Siendo continuación de un estudio anterior (A Tale of Seven Elements), encontramos en este trabajo un libro ameno y de ágil lectura. En él se reflejan no solo la genuina humildad que caracteriza al erudito, sino la curiosidad, que es el germen de la indagación filosófica.

Apto tanto para el lector diletante o desprevenido como para el estudioso experto, este texto posee múltiples niveles de complejidad que lo convierten en una lectura grata y edificante a la vez.

Se nos presenta al principio a un joven Eric Scerri, prematuramente interesado en la química y en la física, y marcado fuertemente, durante sus primeros años académicos, por la filosofía de Fritjof Capra y el panteísmo de Spinoza.

Poco después nos enteramos de cómo, en una etapa más madura, se distanció de las tendencias que predominaban en su contexto académico, sintetizando a continuación los diversos matices de su pensamiento que dieron lugar a una concepción evolutiva del desarrollo del conocimiento científico.

Llegamos así a esta historia atípica. En ella se nos presentan siete pensadores extraordinarios dejados de lado por los historiadores de la ciencia, personas cuyas ideas, a veces fragmentadas, graduales o azarosas, se hallan a “medio-camino” del cuerpo principal del conocimiento científico.

Al colocar a estos personajes en perspectiva, cabeza a cabeza con los gigantes de la versión oficial, Scerri resalta su importancia como eslabones fundamentales entre las ramas y sub-ramas evolutivas de la física y química atómicas de principios del siglo veinte.

Pero, contar la historia de cualquiera de estos actores, sin importar el lugar que ocupen, es, en cierta forma, contar la historia de toda la física atómica moderna.

Así el autor nos embarca, simultáneamente, en un recorrido que nos lleva por los pasillos laterales al salón de la fama de este campo en particular. Asistimos de esta manera al encuentro de dos miradas diferentes que apuntaban a un mismo y singular objetivo: Expandir los límites del conocimiento y comprender su naturaleza.

Como consecuencia, este análisis tiene de epicentro los artículos que Niels Bohr publicó en conjunto en 1913, quien es considerado comúnmente como el primer físico en traer el cuanto al estudio del átomo. Este año fue un momento culminante de una historia que comienza en la antigua Grecia, atraviesa la edad media con los alquimistas, entrando de lleno en la revolución química de Lavoisier, hasta llegar a Mendeleev. A partir de allí podemos vincular estos personajes con la motivación que J. J. Thomson supo explicitar muy bien: el afán por comprender la tabla periódica a través de las similitudes entre las estructuras atómicas de los diferentes elementos. Este fue uno de los mayores objetivos de la física teórica de su tiempo ocupando la mente de hombres como J. Larmor; H. Nagaoka; J. Perrin, E. Rutherford, H. Moseley, W. Heisenberg, W. Pauli, P. Ehrenfest, A. Sommerfeld, M. Born, L. de Broglie, etc.; conservando, en la actualidad, toda su vigencia.

No obstante, a pesar de este relato minucioso, hallamos en Scerri a un iconoclasta, firme en su resolución de que “mientras más se desarrolla nuestro conocimiento científico, más se desarrolla nuestra insignificancia”. Scerri se presenta aquí como un espíritu que se podría ubicar más allá del post-modernismo y que se esfuerza por situar al hombre a la vanguardia del mundo actual, intentando descontracturar la imagen antropocéntrica de la realidad, de modo semejante a lo producido por el pensamiento de Copérnico, Galileo o Darwin.

Con esto en vista, Scerri critica la tendencia contemporánea a reducir la química a la física y a favorecer el trabajo de los físicos, ignorando la simbiosis que se suscitó con aquella, en lo relativo al estudio de la estructura atómica y afines. De esta forma, muchas de las contribuciones de los autores que Scerri analiza fueron universalmente ignoradas, principalmente por la predisposición de los historiadores a otorgarle todo el crédito a los físicos, ignorando el importante papel de personajes y científicos fronterizos.

Reaccionando frente a este olvido, Scerri señala que, aunque la visión de los químicos en muchos aspectos era ingenua, en la mayoría de los casos resultaba más adecuada. Ubica así a los químicos en una posición epistemológica privilegiada. Y aunque lo hace por diversas razones, no se puede evitar la sospecha de cierta ratificación del lugar especial de la disciplina que defiende. Así, por un lado Scerri señala que, si bien ambos campos (la física y la química) lidiaban con las mismas energías y entidades, los químicos, al no verse limitados a trabajar deductivamente a partir de principios generales, tenían una mirada más amplia. Por esta razón, los modelos propuestos por los químicos eran superiores. Por otra parte, los químicos tenían la ventaja de poder adoptar un enfoque semi-empírico, en franca interacción con la información proveniente del ámbito experimental. Además, no respondían a las limitaciones que imponía la academia, gozando del grado excepcional de libertad intelectual que se derivaba del hecho de trabajar en la periferia del cauce principal de la ciencia. Por estas razones y otras más, estos outsiders, a pesar de su lugar secundario, lograron realizar contribuciones de clase mundial.

A continuación Scerri nos comenta que este prejuicio del que hablamos anteriormente está atado a una forma tradicional de mirar a la racionalidad como la panacea del método científico. En su análisis, Scerri sostiene que el enfoque de la racionalidad otorga un rol central al lenguaje y a la lógica pura, señalando que fue la tradición dominante durante mucho tiempo, y que actuó en detrimento de factores como la experimentación, la técnica, la intuición, el instinto, el azar, el trabajo especulativo y los apremios propios de los científicos. Para el autor, estos ámbitos, lejos de ser epistémicamente secundarios, son centrales.

Otra consecuencia de la omisión que esta mirada propicia, fue contemplar al proceso científico como una sucesión de saltos extraordinarios, de quiebres en los cuales los arquitectos de las sucesivas teorías toman el lugar de héroes o paladines. Del mismo modo que en una historia whig, de tinte individualista, encontramos vencedores y vencidos, personajes enfrentados en una carrera por adquirir una verdad externa, donde la tarea de lograr una mejor descripción de esta naturaleza trascendente está configurada por los egos, las personalidades, los premios y los galardones.

Contraponiéndose a esto, Scerri, discute con el primer Popper y niega la existencia de una verdad exterior a la dinámica científica misma. Para el autor, en la forma de ver el proceso científico, no hay ni arriba, ni abajo, ni correcto, ni incorrecto, ni ganadores, ni perdedores. Las enconadas y efusivas controversias, discusiones y disputas que, como Robert. K. Merton y Alan Gross señalan, responden a diversas razones y que manchan el inmaculado tapiz de la filosofía analítica, son para el autor un aspecto positivo fundamental para el desarrollo de la ciencia. En muchos casos, incluso, aparentes errores conducen al progreso de un campo o del conocimiento general. Citando a Lakatos, el autor nos dice que si todas las teorías nacen refutadas, uno debe conceder que esto implica que, en ciencia, son las teorías incorrectas las que conducen regularmente al progreso.

Por estas mismas razones, el autor, toma distancia también del primer Kuhn. Aunque destaca las virtudes de su enfoque más naturalista y el mérito del giro histórico-sociológico que propició, Scerri rechaza de plano la noción de revolución abrupta, tratando de mostrar que este concepto podría ocultar el crecimiento esencialmente biológico de la ciencia.

Es preciso aclarar que el autor cita el trabajo de filósofos como Jouni-Matti Kuukkanen, Vincenzo Politi, Daniel Garber, James A. Marcum, Stefano Gattei y Nancy Nercessian, para contrastar a este Kuhn temprano con un Kuhn tardío, más moderado. Este Kuhn posterior, que ya no propone rupturas epistémicas súbitas, ni cambios gestálticos dramáticos, acepta una continuidad entre los periodos anteriores y los posteriores a la revolución. Bajo esta mirada, los cambios de “paradigma” son más mesurados, relegando las revoluciones a meros cambios taxonómicos. Tomando en cuenta este contraste, Scerri reconoce que no existe tanta diferencia entre su postura y el pensamiento de Kuhn. Más aún, cita a Brad Way, quien sostiene que Kuhn, es sus últimos trabajos, se abocó a desarrollar una epistemología evolutiva. En esta etapa de su producción, Kuhn vio numerosas similitudes entre la evolución biológica y el cambio científico, llegando incluso a considerar la analogía evolutiva como “casi perfecta”. En todo caso Scerri considera, junto con Stephen Toulmin, que debe haber un substrato común al cambio, aunque no está dispuesto a comprometerse, como aquel, con la racionalidad crítica de este cambio.

Como resultado de lo anterior, Scerri propone, de manera independiente, comprender la ciencia de forma similar a como James Lovelock comprende el mundo: como una red interrelacionada que emula a un organismo vivo, unificado y singular; como un organismo que se enmascara en una multitud de personas que contribuyen aleatoriamente, mediante ensayo y error, al incremento gradual del conocimiento científico compartido. Y a pesar de que Scerri explícitamente renuncia a toda forma de teleología, por su forma de expresarse mediante palabras como progreso, incremento y crecimiento, no queda totalmente claro si efectivamente lo hace.

No obstante, bajo este enfoque, las ideas de los distintos actores pueden ser vistas como una especie biológica intermedia de corta duración. Algunas de éstas se perpetúan y otras simplemente se desvanecen, en una dinámica semejante a los procesos evolutivos que toman lugar en los organismos vivos. Solo las teorías aptas (experimental y explicativamente) son adoptadas eventualmente por el mundo científico.

La transformación de la ciencia procede así, desde dentro, por medio de pasos gradualmente ascendentes que se suceden casi imperceptiblemente de manera continua, como si fuera un proceso completamente natural. La ciencia al ser un producto humano está sujeta a la evolución biológica, como lo están los hombres en sus diferentes niveles, ya sea fisiológica o mentalmente.

Para demostrar esto, en su exposición Scerri desarrolla los aportes de siete científicos: John Nicholson, Anton Van den Broek, Richard Abegg, Charles Bury, John D. Main Smith, Edmund Stoner y Charles Janet.

Estos científicos, en su mayoría químicos o adeptos a la química, comparten, más allá de sus diferencias, el hecho de ser figuras marginales, históricamente relegadas, que constituyen eslabones perdidos de la física atómica. Situados en un período de transición entre la vieja física clásica y la nueva teoría cuántica, estas personas, pese a sus limitaciones, contribuyeron de manera esencial al progreso del conocimiento científico, funcionando como catalizadores que impulsaban la ciencia hacia adelante.

Para hacer el análisis que se propone, Scerri no tiene más remedio que examinar estas contribuciones desde el punto de vista individual. Sin embargo, lo hace con la convicción explícita de que la investigación científica progresa como una entidad social o como una empresa colectiva.

Muchos investigadores se han percatado anteriormente del carácter colectivo de la empresa científica. Entre ellos, tenemos a aquellos pertenecientes al “Programa Fuerte”, el programa de “Estudios Científicos”, a los representantes de la “Sociología de la Ciencia”, etc. No obstante, estudiar la ciencia como un todo no es lo mismo que estudiar los factores sociales que determinan los descubrimientos científicos. Este es el punto en donde los objetivos del autor y los de la sociología del conocimiento científico se separan. Scerri prefiere, en su tarea, mantenerse alejado de cualquier análisis de corte antropológico o sociológico. Reconociendo, a lo sumo, una cierta familiaridad con la propuesta de David Lamb y Susan M. Easton, quienes señalaron que el ámbito de descubrimiento no es el producto de un actor individual aislado, sino que forma parte de una empresa colectiva en evolución.

En este sentido la historia que Scerri relata pareciera tener cierto sesgo de “interna” o intrínseca que es difícil de pasar por alto y que se revela en el afán de contemplar el desarrollo de la ciencia como un proceso que se da desde “dentro”, ajeno a cualquier verdad externa a la ciencia misma.

Sin ir más lejos, es por esta razón que el autor se mantiene apartado de la epistemología evolutiva de Donald T. Campbell, a quien tilda de constructivista social, relegando, quizás prematuramente, los aspectos más interesantes de sus aportes al ámbito de la biología.

Para terminar diremos que el autor propone analizar no solo cómo la evolución dirige el desarrollo biológico sino también, en última instancia, la forma incluso en la cual pensamos y hacemos teorías científicas y experimentos. El presupuesto básico, por debajo de esto, es que todo el conocimiento del mundo natural está en última instancia determinado por la biología evolucionista, postulando, tal vez intrínsecamente, la existencia de una continuidad entre ambas dimensiones.

La lucha para acabar con las fuerzas tradicionales en la filosofía de la ciencia está, para el autor, lejos de terminar. Quizás éste sea uno de los principales motivos para considerar a la historia de la filosofía de la química como un campo autónomo y para sostener un enfoque radical. A pesar de esto no se debe perder de vista que la empresa científica constituye, con toda su diversidad, una unidad.


Resenhista

Juan Carlos Patoco – Universidad Nacional de Cordoba. E-mail: [email protected]


Referências desta Resenha

SCERRI, Eric. A Tale of Seven Scientists and a New Philosophy of Science. Oxford University Press, 2016. Resenha de: PATOCO, Juan Carlos. Epistemología e Historia de la Ciencia. Córdoba, v.2, n.1, p. 94-98, 2017. Acessar publicação original [DR]

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