “espacio geográfico y político” en el cual habitan los grupos analizados, detallando las características fundamentales desde el punto de vista espacial y ambiental de las áreas pampeano-patagónica y chaqueña. También se explaya en las formas de equipamiento político, administrativo y social que tienen lugar en tales territorios a partir de la instalación del sistema colonial. El mapa en esta sección permite una rápida visualización de los establecimientos españoles en dichos espacios (ciudades, fuertes y reducciones) al mismo tiempo que traza cartográficamente los resultados, avances y retrocesos territoriales efectivos de la política llevada a cabo por la Corona hispánica para poblar, dominar y evangelizar a los indígenas. En efecto, en todas estas regiones no colonizadas se ensayaron alternativamente los mismos tipos de dispositivos de control: los fuertes y las reducciones se ubicaban dentro de un proyecto más global que tenía por objetivos avanzar sobre los territorios indígenas, sentar precedentes del dominio español en determinados lugares y mediar los conflictos entre hispanocriollos y poblaciones nativas. Uno y otro asentamiento pusieron a la vista otros dos caracteres que los asemejaban en función estratégica y en su dinámica: ambos escenarios constituyeron verdaderos enclaves fronterizos antes que una efectiva presencia política del dominio colonial, mientras que la fundación y permanencia de los enclaves en el tiempo, ya fueran reducciones o fuertes, fue posible en la medida que allí se dio una confluencia de intereses de los grupos indígenas y de las autoridades coloniales implicadas. Las autoras, no obstante, son prudentes al destacar que la conformación geopolítica propia de estos espacios no colonizados y los grupos involucrados imprimieron perfiles especiales a cada uno de los movimientos hispanocriollos. Así lo demuestra, a guisa de ejemplo, el proceso de evangelización: mientras que en el Chaco la política reduccional estableció espacios de interacción más visibles y duraderos donde la existencia de centros urbanos cercanos habría posibilitado el acceso a nuevos recursos, la facilidad de entablar diálogos y canalizar ciertas necesidades a partir de una relación asidua, constante y directa con los funcionarios eclesiásticos y gubernamentales, en la zona de Pampa-Patagonia, simultáneamente, el territorio controlado por los pueblos nómades era mucho más vasto y no existía el tipo de poblamiento colonial que hubiera representado barreras políticas o geográficas que los contuviera, por lo que la política reduccional fracasó o no tuvo el éxito esperado. En este último caso, las reducciones no fueron por así decirlo la “punta de lanza” de la conquista, por lo cual españoles y criollos se valieron de los fuertes para ocupar estas fronteras. Los fuertes se volvieron rápidamente arenas donde operaron novedosos y complejos vínculos sociales, políticos, comerciales y culturales con los aborígenes de la zona.

En el tercer capítulo, “Los grupos indígenas”, las autoras presentan un recorrido por las diferentes menciones y descripciones que han realizado, desde el siglo XVIII, misioneros, funcionarios coloniales, viajeros y primeros etnógrafos sobre aquellos grupos que habitaron las regiones. De esta manera, se aprecia tanto la exagerada, aunque siempre constante, diversidad de criterios para su caracterización como las múltiples nomenclaturas que recibieron estas poblaciones, recapituladas de manera clara y precisa al final de la sección a partir de dos cuadros de síntesis. Ello permite mostrar cómo, tanto para la región pampeano-patagónica como para la chaqueña, los estudios etnográficos que se realizaron hasta la década de 1980 identificaron a numerosos conjuntos, aunque muchas veces se trató de una precisión meramente nominal, a la vez que reconocieron la biparticipación clasificatoria que señala a las mismas sociedades como nómades por un lado (como los tehuelches, abipones, tobas mocovíes) y, por el otro, a comunidades más sedentarias con prácticas agrícolas (como los mapuches, lides vuelas). Este aspecto lleva a las autoras a plantear otros dos paralelismos en las investigaciones realizadas sobre las zonas propuestas. En primer lugar que, en el devenir de los estudios etnográficos hacia los estudios históricos o etnohistóricos, en ambas regiones se pasó de la mencionada enumeración de una gran cantidad de nombres étnicos -aunque con escasas diferencias formales entre unos y otros a la hora de describir a los grupos- a evitar mencionar esas subdivisiones en trabajos más recientes que se ocupaban de aspectos económicos, políticos, ceremoniales o sociales, donde la adscripción étnica parece no pesar tanto. En segundo lugar, que en esos mismos estudios de etnografía clásica anteriores a 1980, hubo una tendencia -en principio solamente para la región patagónica, pero que luego se reproduce con fuerza en el caso chaqueño- a considerar datos que brindaban fuentes de diversos periodos y lugares como válidos para describir a las poblaciones étnicas de cualquier momento del período de contacto y de cualquier lugar de los extensos paisajes considerados.El capítulo cuarto se detiene en los territorios y los movimientos de estos grupos indígenas. Las autoras no se limitan por supuesto a mostrarnos estos movimientos, de por sí interesantes, sino a tratar de explicar sus causas, estructuras, condiciones y sus efectos sobre la economía de los mercados coloniales. Muchos lectores se sorprenderán -como quien reseña y gusta observar las dinámicas sociales cartografiadas en algún formato- del hecho de que no encontraremos mapas, planos o intentos de croquis en este capítulo que sitúen tales movimientos. Pero la exposición amena y sencilla permite bosquejar históricamente la ubicación y diferenciación de cada uno de los grupos como así también los ciclos que les permitían explotar diferentes recursos desplazándose por diversos territorios a lo largo de todo el año o reuniéndose en espacios acordados previamente para intercambiar bienes, dedicarse a ciertas actividades económicas y atender ciertas cuestiones políticas y sociales, como las alianzas o los matrimonios. Las autoras, siempre atentas a las peculiaridades de las sociedades trabajadas, discuten en su análisis algunas de las teorías comúnmente aceptadas en los trabajos de este tipo. Así, por ejemplo, las nociones acerca de que los pueblos nómades del Chaco y la Patagonia eran exclusivamente cazadores o cazadores-recolectores o viceversa y que, por ende, la actividad predominante era la caza de grandes presas (siendo la recolección una mera actividad adicional irrelevante), que sus movimientos estaban condicionados por el medio ambiente, que limitaban sus prácticas económicas a la subsistencia, que eran “salvajes por no practicar la agricultura ni formar pueblos o que no programaban sus movimientos ni su vida cotidiana”.

A su turno, el quinto capítulo considera la “adopción del ganado” y las “nuevas estrategias económicas”, repasando los contextos económicos de los grupos que recibieron o adoptaron el caballo y los debates asociados a la crítica de la noción de complejo ecuestre o “horse complex”. Aquí las autoras recuperan la noción de complementariedad para entender las relaciones económicas y enmarcan la incorporación del caballo, luego de una completa muestra de los diferentes usos y de las consecuencias (sociales, ceremoniales, políticas y económicas) que ocasionó su adopción, en un proceso histórico que involucró no sólo la anexión de otros bienes que aparecieron por el contacto con los europeos, sino también, y desde otra dirección, cambios importantes en las relaciones interétnicas, las configuraciones identitarias y las estrategias políticas, tema que será abordado en el siguiente capítulo. En efecto, el último capítulo estudia, en su primera sección, las dinámicas operadas en las formas de autoridad política que existían entre las poblaciones indígenas de Chaco, Pampa y Patagonia. A los fines de dar cuenta de la complejidad de los liderazgos y de las múltiples instancias en la que era necesaria su agencia y se daba cita su rol mediador, las autoras distinguen los diversos rasgos que tuvo la figura del cacique en cada uno de las etnias, teniendo en cuenta distintas variables, como, por ejemplo, la participación de tales personajes en la conformación de las reducciones en el área del Chaco, la existencia de cacicazgos duales en el área patagónica o su vinculaciones de diversa índole con los fuertes de la región.

La sensibilidad comprensiva de las autoras a los problemas peculiares de las regiones y de los grupos que estudian se refleja en la otra sección del capítulo seis: las interacciones étnicas. En el cuadro de relaciones interétnicas complejas, la guerra y la diplomacia conformaron algunas de las tantas siluetas significativas de esas relaciones, resultado de los roces que la mayor proximidad generaba y de la creciente competencia por los recursos. Ante dicha situación, las autoridades procedieron de diferentes formas: trataron de obtener la amistad de algunos caciques con regalos y dádivas para oponerlos a los más agresivos, aprovechando para ello las rivalidades intertribales; intentaron instaurar misiones, tarea que estuvo a cargo de religiosos y que tuvieron corta existencia; buscaron fortalecer la frontera creando una organización militar basada en un sistema de fuertes, fortines y guardias y en un cuerpo de militares permanente. Guerra, alianza y reducción, entonces, fueron tres modalidades de vinculación interétnica que los diferentes actores de la sociedad hispanocriolla estimaron debían ir de la mano en tanto dispositivos centrales y concomitantes de la estrategia de sujeción sobre la población autóctona. Pero más allá los reveses de estas políticas, las etnohistoriadoras encuentran que tanto en la reducción (como manera de sujeción pacífica), en los tratados (como acuerdos de sosiego coyuntural) e inclusive en la guerra (como punición a los excesos), los caciques fueron siempre los interlocutores buscados por los agentes coloniales ya que, a cambio de la obtención de bienes y de exigir ciertos servicios y prerrogativas, facilitaban el acceso a los grupos, el conocimiento de sus políticas, las negociaciones económicas, la devolución de cautivos y los acuerdos de paz. Por supuesto, estas condiciones dependieron tanto de las aptitudes y estrategias grupales de los pueblos no sometidos aún al control del estado colonial como de las necesidades de la población blanca, ambos resortes emplazados en ámbitos regionales y locales que le otorgaban su impronta específica.La manera magistral con que se abordan las problemáticas muestra al enfoque comparativo como una excelente herramienta para poner a prueba la comodidad y la pertinencia de muchos de los supuestos que parecían demostrados para estos grupos, para desbrozar las similitudes y diferencias de las dinámicas sociohis-tóricas que involucraron a los mismos, para producir nuevas respuestas a problemas ya planteados y nuevos interrogantes que permitieron revisar los siguientes tópicos: la identificación de grupos étnicos y sus nombres-rótulos, los prejuicios en torno al nomadismo y su verdadera dimensión (en regiones ora poco exploradas por los hispanocriollos, ora en donde se habían establecido un número considerable de reducciones), las nociones de territorialidad de los grupos, la existencia de cacicazgos duales, las pautas económicas de estos cazadores-recolectores, el rol de los caciques en las relaciones interétnicas, el papel de los bienes europeos en su economía, los procesos de especialización para responder a la demanda de los mercados coloniales y la complementariedad -principalmente en los aspectos económicos, pero también de otros tipos- entre grupos nómades y grupos sedentarios.

Sin duda, como todo intento de síntesis, éste ofrecerá en el futuro algunos caminos novedosos e hipótesis a confirmar o a rectificar que estimularán nuevas investigaciones. Pero además, redundará en una experiencia más que significativa para el lector, ya que obtendrá una imagen más nítida de cómo los pueblos aborígenes del norte de la Patagonia y la Pampa como los del Chaco austral, aun reducidos, desarrollaron una manera de vivir en esa condición que se adaptaba a sus pautas anteriores -sobre todo en cuanto a movimientos- y les permitía flexibilizar la inmovilidad que hubiera supuesto la vida en un pueblo de reducción y de cómo aquellas sociedades que no ingresaron en este tipo de situaciones y permanecieron autónomas fueron protagonistas muy activas de los contactos interétnicos, desarrollando espacios de acción y comunicación con los europeos, entrecruzando sus prácticas socioculturales e improvisando formas originales de actuar e intervenir en diversas esferas de la vida social y política, lo que los transformó en agentes no secundarios en la historia de dichas interacciones sociales. En el esfuerzo de dejar atrás viejas concepciones, de no crear nuevos mitos y de confrontar las agencias indígenas en la realidad rioplatense, Pueblos Nómades en un Estado Colonial… constituye un excelente comienzo. Y eso es ya decir mucho.

Horacio Miguel Hernán Zapata – Escuela de Historia-Centro Interdisciplinario de Estudios Sociales (CIESo), Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario, Rosario, Argentina. E-mail: [email protected]

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