Historia conceptual y crisis de la modernidad/Historia y Grafía/2015

Los ensayos reunidos en este expediente parten de una premisa elemental: los conceptos no son sólo palabras que designan al mundo y sus objetos, sino signos activos en torno a los cuales se organizan y codifican los órdenes de la experiencia. Todo concepto tiene una historia. Aparece en cierto momento y queda archivado en otro. Resurge con nuevos significados y desplaza su umbral de significación hacia ámbitos impensados. Se debilita también y demanda su actualización o su desplazamiento. Pero su eficacia social –su capacidad de fungir como un significante– no depende de su historia. Depende de las peculiaridades de su movimiento desde la esfera de la especulación y el pensamiento hacia el plano de inmanencia en el que se producen las imágenes de pensamiento que codifican los espacios de subjetivación social. De ahí que la historia de un concepto sólo encuentre sentido como una historia de la contingencia, es decir, una historia de los poderes y los regímenes discursivos en los que adquiere su específica multiplicidad. Y la parte sustantiva de esta historia consiste en el devenir del concepto; un devenir cifrado por el marco de la contingencia que habilita (y propicia) sus significados, y que reside acaso en tres momentos (los cuales nunca aparecen separados): la producción del concepto; las formas como se concatena con otros conceptos para definir un territorio de significación; y su despliegue en un plano de inmanencia, donde disemina filiaciones, identidades y solidaridades, y, al mismo tiempo, límites de diferenciación.

La historia del concepto de civilización, por ejemplo, que Norbert Elias trazó a lo largo de El proceso civilizatorio,1 es paradigmática al respecto. En su versión renacentista, el término aparece en los manuales destinados a la formación de los jóvenes. Su codificación temprana se debe a la obra de Erasmo, De civilitate morum puerilum. Hacia principios del siglo xvii se disemina como un discurso que entrecruza a los cuerpos de los miembros de la sociedad cortesana para definir una referencia entre el “buen comportamiento” y lo “vulgar”, entre el “refinamiento” y lo “salvaje”. La corte lo emplea como un instrumento de diferenciación especular y simbólico con respecto a los estratos subalternos. Se vuelve, por decirlo de alguna manera, una saga de la distinción. A fines del siglo XVII ya se emplea para caracterizar formas y tecnologías de gobierno, ámbitos poblados por los avances técnicos y la dignidad de los deudores. Y en el siglo XVIII adquiere un estatuto muy distinto. Elias sugiere que habría de ocupar un lugar equivalente al que tuvo el concepto de “evangelización” en el siglo XVI, en nombre del cual los Estados absolutistas podían legitimar guerras y conquistas.

Cabría una reflexión singular en torno a su producción. Como suele suceder en la historia de los conceptos, el impulso inicial partió de un solo individuo: Erasmo. Ese individuo era un filósofo, quien adoptó una palabra usada de múltiples maneras y le dio otra traza de significación. Gilles Deleuze sostendría que el objeto de la filosofía consiste precisamente en la “creación de conceptos”.2 Es decir, que los conceptos no se originan en el sentido común ni en los espacios múltiples de la cultura, sino en la codificación lógica, argumental y compleja. En cierta manera, podría decirse que el filósofo es quien produce conceptos. Los astrónomos del siglo XVI, que leían los cielos con el telescopio y las matemáticas, elaboraron no sólo mediciones y observaciones, sino un nuevo concepto del universo que los enfrentó durante décadas con la Iglesia. De alguna forma, se podría decir que su función fue la del astrónomo-filósofo. En el siglo XVIII, los economistas británicos (Smith, Ricardo, etc.), que elaboraron el concepto de “utilidad” como un sinónimo de la “razón”, fundaron la idea moderna de “sociedad”. De alguna manera, ejercieron un papel como economistas-filósofos. ¿En qué medida se podría afirmar que ciertos psicoanalistas del siglo XX –Freud, Lacan– acabaron cumpliendo también el papel de analistas-filósofos?

Tanto para Reinhart Koselleck como para Deleuze, lo que singulariza a un concepto en el mundo de los signos reside en la peculiaridad de que no hay concepto simple. Aparecen constituidos o compuestos por elementos, que a su vez son conceptos. En este sentido, todo concepto contiene y refiere una multiplicidad. Esta multiplicidad tiene uno de sus centros en el acuerdo en torno a los posibles desacuerdos que delimitan el perímetro y los contornos de sus múltiples significados. Una multiplicidad que no es arbitraria, sino que expresa el imaginario y las cartografías de los lugares sociales que constituyen a una sociedad. Y es acaso en el entronque de esta polisemia, inherente a la existencia de los conceptos mismos, donde es posible reflexionar en el campo, tan valorado en la visión de la historia conceptual de Koselleck, que hace posible figurar los puntos de fuga y contacto que territorializan las acciones en torno a ciertos códigos, las prácticas en relación con los enunciados, y los discursos con las formas en que se entrecruzan los cuerpos.

Si partimos del principio, tan distintivo de la Ilustración, de que una de las características de la condición del Neuzeit (modernidad) reside en que el único acuerdo posible que vincula a una sociedad en esta esfera es la posibilidad del desacuerdo, lo que resalta es que las entidades que singularizan los posibles equilibrios de esta naturaleza son los conceptos. De ahí, tal vez, que la historia conceptual resulte tan adecuada o sugerente para figurar las coordenadas y los criterios de la subjetivación social en el mundo de la modernidad.

La obra de Koselleck se centra en gran medida en el estudio de las transformaciones, desplazamientos y dislocaciones que sufrieron los conceptos del Antiguo Régimen en la era del Sättelzeit, desde mediados del siglo XVIII hasta principios del siglo xix. Categorías que se habían mantenido durante siglos –como el sintagma Historia Magistrae Vita– empezaron a debilitarse y a entrar en crisis, a mutar de significados o a ser desplazadas por otras. Pero el cambio, la ruptura o la dislocación de conceptos es un índice de transformaciones que liga a las palabras con el sentido, a los signos con los poderes y a los enunciados con el imaginario de una época. De ahí la pregunta, característica de Koselleck, por los niveles y los espacios en los que los conceptos actúan signalizando el mundo de la experiencia.

En las últimas décadas del siglo XX ocurrió también una suerte de “sismo” conceptual. Un “temblor” que provocó giros, rupturas y desplazamientos en muchos de los códigos que habían surgido en la época que estudió Koselleck. Las mutaciones surgidas, por ejemplo, en la configuración del tiempo histórico propiciaron una ruptura en el régimen de historicidad, según François Hartog, desplazaron al imaginario histórico de los grandes relatos del futuro-pasado por el del presentismo. De igual manera, el concepto de aceleración, que cifraba una forma de subjetivación del pasado en la que los lapsos de las épocas que se acercaban al presente de la modernidad se hacían cada vez más cortos, hoy parece que se refiere tan sólo al ritmo de la vida cotidiana, pero no al de la subjetividad histórica. En su lugar, Gumbrecht ha sugerido la existencia de un “lento presente”, que no logra fijar rupturas con el pasado inmediato. En lugar de las filosofías de la historia, cuya crisis se remonta a la mitad del siglo XX, se ha abierto paso un giro historiográfico, según Alfonso Mendiola, como una nueva forma de ejercer la observación de las observaciones sobre la escritura de la historia.

Los cinco ensayos compilados en este expediente examinan el estatuto de ciertos conceptos que adquirieron su legitimidad en el siglo XVIII y han entrado en crisis y mutaciones en la modernidad tardía.

En “Conceptos políticos y realidad en la época moderna”, Guiseppe Dusso sugiere que en la medida en que permanecemos atados a la óptica de los conceptos políticos modernos, la realidad de la época moderna escapa a nuestra comprensión. Hay dos maneras de aproximarse al problema de descifrar la función que ejercen los conceptos en la organización del poder y la experiencia cotidiana: la que entiende a los conceptos modernos como presupuestos necesarios del pensamiento, y la que se interroga por la consistencia de estos conceptos. Es en el marco de este cuestionamiento crítico, gesto principal del historiador conceptual, donde los conceptos modernos pierden su pretendida universalidad, se revelan como históricamente determinados y se muestran no como manifestaciones de una indiscutible racionalidad, sino como una trama de las aporías que los constituyen.

Que los conceptos modernos de individuo, igualdad individual, libertad y soberanía, no son adecuados para entender la realidad moderna, se muestra en sus aporías estructurales que revisten un carácter epocal, y que se vuelven evidentes en los procesos que han complicado el cuadro clásicamente moderno de la forma política, es decir, el Estado. La desconstitucionalización de la división de poderes, el “Estado de los partidos” dominado por mayorías ritualmente coincidentes, y, sobre todo, la inadecuación de los conceptos creados bajo la lógica del Estado-nación frente al contexto supranacional que rige la vida pública europea condensan algunas de estas aporías. El resultado hasta hoy: la incapacidad de producir estructuras auténticamente plurales.

En “La crisis de la crítica. El monopolio cultural y la agonía de la operación crítica en las democracias modernas”, William Brinkman-Clark se propone responder a la pregunta: ¿qué papel juega la operación crítica en las sociedades contemporáneas que viven en el marco de las democracias modernas? El texto retoma la historia del concepto griego krinein, tal y como es elaborado por Koselleck y Heidegger. Pero refiere la idea de la crisis a una denotación temporal: la crisis separa, desde el presente, un momento anterior e indica el advenimiento de un futuro diferente a dicho momento, sin saber si éste será “mejor” o “peor” que aquél. En el marco del hiper capitalismo del siglo XXI, la noción de crisis ha adoptado un giro marcado por una crisis del futuro. La capacidad del capital de desplazar sus propios límites ad infinitum situó al concepto frente a un umbral distópico. Crisis significa, hoy, inquietud, conflicto o revolución, en cuyos desenlaces sólo esperamos que las cosas no resulten peor.

La operación de la crítica consiste en discernir y separar. Pero no para aislar, sino para confrontar lo que debe ser separado. El texto retoma la problemática de Adorno para preguntarse por la operación de la crítica desde la perspectiva de las condiciones que le impone el lugar social –el monopolio cultural– desde donde se realiza, es decir, la imposibilidad de crear un afuera a ese monopolio. El problema consiste entonces en preguntarse en qué medida no vivimos hoy una crisis de la crítica.

En “De la contracción a la dilatación del tiempo: tiempos menguantes y crecientes”, Faustino Oncina Coves se propone mostrar que la historia conceptual no se reduce a la historia de los conceptos, y que incluso en sus etapas más tempranas albergó una ambición teórica. Esa ambición se movió a lo largo de la cuestión del tiempo, tributaria de las exploraciones de Heidegger sobre estructuras profundas de la temporalidad. En este texto ofrece, en primer lugar, una escueta meditación acerca de los presupuestos de las reflexiones de Koselleck sobre los tiempos históricos; y en segundo, esboza la potencialidad de la historia conceptual para hacer ingresar en el análisis la perspectiva temporal a los procesos que identifican a la modernización. El propósito es dar pasos hacia una teoría de la modernidad.

Gaetano Rameta explora en “‘Estratificaciones temporales’. Un intento de comparación entre Althusser y Koselleck” una comparación absolutamente lúcida de dos propuestas por completo diferentes de formular una concepción estratificada de la historia y de los procesos sociales, que las colocan en una posición excéntrica con respecto a dos de las tradiciones más relevantes de la modernidad: el marxismo en el caso de Althusser y la Ilustración en el de Koselleck.

En “Historicidad y atemporalidad en la investigación sobre historia conceptual”, Ernst Müller subraya que las investigaciones sobre historia conceptual son algo más que un “momento esencial del historicismo”. En la medida en que la experiencia adquiere un índice temporal, así como también el lenguaje que posibilita esa experiencia, es que se pueden pensar rupturas históricas, umbrales de épocas y cambios paradigmáticos. Sin embargo, esta imagen cambia a la luz de los grandes proyectos de investigación histórico-conceptual. En el andamiaje de sus teorías se ocultan en realidad figuras de pensamiento de fuerte filiación normativa, que en el fondo terminan siendo ahistóricas. En este sentido, la historia conceptual se presenta con frecuencia como un simple medio para enfocar finalidades sistemáticas, diseñando más bien una política conceptual y una legitimidad teórica a través del objeto histórico.


Notas

1 Norbert Elias, El proceso civilizatorio, México, Fondo de Cultura Económica, 2008.

2 Gilles Deluze, ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 2011.


Organizador

Ilán Semo – Universidad Iberoamericana-Departamento de Historia, México.


Referências desta apresentação

SEMO, Ilán. Preliminares. Historia y Grafía, n.44, p.9-15, 2015. Acessar publicação original [DR/JF]

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