Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science | Jimena Canales

La sabiduría de los antiguos, del barroco y del gótico fue

extirpada de nuestro repertorio de conocimientos

avanzados. Sin embargo, a medida que los filósofos y los

científicos intentan comprender el mundo reduciéndolo

a sus elementos esenciales, acaban recurriendo a

criaturas, categorías y conceptos imaginarios. La

contradicción es cada vez más difícil de ignorar.2

Jimena Canales (2020, p. 316)

Platón transcribió en diálogos los consejos de sus demonios. Siglos más tarde, Descartes, como Fausto, prefirió el soliloquio, que el diablo adora interrumpir. Laplace vislumbró una inteligencia capaz de ver el pasado y el futuro que el presente esconde. Maxwell imaginó un demiurgo que logra mantener los fluidos fuera de equilibrio térmico tras seleccionar la velocidad de sus moléculas. Desde entonces, de la astronomía a la termodinámica, de la selección natural a la bolsa de valores, del nacimiento de la cibernética a la computadora donde se escribe este texto, los demonios de la ciencia se multiplican.

Por fin la historia y filosofía de la ciencia han puesto plena atención a un tema que se mantenía en un letargo inducido. ¿A qué ritual se consagran los científicos cuando hablan de demonios? Quizá el primer tratado sistemático sobre el tema fue el libro The Demons of Science: What They Can and Cannot Tell Us About Our World de 2016. Allí, Friedel Weinert concluye que los demonios de la ciencia son experimentos mentales provocadores que ponen a prueba la coherencia del conocimiento existente. Aunque las peroratas audaces de estos seres imaginarios pueden llegar a abrir el camino a conclusiones alternativas, difícilmente resultan concluyentes, pueden ser engañosos y no aportan al acervo de conocimientos empíricos.

La aproximación al tema que hace Weinert es directa. Primero aclara (con base en la obra de Irving, 1991) la función de los experimentos mentales, luego introduce los demonios. La colección comienza con el famoso argumento de Arquitas sobre la infinitud del universo en el que llegado a los límites del espacio, el explorador podría estirar su mano.

Aunque los humanos carecen de la posibilidad física de explorar los límites del espacio, el viajero espacial de Arquitas –en tanto demonio– no sufre tales limitaciones. Lo que sigue siendo una mera posibilidad lógica para los humanos sin violar las leyes de la naturaleza –caminar sobre el agua, volar sin ayuda por el aire–, se convierte en una posibilidad física para un demonio. El viajero espacial de Arquitas debe ser un demonio. (Weinert, 2016, p. 55)

Después de mencionar los demonios de Freud, Descartes y Mendel, la discusión toma mayor calado a partir de las audaces aseveraciones de los demonios de Laplace, Maxwell y Nietzsche:

El Demonio de Laplace sostiene que el mundo es determinista, lo que parece privarnos de las flechas del tiempo y del libre albedrío. El Demonio de Maxwell muestra que la Segunda Ley de la Termodinámica es probabilística, en lugar de determinista, lo que parece cuestionar la noción de entropía como medida útil de la anisotropía del tiempo. El Demonio de Nietzsche anuncia que el universo es cíclico, condenándonos a una eterna recurrencia de acontecimientos. Los demonios son como jóvenes exaltados, pero una consideración calmada de sus afirmaciones revela puntos de vista más equilibrados con respecto a las flechas del tiempo y la mente humana. Las provocaciones de los demonios son, sin embargo, ejercicios útiles porque – como toda buena filosofía– nos obligan a detenernos y a reconsiderar nuestros supuestos filosóficos. (Weinert, 2016, p. 229)

Del libro de Weinert puede señalarse su novedad y utilidad, pues suma herramientas críticas a la literatura de los experimentos mentales. Aun así, palidece en comparación con la obra de Canales. No solo las referencias de Canales son más robustas y culturalmente enriquecidas, el tratamiento dado permite al libro escapar del trillado estante de la filosofía de la ciencia y colocarse como un tomo de la historia de la tecnología dedicado a la imaginación, un elogio al Homo imaginor. No quisiera dejar de resaltar la tensión, la palabra “tecnología” ni siquiera aparece en el libro de Weinert.

Si bien es claro que la tecnología desencanta al mundo, no es menos claro, paradójicamente, que la tecnología se desarrolla en términos de encantamiento. Situada entre los demonios de la tecnología y la tecnología de los demonios, Canales sabe que debe aclarar su postura, por ello anticipa la introducción con un prefacio literario y redondea las conclusiones de diez largos capítulos con un epílogo filosófico. Curiosamente, es en las notas donde Canales pule su diatriba contra el momento “¡eureka!” y esas otras caricaturas con las que hemos oscurecido la importancia de la imaginación en el conocimiento:

En la furia por entender la ciencia como una actividad que trasciende las artimañas de la ficción, la seducción de la poesía, las vicisitudes de la política, la imprecisión de los sentimientos y la intolerancia de la religión, la mayoría de los académicos han descuidado el estudio del papel de la imaginación en la ciencia. En los escasos casos en que se toma en consideración, se suele considerar que pertenece al “contexto de descubrimiento”, delimitado a esos oscuros (y en gran medida míticos) momentos de inspiración ocasional, en los que las mentes preparadas obtienen de repente la idea correcta, como de la nada. . . . [Así,] [l]a mayoría de los relatos de los estudios sobre ciencia y tecnología (CTS) siguen pensando en la imaginación como una actividad que precede al trabajo científico y que es más evidente en disciplinas ajenas a la ciencia, como la ciencia ficción y la literatura, desde donde se siente su impacto. Un ejemplo de esta postura lo representa el argumento de que “la innovación tecnológica suele seguir los pasos de la ciencia ficción, rezagando la imaginación de los autores por décadas”. Mi enfoque contrasta con ese planteamiento al estudiar el uso de la imaginación en la ciencia de forma concurrente con ella, no antes o fuera de ella, sino simultáneamente y dentro de ella. (Canales, 2020, pp. 325-326)

Muchos de los demonios del mundo se creían reales y ya han sido desmentidos, todos los demonios de la ciencia fueron imaginarios y, sin embargo, algunos ya han sido construidos. Gracias a este sombrío libro, el lector descubre que la mayoría de los momentos de la ciencia más divulgados tuvieron como punto de partida argumentos donde figuraban demonios. Darwin mismo redactó El origen de las especies pensando en demonios. Por su parte, Asimov (1962, p. 79) creyó que había acuñado el término “Demonio de Darwin” en analogía al demonio de Maxwell. No podía estar más errado. Como Canales muestra en detalle, el término se venía extendiendo con fluidez entre físicos y biólogos por igual, en especial, gracias al trabajo de Pittendrigh sobre “El relojero ciego”, que luego Dawkins retomaría (Canales, 2020, p. 257).

Entre condes, duques y príncipes del infierno, en Ars Goetia, el popular grimorio anónimo del siglo XVII, se clasifican 72 demonios. En Bedeviled se cuentan más de treinta. La lista la encabezan los demonios de Descartes, Laplace, Maxwell y Darwin. Siguen el demonio de la gravedad exorcizado por Einstein según Eddington (p. 106) y Einstein mismo como demonio según Ehrenfest (p. 120). Después llegan los demonios de Marie Curie (que permiten “obtener diferencias debidas a las leyes de radiación descritas estadísticamente, al igual que los demonios de Maxwell nos permiten obtener diferencias debidas a las consecuencias de los principios de Carnot”, p. 115) y el demonio mecánico de Maxwell de Compton (que mide la energía cinética de distintas moléculas, p. 121). Por otra parte, Henry Adams creyó ver al presidente Roosevelt como el demonio de Maxwell de EUA (p. 140). Grete Hermann habló del asistente del demonio de Laplace (p. 148). También están los demonios brownianos, metaestables y cibernéticos de Weiner (“organismos vivos, como el propio ‘Hombre’, pero también eran elementos no vivos, como ‘enzimas’ y otros ‘catalizadores’ químicos” p. 162). Broullin, por su parte, otorgó una linterna al demonio de Maxwell (“El demonio simplemente no ve las partículas, a menos que lo equipemos con una linterna” p. 166). También están el demonio imperfecto de Maxwell de Gabor (p. 169), el demonio cuántico-causal de Rothstein3 (“que puede ver de una manera completamente diferente y ajena a la de los humanos, pero no físicamente imposible”, p. 173) y el demonio de Bohm (“simplemente capaz de ver las variables ocultas del sistema”, p. 176). En el terreno de la computación se encuentran las series de demonios y sub-demonios de Selfridge (“En lugar de que las computadoras sigan unas reglas establecidas de antemano, los programas con demonios probarían diferentes estrategias y opciones y se ajustarían sobre la marcha, en función del éxito o el fracasso en la realización de la tarea”, p. 188); los demonios basados en microchips de Ehrenberg (“Estos dispositivos son análogos a los hipotéticos artilugios que traducen el movimiento ascendente y descendente de una partícula browniana en un movimiento puramente ascendente, que realizan el viejo truco del demonio de permitir que sólo las moléculas rápidas vayan de izquierda a derecha”, p. 199); los demonios de Charniak (“que enseñan a las computadoras a entender las historias”, p. 202); y los demonios y daemonios de UNIX (p. 239). “Bekenstein conjuró una nueva criatura llamada ‘demonio de Wheeler’. Esta criatura podía hacer desaparecer la entropía creada en un proceso termodinámico dejándola caer en un agujero negro” (p. 216). También está el demonio de Feynman (“una serie de máquinas vivas y no vivas que podían producir trabajo a partir de fluctuaciones casi aleatorias”, p. 233). Una variación distinta es el demonio de la elección de Zureck (“versión inteligente y selectiva del demonio de Maxwell”, p. 244). Según Diersh, el demonio de Maxwell existe, somos nosotros (p. 248). Para Schrödinger, la verdadera morada del demonio de Laplace es la biología (p. 250). “Monod concluyó que las ‘fibras polipeptídicas’, portadoras de información genética, ‘desempeñan el papel que Maxwell asignó a sus demonios hace cien años’” (p. 262). No todos los demonios van sueltos, Eigen concibió sus tres demonios encadenados: “El primero, el demonio de Maxwell, explicaba el sentido unidireccional disipativo de la naturaleza. El segundo, el demonio de Loschmidt, mostraba sus aspectos reversibles. El tercero, el demonio de Monod, creó los efectos aparentemente irreversibles que a menudo se atribuyen a los seres vivos” (p. 265). Por su parte, “Morton describió el ‘trabajo del gerente’ como ‘la innovación de la innovación’” (p. 274). Bourdieu escribió que “El sistema escolar actúa como el demonio de Maxwell. Mantiene el orden preexistente, es decir, la diferencia entre alumnos con cantidades desiguales de capital cultural” (p. 275). La lista sigue con el demonio de la suerte de Maurice Kendall, que actúa en el mercado financiero (p. 280). “Según Georgescu-Roegen, la acción básica que sustenta toda la actividad económica es la ‘clasificación’. Por ello, el Homo economicus podría entenderse como un demonio de Maxwell” (p. 282). Por supuesto, no podía faltar el demonio de Searle (mejor conocido como “el cuarto chino”, que busca minar el programa fuerte de IA, p. 218). Por último, Hofstadter invocó dos demonios, el demonio-S y el demonio-H, uno antropomórfico y el otro no, para mostrar las falencias del argumento de Searle (p. 225). Con todo esto, Canales logra –como en su libro anterior (Canales, 2016)– poner en realce a figuras sustanciales del pensamiento científico, que por distintas razones –nada obvias–, quedaron rezagados a un segundo plano en los recuentos usuales.

Si hay elogio en los párrafos anteriores es porque se trata de un libro bien meditado. Aun así, sus lagunas no son pocas ni poco hondas. Desde la mitad del tratado queda claro que no todos los demonios ni sus artífices reciben un tratamiento igualmente sustancioso. Algunas de las ambiciosas páginas del libro se reducen a un mero anecdotario y simplemente terminan por desviarlo de su leitmotiv. El resultado, un catálogo demasiado corto si se pretendía exhaustivo; demasiado largo, si abocado a su premisa. Aun acordando que el tratado no empiece con Arquitas como hace Weinert, o con Agrippa como podría haber sugerido Borges, ¿dónde están los demonios de Arrenhius4 y de Landsberg (1996), por mencionar únicamente a la cosmología?

En el libro de Weinert el lector no encuentra una genealogía de los demonios ni una discusión sobre lo que la presencia de estos seres pre-modernos implica en la modernidad, aspectos finamente trabajados en la obra de Canales. Lamentablemente esta última tampoco escapa a sus deudas. Canales presenta invocaciones y exorcismos, pero no disecciones. Falta una lección de anatomía que deje expuesto el interior de los demonios.

La insistencia en que la incapacidad de conocer simultáneamente la posición y el momento de las partículas en la mecánica cuántica vuelve promesa vacía al demonio de Laplace, ha robado luz a otros análisis no menos importantes. Más interesante resulta advertir que, cada vez que el demonio de Laplace ha sido puesto en la mesa de operaciones, nuevos amasijos epistémicos han sido revelados. “El famoso rompecabezas de la calculadora de Laplace está lleno de confusiones…”, se lee en una exquisita referencia clásica que Canales no incluye,

“Defiende, de hecho, poco más que la proposición de que en cualquier momento de la existencia del mundo, el futuro del mundo ‘será lo que será’. Pero lo que será no puede predecirlo, porque el mundo mismo está en el Tiempo, en perpetuo crecimiento, produciendo nuevas y frescas combinaciones” (Alexander, 1920, p. 328).

Para el filósofo australiano, el tiempo era tan real y vivo que ni dios mismo podría predecir su propio futuro. Alexander tuvo razón al denunciar, tempranamente además, que el demonio confundía determinismo y predictibilidad, que el determinismo era compatible con la impredictibilidad, y la libertad con la predictibilidad.

Por su parte, Cassirer también auscultó detenidamente a este demonio. La referencia sí se encuentra en el libro, pero Canales le dio un uso muy limitado. Cassirer encuentra que “la fórmula de Laplace es tan capaz de una interpretación científica como de una puramente metafísica, y es precisamente este doble carácter el que explica la fuerte influencia que ejerció” (Cassirer, 1954, p. 5). Ya entrado en la disección, Cassirer se pregunta cómo puede el demonio laplaciano ser susceptible de conocer un instante de todo el universo. Si lo hace de manera mediata –midiendo como nosotros humanos lo hacemos–, entonces sus mediciones portan indefectiblemente el error introducido por los aparatos. De manera que solo le resta hacerlo de manera inmediata. Pero una inteligencia así equipada, no necesita pasar por el cálculo para llegar al futuro, ya que puede acceder intuitivamente a cualquier instante de la realidad. La conclusión inevitable es que el demonio combina dos tendencias heterogéneas e incompatibles. Alexander ya había sentenciado de manera similar esta imposibilidad: “Ya sea, pues, que la mente calculadora infinita de la hipótesis es incapaz de predecir, o es supuesto por una petitio principii que puede saber más de lo que realmente sabe, y toda predicción es innecesaria” (Alexander, 1920, p. 329).

Una aporía distinta es la siguiente. No obstante que el demonio sea ciego a la flecha del tiempo, en tanto predictibilidad no se reduce a determinismo, la equiparación entre retrodicciones y predicciones debe ser asegurada y no supuesta. En otras palabras, en una vivisección se encontrará que el demonio de Laplace no es uno sino la fusión de dos seres distintos: un predictor (oráculo) y un retrodictor (dialabio5 ). Cabe señalar que desde siempre la retrodicción ha permanecido a la sombra de la predicción. Difícilmente se la encuentra en índices enciclopédicos y en dado caso es adentro de paréntesis. De cualquier forma, que la predicción a futuro es esencialmente equivalente a una sobre el pasado, no es sino un fuerte presupuesto heredado del demonio de Laplace, que debiera hacerse al menos explícito, si no exorcizar de una vez por todas.

A todas luces el libro está bien escrito y cuenta con una erudición notable, ello no lo libra de ciertos reparos literarios. Por razones de brevedad, considérese una única y pequeña línea de la página 60: “Maxwell’s demon was small, but milquetoast he was not”. El adjetivo no podría ser más provinciano. Hace referencia cerrada a una caricatura estadounidense cuya fama llevó a Webster, su autor, a la portada de la revista Time el 26 de noviembre de 1945. La nota dice que millones de estadounidenses conocen a Caspar Milquetoast tan bien como conocen a Tom Sawyer y mucho mejor que a figuras mundiales como Don Quijote, porque lo conocen casi tan bien como a sus propias debilidades. Entonces, en un vasto mundo agobiado por las referencias de unos pocos, ¿por qué insistir en más de lo mismo? Qué lejos, en todo caso, queda la directriz de Santayana para escribir con propia mente en lingua franca: “to say plausibly in English as many un-English things as possible” (Santayana, 1940/ 2009, p.7).

No son pocas las preguntas que Canales no responde y no son menos las que ni siquiera formula: ¿Dónde están los demonios de la química? ¿Las conjeturas en matemáticas juegan un lugar análogo a los demonios en la física? La literatura sobre el pasaje de Laplace es legión, ¿por qué no hay ni una sola ilustración del demonio? Ni el demonio de Descartes ni el de Laplace nacieron como demonios, fueron bautizados así más tarde, ¿hay casos de criaturas primeramente llamadas demonio que perdieron luego el apelativo? No obstante, Canales debe ser aplaudida por traer al banquete un plato tan fino como difícil de digerir. Contada desde sus demonios, la historia de la ciencia yace definitivamente más cerca del discurso de sus artífices que de sus comentadores.

Notas

2 Todas las traducciones son del autor.

3 Al parecer, Rothstein consideraba que el lenguaje de los demonios era útil porque obligaba a los físicos a alejarse de la jerga y volver a la sustancia: ‘El uso de demonios puede ser una especie de higiene semántica –dijo–, para evitar que los científicos digan tonterías sin darse cuenta’” (p. 179).

4 Así acuñado por Poincaré (1911/2002, p. 101).

5 La mitología está llena de criaturas que vaticinan el futuro. Asombrosamente parece estar vacía de estos otros monstruos que solo miran el pasado, situación por la cual me permito introducirlos: Tras penosas marchas uno puede encontrar un Dialabio, el gran retrodictor, y entonces confiarle un objeto desconocido, algún resto de algo que no es más. El Dialabio tendrá un rapto, no sabremos si intuye, rememora o calcula, pero al final escupirá la historia perdida, haya o no memoria para comprobarlo.

Referencias

ALEXANDER, S. (1920). Space, time and deity: The Gifford lectures at Glasgow, 1916-1918 (Vol. II). London: Macmillan & Company.

ASIMOV, I. (1962). Science: The modern demonology. Magazine of Fantasy and Science Fiction. (January), 73–83.

CANALES, J. (2015). The physicist & the philosopher: Einstein, Bergson, and the debate that changed our understanding of time. Princeton University Press.

CASSIRER, E. (1954). Determinism and indeterminism in modern physics; historical and systematic studies of the problem of causality. Yale University Press.

IRVINE, A. D. (1991). Thought experiments in scientific reasoning. En T. Horowitz & G. Massey (Eds.), Thought experiments in science and philosophy (pp. 149–166). Lanham: Rowman & Littlefield.

POINCARÉ, H. (2002). Le Demon d’Arrhenius. En H. Poincaré, L. Rollet (Ed.), & L. Rougier (comp.) Scientific opportunism – L’Opportunisme scientifique: an anthology (pp. 101– 4). Birkhäuser. (Obra original de 1911)

LANDSBERG. P. T. (1996). Irreversibility and time’s arrow. Dialectica, 50(4), 247–258. https://www.jstor.org/stable/42970694

SANTAYANA, G. (2009). A general confession. En The essential Santayana: Selected writings (pp. 4–22). Indiana University Press. (Obra original de 1940)

WEINERT, F. (2016). The demons of science: What they can and cannot tell us about our world. Springer.


Resenhista

Alan Heiblum Robles – Investigador independiente. E-mail: [email protected]  Orcid 0000-0003-1678-9686


Referências desta Resenha

CANALES, Jimena. Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science. Princeton University Press, 2020. Resenha de: HEIBLUM ROBLES, Alan. Epistemología e Historia de la Ciencia. Córdoba, v.5, n.2, p.105-111, 2021. Acessar publicação original [DR]

Siendo continuación de un estudio anterior (A Tale of Seven Elements), encontramos en este trabajo un libro ameno y de ágil lectura. En él se reflejan no solo la genuina humildad que caracteriza al erudito, sino la curiosidad, que es el germen de la indagación filosófica.

Apto tanto para el lector diletante o desprevenido como para el estudioso experto, este texto posee múltiples niveles de complejidad que lo convierten en una lectura grata y edificante a la vez. Leia Mais

Antropologia Brasiliana: Ciência e Educação na obra de Edgard Roquette-Pinto – LIMA (RIHGB)

LIMA, Nísia Trindade; SÁ, Dominichi Miranda de (Orgs). Antropologia Brasiliana: Ciência e Educação na obra de Edgard Roquette-Pinto.Nísia Belo Horizonte, UFMG e Rio de Janeiro, FIOCRUZ, 2008. Resenha de RIOS: José Arthur. Revista do Instituto Histórico e Geográfico Brasileiro, Rio de Janeiro, a. 171 (447) p.291-298, abr./jun. 2010.R. IHGB, Rio de Janeiro, a. 171 (447) p.291-298, abr./jun 2010.

O título do livro deriva da expressão cunhada por Edgard Roquette-Pinto, tema principal dessa coletânea de ensaios. As organizadoras, téc­nicas e professoras da Casa de Oswaldo Cruz, uma, socióloga (Nísia), outra, historiadora (Dominichi), ambas se completam na interpretação e na análise documental dos dados e informações colhidos em obras, cor­respondências e arquivos, sobre essa curiosa figura de sábio e pioneiro.

Robert Wegner assina erudito Prefácio completado por uma Apre­sentação das organizadoras que associam a trajetória intelectual de Ro­quette-Pinto à própria história da República na primeira metade do século XX e, mais que isso, à historia das ideias e do pensamento científico naquelas décadas.

Valiosa a transcrição de uma palestra de Roquette sobre “Ciência e Cientistas do Brasil”, proferida em 1939, onde nos dá, com a autoridade de protagonista, o estado da questão, uma visão panorâmica dos avan­ços e atrasos das ciências físico-naturais no Brasil da época. Duas ideias transparecem (Dominichi) nesse texto: – a influência do Positivismo e a preocupação dominante na legitimação da ciência, sobretudo de uma “ciência pura” face a uma “ciência aplicada”.

Na mesma perspectiva interpretativa, Alberto Venâncio Filho analisa a obra de Roquette-Pinto como expressão de humanismo, assinalando a importância da formação positivista, bebida desde tempos escolares, na gênese do pensamento do autor de Rondônia; bem como sua tentativa de conciliar ciência e técnica com as melhores fontes do humanismo do século XIX, sobretudo com a obra de Goethe, de declarada influência na obra de Roquette.

Central, no livro, o ensaio de Nísia Trindade Lima situando o cien­tista na sua geração, no papel renovador e contestatário que esta desem­penhou face à sociedade patriarcal e à cultura que produziu, baseada na inteligentsia bacharelesca, na aversão das elites ao trabalho manual e na retórica romântica.  Nessa perspectiva – do amplo processo de desagregação do regime escravista e da sociedade patriarcal, e a demorada extinção de suas mar­cas – as autoras situam a obra de Roquette. Seria esta mais um capítulo na busca de identidade do povo brasileiro. Escreve em momento de tran­sição social e cultural em que antigas categorias explicativas como “raça” e “mestiçagem” vão cedendo lugar a traços culturais persistentes como analfabetismo, doença e atraso. Tudo isso se prende à ascendência das camadas médias urbanas na sociedade brasileira, ansiosas por abraçar, na nova República, uma ideologia justificadora. Nesse cenário avulta o papel inspirador – e formatizador – do que João Cruz Costa chamou “po­sitivismo difuso”, de remota, mas certa raiz na doutrina de Comte.  Esse Positivismo sui generis é tema do ensaio de Luiz Otávio Fer­reira (“Ethos positivista e a institucionalização das ciências no Brazil”) onde salienta a função do arcabouço institucional então criado, institutos, centros de pesquisas e laboratórios, sem o que as ideias renovadoras dessa nova geração careceriam de uma caixa de ressonância. Como demonstra o autor, mediatizaram essas instituições as inovações intelectuais trazidas pelos cientistas, articulando sua atividade com um sistema de ensino su­perior, criando campo de prova para as primeiras reformas universitárias. Sob esse aspecto, a obra de Fernando de Azevedo, companheiro de gera­ção de Roquette-Pinto, é bastante característica dessas vocações. Nesses avanços científicos, – caruncho no tronco – brota o cientificismo, no qual capitulam os melhores espíritos – Alberto Torres, Oliveira Vianna, Eucli­des, que pagaram preço alto à pseudociência dos tempos.

Essa institucionalização se prende a amplo projeto nacional. É o grande tema de Rondônia, como evidenciam, em outro ensaio, a mãos juntas, Nísia Trindade Lima, Ricardo Ventura Santos e Carlos E. A Coim­bra Junior. A obra de Roquette resultou de um projeto caro à nova Re­pública – a expedição Rondon e a implantação das linhas telegráficas no extremo Oeste. Graças a Rondon, a ciência não se legitimava apenas pe­las elocubrações e descobertas de gabinete, mas por propiciar a extensão do Estado às regiões inóspitas, aos “sertões” do Brasil; e a incorporação das populações indígenas à proteção paternalista do Governo. O “sertão” é assim anexado à cultura urbana e o sertanejo – o homem forte, mas abandonado, de Euclides, – é agora associado à obra coletiva da criação nacional. Em Rondônia, como os autores vêm a obra mestra de Roquette, ocorre a transição da antropologia física de Broca, Bertillon e outros – a antropologia das medidas antropométricas – para uma redefinição do “primitivo” que só poderá se processar em termos culturais.

Ricardo Ventura Santos aborda o mesmo tema sob o ângulo da mes­tiçagem, objeto de acalorados, às vezes transviados, debates na sociologia e na medicina da época e que levaram Roquette, admirador de Euclides, a separar-se, nesse ponto, do cientificismo do autor dos Sertões. Na discus­são o autor exalta, com acerto, a importância da componente nacionalista que vai dominar a polêmica nos anos 20 e 30.

É justamente o momento em que o debate passa do domínio cientifico – ou cientificista – para o campo político e avulta, no cenário internacional do após Primeira Guerra, – cortado de redefinições de fronteiras e movi­mentação de povos, – o problema das migrações. É este objeto do denso, pesquisado e fundamentado ensaio de Giralda Seyferth (“Roquette-Pinto e o debate sobre raça e imigração no Brasil”). Demonstra os obstáculos ideológicos que atravancavam o caminho para uma solução racional e despreconceituosa do problema. Ditadas por uma teorização equivocada e lacunosa, surgem, no cenário brasileiro, propostas que, hoje, nos fazem rir, assinadas por figuras respeitáveis, alguns médicos, de renome.

Típica é a reação de muitos à imigração japonesa, tida como ameaça à nossa pureza racial, a ponto de merecer a denúncia de “perigo amarelo”. Assim também a repulsa à mera possibilidade de uma imigração chinesa acalentada por alguns líderes desde o tempo do Império, como substitu­ta no latifúndio cafeeiro, à escravidão africana – e até considerada nos anos 30 “repugnante”. Obedece aos mesmos preconceitos a sugestão de adoção do sistema de quotas, cópia do modelo americano. Essas ideias, como verifica a autora, resultaram em políticas, ditaram critérios restriti­vos quando não proibitivos, contra correntes imigratórias que nos teriam trazido, como algumas de fato trouxeram, progresso social, tecnologia e prosperidade. Eram todas sustentadas em nome da pureza da raça, concei­to de problemática definição.

A confusão, muitas vezes ciente e consciente, entre raça, etnia, povo e nacionalidade, sobretudo depois da Segunda Guerra Mundial e durante o Estado Novo, resultou de fato em políticas anti-imigrantistas. É o tema de Jair de Souza Ramos (“Como classificar os indesejáveis?”). O autor, no entanto, usa o termo “racialização”, “medidas racialistas”, quando na verdade está falando de racismo, tout court, agravado no período da Se­gunda Guerra, pela entrada do Brasil na luta contra o Eixo e que atingiu, por motivações diversas, os descendentes de italianos, alemães e japone­ses no Sul do Brasil, e também judeus que tentavam fugir à perseguição nazista – como fartamente documentado. Roquette-Pinto prestou-se, no caso, a interpretações nacionalistas, quando afirmou que o brasileiro não precisava de substituto – nivelando-se a outro contemporâneo que ficou célebre pela afirmação “o brasileiro é o melhor imigrante”.

A preocupação da Eugenia, generalizada na época e importada dos círculos científicos europeus e norte-americanos, constituiu tropeço no pensamento de Roquette, como demonstra Vanderlei Sebastião de Souza (“As leis da eugenia na antropologia de Roquette-Pinto”). A Eugenia an­dou muito associada às teorias racistas, tornou-se, na Alemanha nazista, instrumento e desculpa para a eliminação de “indesejáveis” – leiam-se minorias, os chamados “quistos” – termo usado no Brasil para designar as colônias alemãs no Sul – por serem, segundo os autores dessas teorias, inassimiláveis, irredutíveis ao melting pot brasileiro. Assim também fo­ram considerados os “amarelos”, os orientais de várias procedências, cuja assimilação e docilidade à miscigenação tornaram-se hoje evidentes, a olho nu, para quem transita nas ruas de São Paulo, onde se misturam gos­tosamente com os descendentes dos bandeirantes, arianos e não – arianos, caros a Oliveira Vianna.

Os últimos ensaios do livro dedicam-se à descrição do enorme papel desempenhado pelo autor de Rondônia na criação da nossa radiofonia educativa. E, paradoxalmente, na elaboração das normas de censura a esse novo meio de comunicação. Ildeu de Castro Moreira, Luisa Mas­sarani e Jaime Aranha descrevem a importância de Roquette na nossa primeira divulgação científica, enquanto Regina Horta Duarte compõe um retrato do Roquette viajante e Sheila Schwartzman realça sua contri­buição ao uso educativo do cinema.

Enriquece o livro farto material fotográfico e cartográfico e a trans­crição de textos de Roquette-Pinto, alguns inéditos. É de lamentar a falta de um índice onomástico, indispensável face à riqueza das fontes consul­tadas e citadas.  Nenhum praticante das ciências humanas está isento da contamina­ção com teorias espúrias, ranço de seu pensamento cientificismo, seja o darwinismo de seu pensamento social, o positivismo, o marxismo de pacotilha ou a psicanálise de bolso. O livro, de titulo elusivo, mas de lei­tura essencial, é indispensável para uma visão dos caminhos e descami­nhos da antropologia brasileira – ainda que não brasiliana – nas primeiras décadas do século passado; e mais, para uma compreensão dos problemas epistemológicos e metodológicos que enfrentou na transição, ou acomo­dação, entre uma ciência biológica e uma ciência da cultura. Nesse sentido, a obra de Roquette-Pinto, como nos demonstram os ensaios coligidos no livro, é paradigmática. Não se abalançaram as orga­nizadoras a uma síntese conclusiva sobre o ideário de Roquette-Pinto, seu legado às novas gerações, talvez porque a riqueza do material reunido em ensaios tão variados e a vivência do cotidiano institucional na Fiocruz – à qual Roquette esteve tão associado – lhes dificultassem a distância e a perspectiva necessárias.

Que era, afinal, a “antropologia brasiliana”, alem de um modismo?Que resta desse empreendimento, uma vez despido das aderências ideo­lógicas de seu tempo?  O livro mereceria um capitulo sobre o administrador de instituições que foi Roquette – como diretor do Museu Nacional; quando, em mo­mento crítico – a gripe espanhola, – assumiu a direção de uma enfermaria do Hospital Deodoro; ou quando esteve à frente da primeira emissora de radiodifusão do Brasil, depois mutado na Rádio MEC que, em 1937, ele doou generosamente ao Ministério da Educação e Saúde. E quando, ain­da, em 1936, dirigiu o Instituto Nacional de Cinema Educativo (INCE).

Essa intensa, importante atividade institucional é mencionada, mas não devidamente descrita e analisada para a compreensão necessária do que seria, naqueles anos, um administrador institucional do porte criativo de Roquette.

Como convivia o cientista, o humanista, com o clima autoritário, depois totalitário do Estado Novo? Como teria disciplinado a censura cinematográfica?Que censura era essa?Qual teria sido o convívio de Roquette com a Ditadura, de origem positivista e constituição salazarista, que iria formalizar-se na carta de 1937 e esterilizou, com o peso de suas burocracias, tanta iniciativa fecunda na educação e na saúde? De um a outro capítulo, delineia-se o perfil de Roquette-Pinto educa­dor. Merecia capítulo à parte. Difícil, também neste passo, compreender como o signatário do “Manifesto dos Pioneiros da Educação Nova” – com Anísio Teixeira, Fernando de Azevedo, Francisco Venâncio Filho e  tantos outros – documento de tempera liberal, veio a filiar-se ao Partido Socialista Brasileiro, no qual chegou a candidatar-se em 1954 a deputado à Câmara Federal. Que socialismo era esse?O de Proudhon ou o de Saint-Simon? Não seria certamente o de Marx.

Outro ponto que mereceria análise, nessa personalidade – de tão ri­cas e instigantes contradições – era sua religiosidade. Chegou a articular, nos idos de 1935, um curioso Credo (sic), onde parece transitar do Positi­vismo, doutrina conservadora, para um Socialismo reformista.

Não há dúvida que essas tensões eram as de sua geração, alimentada pelas ideias de Darwin, de Spencer, de Comte, e animada por um Roman­tismo fundamental. Nascidos poucos anos depois da Abolição da escra­vatura, esses pensadores cresceram nos padrões e comportamentos per­sistentes de uma sociedade patrimonialista e de uma cultura bacharelesca. Sem a prática do método científico e sem as disciplinas da Universidade esses cientistas formam-se ao acaso do encontro, da viagem, do livro ou da experiência estrangeira, ainda apegados, malgie soi, ao discurso, ao culto da palavra, ao individualismo decorativo – menos ao laboratório, ao trabalho técnico e manual à pesquisa de equipe. Admirável, tenham conseguido produzir uma ciência e uma estrutura institucional, pagan­do alto preço ao ufanismo que os levaria às aberrações nacionalistas dos anos 30, à Ditadura de 37, às restrições criminosas à imigração – enfim, até ao Racismo.

Livrou-se Roquette dessa maleita e do racismo arianista pelo concei­to problemático de uma raça brasileira – ou brasiliana – encontrada por Euclides no sertanejo, por Roquette nos nhambicuaras. Bastante cientista, no entanto, Roquette percebeu que esse brasiliano não podia ser “antes de tudo um forte” e continuasse analfabeto, verminótico, tuberculoso, en­quanto exercesse práticas agrícolas destrutivas – e que era preciso tratá-lo, dar-lhe hospital, vacina, arado. Essa a grande missão que destinava ao Estado e às elites do seu tempo. Nessas esperanças, de alguma forma, comungamos, indivíduos ou instituições. Desse idealismo, não no sentido de Oliveira Vianna, mas no comum, Roquette, como o livro assaz demonstra, foi exemplo egrégio e continua mestre e inspirador.

José Arthur Rios – Sócio emérito do Instituto Histórico e Geográfico Brasileiro.

Ciência em ação: como seguir cientistas e engenheiros sociedade afora | Bruno Latour

A recente edição em língua portuguesa do livro Ciência em ação: como seguir cientistas e engenheiros sociedade afora nos convida, a nós leitores brasileiros, à leitura de mais um trabalho de Bruno Latour. Particularmente, instiga-me saber por que, dentre tantos autores dos chamados estudos sociais da ciência, Latour tanto se destaca entre nós. Afinal este é o terceiro livro deste filósofo e professor do Centre de Sociologie de l’Innovation (CSI),1 aqui publicado.2 Muito embora, alguns haverão de retrucar, se trate de obras quase obrigatórias, uma vez presentes nas referências bibliográficas da maior parte dos trabalhos sobre as relações entre ciência, tecnologia e sociedade.

No entanto, Ciência em ação distingue-se de grande parte da produção anterior de Latour, lembrando que sua primeira edição, em língua inglesa, é de 1987 pela Havard University Press. Distingue-se por não ser um estudo denso de uma instituição de pesquisa ou de um fato científico, a exemplo dos precedentes Laboratory life (com Woolgar, 1979) e Les microbes: guerre et paix (1984). Não, aqui seguimos um Latour entretido com uma série de estudos de caso, alguns realizados por outros pesquisadores.3 Um Latour preso à tentativa de estabelecer as recorrências e as singularidades entre as situações e os contextos relatados nesses estudos, para então pensar nas problemáticas e métodos compartilhados por seus autores. Pensar, portanto, na possibilidade de um campo de pesquisa interdisciplinar dedicado às relações entre ciência, tecnologia e sociedade. Reivindicando, sobretudo, uma forma de análise não centrada no social nem só no técnico, porém capaz de respeitar a dinâmica não hierárquica e não-linear de suas imbricadas relações. Leia Mais

O espetáculo das raças: cientistas, instituições e questão racial no Brasil, 1870-1930 | Lília Mouritz Schwarcz

Raça pertence àquela classe de conceitos que muitos gostariam que fosse definitivamente abandonado devido a sua generalidade, mas que, não com pouca freqüência, retoma ao centro das discussões. Sua longevidade impressiona: questões ligadas a raça eram centrais em debates acadêmicos do século XIX (e mesmo bem antes). Os debates persistem em uma época em que a ênfase volta-se para o seqüenciamento do genoma humano, um projeto que catalisa os interesses da biologia moderna.

Obviamente, o tópico ‘raça’ não se esgota no domínio das ciências biológicas, possivelmente daí derivando sua persistência e dos significados a ele associados através dos tempos. Não é nosso objetivo aqui aprofundar certas questões, mas é preciso mencionar que raça, em sua vertente biológica, social ou mais freqüentemente no intercruzamento de ambas, tem reiteradamente influenciado ideologias de perseguição e exclusão de segmentos sociais específicos em todo o mundo. Leia Mais