Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science | Jimena Canales

La sabiduría de los antiguos, del barroco y del gótico fue

extirpada de nuestro repertorio de conocimientos

avanzados. Sin embargo, a medida que los filósofos y los

científicos intentan comprender el mundo reduciéndolo

a sus elementos esenciales, acaban recurriendo a

criaturas, categorías y conceptos imaginarios. La

contradicción es cada vez más difícil de ignorar.2

Jimena Canales (2020, p. 316)

Platón transcribió en diálogos los consejos de sus demonios. Siglos más tarde, Descartes, como Fausto, prefirió el soliloquio, que el diablo adora interrumpir. Laplace vislumbró una inteligencia capaz de ver el pasado y el futuro que el presente esconde. Maxwell imaginó un demiurgo que logra mantener los fluidos fuera de equilibrio térmico tras seleccionar la velocidad de sus moléculas. Desde entonces, de la astronomía a la termodinámica, de la selección natural a la bolsa de valores, del nacimiento de la cibernética a la computadora donde se escribe este texto, los demonios de la ciencia se multiplican.

Por fin la historia y filosofía de la ciencia han puesto plena atención a un tema que se mantenía en un letargo inducido. ¿A qué ritual se consagran los científicos cuando hablan de demonios? Quizá el primer tratado sistemático sobre el tema fue el libro The Demons of Science: What They Can and Cannot Tell Us About Our World de 2016. Allí, Friedel Weinert concluye que los demonios de la ciencia son experimentos mentales provocadores que ponen a prueba la coherencia del conocimiento existente. Aunque las peroratas audaces de estos seres imaginarios pueden llegar a abrir el camino a conclusiones alternativas, difícilmente resultan concluyentes, pueden ser engañosos y no aportan al acervo de conocimientos empíricos.

La aproximación al tema que hace Weinert es directa. Primero aclara (con base en la obra de Irving, 1991) la función de los experimentos mentales, luego introduce los demonios. La colección comienza con el famoso argumento de Arquitas sobre la infinitud del universo en el que llegado a los límites del espacio, el explorador podría estirar su mano.

Aunque los humanos carecen de la posibilidad física de explorar los límites del espacio, el viajero espacial de Arquitas –en tanto demonio– no sufre tales limitaciones. Lo que sigue siendo una mera posibilidad lógica para los humanos sin violar las leyes de la naturaleza –caminar sobre el agua, volar sin ayuda por el aire–, se convierte en una posibilidad física para un demonio. El viajero espacial de Arquitas debe ser un demonio. (Weinert, 2016, p. 55)

Después de mencionar los demonios de Freud, Descartes y Mendel, la discusión toma mayor calado a partir de las audaces aseveraciones de los demonios de Laplace, Maxwell y Nietzsche:

El Demonio de Laplace sostiene que el mundo es determinista, lo que parece privarnos de las flechas del tiempo y del libre albedrío. El Demonio de Maxwell muestra que la Segunda Ley de la Termodinámica es probabilística, en lugar de determinista, lo que parece cuestionar la noción de entropía como medida útil de la anisotropía del tiempo. El Demonio de Nietzsche anuncia que el universo es cíclico, condenándonos a una eterna recurrencia de acontecimientos. Los demonios son como jóvenes exaltados, pero una consideración calmada de sus afirmaciones revela puntos de vista más equilibrados con respecto a las flechas del tiempo y la mente humana. Las provocaciones de los demonios son, sin embargo, ejercicios útiles porque – como toda buena filosofía– nos obligan a detenernos y a reconsiderar nuestros supuestos filosóficos. (Weinert, 2016, p. 229)

Del libro de Weinert puede señalarse su novedad y utilidad, pues suma herramientas críticas a la literatura de los experimentos mentales. Aun así, palidece en comparación con la obra de Canales. No solo las referencias de Canales son más robustas y culturalmente enriquecidas, el tratamiento dado permite al libro escapar del trillado estante de la filosofía de la ciencia y colocarse como un tomo de la historia de la tecnología dedicado a la imaginación, un elogio al Homo imaginor. No quisiera dejar de resaltar la tensión, la palabra “tecnología” ni siquiera aparece en el libro de Weinert.

Si bien es claro que la tecnología desencanta al mundo, no es menos claro, paradójicamente, que la tecnología se desarrolla en términos de encantamiento. Situada entre los demonios de la tecnología y la tecnología de los demonios, Canales sabe que debe aclarar su postura, por ello anticipa la introducción con un prefacio literario y redondea las conclusiones de diez largos capítulos con un epílogo filosófico. Curiosamente, es en las notas donde Canales pule su diatriba contra el momento “¡eureka!” y esas otras caricaturas con las que hemos oscurecido la importancia de la imaginación en el conocimiento:

En la furia por entender la ciencia como una actividad que trasciende las artimañas de la ficción, la seducción de la poesía, las vicisitudes de la política, la imprecisión de los sentimientos y la intolerancia de la religión, la mayoría de los académicos han descuidado el estudio del papel de la imaginación en la ciencia. En los escasos casos en que se toma en consideración, se suele considerar que pertenece al “contexto de descubrimiento”, delimitado a esos oscuros (y en gran medida míticos) momentos de inspiración ocasional, en los que las mentes preparadas obtienen de repente la idea correcta, como de la nada. . . . [Así,] [l]a mayoría de los relatos de los estudios sobre ciencia y tecnología (CTS) siguen pensando en la imaginación como una actividad que precede al trabajo científico y que es más evidente en disciplinas ajenas a la ciencia, como la ciencia ficción y la literatura, desde donde se siente su impacto. Un ejemplo de esta postura lo representa el argumento de que “la innovación tecnológica suele seguir los pasos de la ciencia ficción, rezagando la imaginación de los autores por décadas”. Mi enfoque contrasta con ese planteamiento al estudiar el uso de la imaginación en la ciencia de forma concurrente con ella, no antes o fuera de ella, sino simultáneamente y dentro de ella. (Canales, 2020, pp. 325-326)

Muchos de los demonios del mundo se creían reales y ya han sido desmentidos, todos los demonios de la ciencia fueron imaginarios y, sin embargo, algunos ya han sido construidos. Gracias a este sombrío libro, el lector descubre que la mayoría de los momentos de la ciencia más divulgados tuvieron como punto de partida argumentos donde figuraban demonios. Darwin mismo redactó El origen de las especies pensando en demonios. Por su parte, Asimov (1962, p. 79) creyó que había acuñado el término “Demonio de Darwin” en analogía al demonio de Maxwell. No podía estar más errado. Como Canales muestra en detalle, el término se venía extendiendo con fluidez entre físicos y biólogos por igual, en especial, gracias al trabajo de Pittendrigh sobre “El relojero ciego”, que luego Dawkins retomaría (Canales, 2020, p. 257).

Entre condes, duques y príncipes del infierno, en Ars Goetia, el popular grimorio anónimo del siglo XVII, se clasifican 72 demonios. En Bedeviled se cuentan más de treinta. La lista la encabezan los demonios de Descartes, Laplace, Maxwell y Darwin. Siguen el demonio de la gravedad exorcizado por Einstein según Eddington (p. 106) y Einstein mismo como demonio según Ehrenfest (p. 120). Después llegan los demonios de Marie Curie (que permiten “obtener diferencias debidas a las leyes de radiación descritas estadísticamente, al igual que los demonios de Maxwell nos permiten obtener diferencias debidas a las consecuencias de los principios de Carnot”, p. 115) y el demonio mecánico de Maxwell de Compton (que mide la energía cinética de distintas moléculas, p. 121). Por otra parte, Henry Adams creyó ver al presidente Roosevelt como el demonio de Maxwell de EUA (p. 140). Grete Hermann habló del asistente del demonio de Laplace (p. 148). También están los demonios brownianos, metaestables y cibernéticos de Weiner (“organismos vivos, como el propio ‘Hombre’, pero también eran elementos no vivos, como ‘enzimas’ y otros ‘catalizadores’ químicos” p. 162). Broullin, por su parte, otorgó una linterna al demonio de Maxwell (“El demonio simplemente no ve las partículas, a menos que lo equipemos con una linterna” p. 166). También están el demonio imperfecto de Maxwell de Gabor (p. 169), el demonio cuántico-causal de Rothstein3 (“que puede ver de una manera completamente diferente y ajena a la de los humanos, pero no físicamente imposible”, p. 173) y el demonio de Bohm (“simplemente capaz de ver las variables ocultas del sistema”, p. 176). En el terreno de la computación se encuentran las series de demonios y sub-demonios de Selfridge (“En lugar de que las computadoras sigan unas reglas establecidas de antemano, los programas con demonios probarían diferentes estrategias y opciones y se ajustarían sobre la marcha, en función del éxito o el fracasso en la realización de la tarea”, p. 188); los demonios basados en microchips de Ehrenberg (“Estos dispositivos son análogos a los hipotéticos artilugios que traducen el movimiento ascendente y descendente de una partícula browniana en un movimiento puramente ascendente, que realizan el viejo truco del demonio de permitir que sólo las moléculas rápidas vayan de izquierda a derecha”, p. 199); los demonios de Charniak (“que enseñan a las computadoras a entender las historias”, p. 202); y los demonios y daemonios de UNIX (p. 239). “Bekenstein conjuró una nueva criatura llamada ‘demonio de Wheeler’. Esta criatura podía hacer desaparecer la entropía creada en un proceso termodinámico dejándola caer en un agujero negro” (p. 216). También está el demonio de Feynman (“una serie de máquinas vivas y no vivas que podían producir trabajo a partir de fluctuaciones casi aleatorias”, p. 233). Una variación distinta es el demonio de la elección de Zureck (“versión inteligente y selectiva del demonio de Maxwell”, p. 244). Según Diersh, el demonio de Maxwell existe, somos nosotros (p. 248). Para Schrödinger, la verdadera morada del demonio de Laplace es la biología (p. 250). “Monod concluyó que las ‘fibras polipeptídicas’, portadoras de información genética, ‘desempeñan el papel que Maxwell asignó a sus demonios hace cien años’” (p. 262). No todos los demonios van sueltos, Eigen concibió sus tres demonios encadenados: “El primero, el demonio de Maxwell, explicaba el sentido unidireccional disipativo de la naturaleza. El segundo, el demonio de Loschmidt, mostraba sus aspectos reversibles. El tercero, el demonio de Monod, creó los efectos aparentemente irreversibles que a menudo se atribuyen a los seres vivos” (p. 265). Por su parte, “Morton describió el ‘trabajo del gerente’ como ‘la innovación de la innovación’” (p. 274). Bourdieu escribió que “El sistema escolar actúa como el demonio de Maxwell. Mantiene el orden preexistente, es decir, la diferencia entre alumnos con cantidades desiguales de capital cultural” (p. 275). La lista sigue con el demonio de la suerte de Maurice Kendall, que actúa en el mercado financiero (p. 280). “Según Georgescu-Roegen, la acción básica que sustenta toda la actividad económica es la ‘clasificación’. Por ello, el Homo economicus podría entenderse como un demonio de Maxwell” (p. 282). Por supuesto, no podía faltar el demonio de Searle (mejor conocido como “el cuarto chino”, que busca minar el programa fuerte de IA, p. 218). Por último, Hofstadter invocó dos demonios, el demonio-S y el demonio-H, uno antropomórfico y el otro no, para mostrar las falencias del argumento de Searle (p. 225). Con todo esto, Canales logra –como en su libro anterior (Canales, 2016)– poner en realce a figuras sustanciales del pensamiento científico, que por distintas razones –nada obvias–, quedaron rezagados a un segundo plano en los recuentos usuales.

Si hay elogio en los párrafos anteriores es porque se trata de un libro bien meditado. Aun así, sus lagunas no son pocas ni poco hondas. Desde la mitad del tratado queda claro que no todos los demonios ni sus artífices reciben un tratamiento igualmente sustancioso. Algunas de las ambiciosas páginas del libro se reducen a un mero anecdotario y simplemente terminan por desviarlo de su leitmotiv. El resultado, un catálogo demasiado corto si se pretendía exhaustivo; demasiado largo, si abocado a su premisa. Aun acordando que el tratado no empiece con Arquitas como hace Weinert, o con Agrippa como podría haber sugerido Borges, ¿dónde están los demonios de Arrenhius4 y de Landsberg (1996), por mencionar únicamente a la cosmología?

En el libro de Weinert el lector no encuentra una genealogía de los demonios ni una discusión sobre lo que la presencia de estos seres pre-modernos implica en la modernidad, aspectos finamente trabajados en la obra de Canales. Lamentablemente esta última tampoco escapa a sus deudas. Canales presenta invocaciones y exorcismos, pero no disecciones. Falta una lección de anatomía que deje expuesto el interior de los demonios.

La insistencia en que la incapacidad de conocer simultáneamente la posición y el momento de las partículas en la mecánica cuántica vuelve promesa vacía al demonio de Laplace, ha robado luz a otros análisis no menos importantes. Más interesante resulta advertir que, cada vez que el demonio de Laplace ha sido puesto en la mesa de operaciones, nuevos amasijos epistémicos han sido revelados. “El famoso rompecabezas de la calculadora de Laplace está lleno de confusiones…”, se lee en una exquisita referencia clásica que Canales no incluye,

“Defiende, de hecho, poco más que la proposición de que en cualquier momento de la existencia del mundo, el futuro del mundo ‘será lo que será’. Pero lo que será no puede predecirlo, porque el mundo mismo está en el Tiempo, en perpetuo crecimiento, produciendo nuevas y frescas combinaciones” (Alexander, 1920, p. 328).

Para el filósofo australiano, el tiempo era tan real y vivo que ni dios mismo podría predecir su propio futuro. Alexander tuvo razón al denunciar, tempranamente además, que el demonio confundía determinismo y predictibilidad, que el determinismo era compatible con la impredictibilidad, y la libertad con la predictibilidad.

Por su parte, Cassirer también auscultó detenidamente a este demonio. La referencia sí se encuentra en el libro, pero Canales le dio un uso muy limitado. Cassirer encuentra que “la fórmula de Laplace es tan capaz de una interpretación científica como de una puramente metafísica, y es precisamente este doble carácter el que explica la fuerte influencia que ejerció” (Cassirer, 1954, p. 5). Ya entrado en la disección, Cassirer se pregunta cómo puede el demonio laplaciano ser susceptible de conocer un instante de todo el universo. Si lo hace de manera mediata –midiendo como nosotros humanos lo hacemos–, entonces sus mediciones portan indefectiblemente el error introducido por los aparatos. De manera que solo le resta hacerlo de manera inmediata. Pero una inteligencia así equipada, no necesita pasar por el cálculo para llegar al futuro, ya que puede acceder intuitivamente a cualquier instante de la realidad. La conclusión inevitable es que el demonio combina dos tendencias heterogéneas e incompatibles. Alexander ya había sentenciado de manera similar esta imposibilidad: “Ya sea, pues, que la mente calculadora infinita de la hipótesis es incapaz de predecir, o es supuesto por una petitio principii que puede saber más de lo que realmente sabe, y toda predicción es innecesaria” (Alexander, 1920, p. 329).

Una aporía distinta es la siguiente. No obstante que el demonio sea ciego a la flecha del tiempo, en tanto predictibilidad no se reduce a determinismo, la equiparación entre retrodicciones y predicciones debe ser asegurada y no supuesta. En otras palabras, en una vivisección se encontrará que el demonio de Laplace no es uno sino la fusión de dos seres distintos: un predictor (oráculo) y un retrodictor (dialabio5 ). Cabe señalar que desde siempre la retrodicción ha permanecido a la sombra de la predicción. Difícilmente se la encuentra en índices enciclopédicos y en dado caso es adentro de paréntesis. De cualquier forma, que la predicción a futuro es esencialmente equivalente a una sobre el pasado, no es sino un fuerte presupuesto heredado del demonio de Laplace, que debiera hacerse al menos explícito, si no exorcizar de una vez por todas.

A todas luces el libro está bien escrito y cuenta con una erudición notable, ello no lo libra de ciertos reparos literarios. Por razones de brevedad, considérese una única y pequeña línea de la página 60: “Maxwell’s demon was small, but milquetoast he was not”. El adjetivo no podría ser más provinciano. Hace referencia cerrada a una caricatura estadounidense cuya fama llevó a Webster, su autor, a la portada de la revista Time el 26 de noviembre de 1945. La nota dice que millones de estadounidenses conocen a Caspar Milquetoast tan bien como conocen a Tom Sawyer y mucho mejor que a figuras mundiales como Don Quijote, porque lo conocen casi tan bien como a sus propias debilidades. Entonces, en un vasto mundo agobiado por las referencias de unos pocos, ¿por qué insistir en más de lo mismo? Qué lejos, en todo caso, queda la directriz de Santayana para escribir con propia mente en lingua franca: “to say plausibly in English as many un-English things as possible” (Santayana, 1940/ 2009, p.7).

No son pocas las preguntas que Canales no responde y no son menos las que ni siquiera formula: ¿Dónde están los demonios de la química? ¿Las conjeturas en matemáticas juegan un lugar análogo a los demonios en la física? La literatura sobre el pasaje de Laplace es legión, ¿por qué no hay ni una sola ilustración del demonio? Ni el demonio de Descartes ni el de Laplace nacieron como demonios, fueron bautizados así más tarde, ¿hay casos de criaturas primeramente llamadas demonio que perdieron luego el apelativo? No obstante, Canales debe ser aplaudida por traer al banquete un plato tan fino como difícil de digerir. Contada desde sus demonios, la historia de la ciencia yace definitivamente más cerca del discurso de sus artífices que de sus comentadores.

Notas

2 Todas las traducciones son del autor.

3 Al parecer, Rothstein consideraba que el lenguaje de los demonios era útil porque obligaba a los físicos a alejarse de la jerga y volver a la sustancia: ‘El uso de demonios puede ser una especie de higiene semántica –dijo–, para evitar que los científicos digan tonterías sin darse cuenta’” (p. 179).

4 Así acuñado por Poincaré (1911/2002, p. 101).

5 La mitología está llena de criaturas que vaticinan el futuro. Asombrosamente parece estar vacía de estos otros monstruos que solo miran el pasado, situación por la cual me permito introducirlos: Tras penosas marchas uno puede encontrar un Dialabio, el gran retrodictor, y entonces confiarle un objeto desconocido, algún resto de algo que no es más. El Dialabio tendrá un rapto, no sabremos si intuye, rememora o calcula, pero al final escupirá la historia perdida, haya o no memoria para comprobarlo.

Referencias

ALEXANDER, S. (1920). Space, time and deity: The Gifford lectures at Glasgow, 1916-1918 (Vol. II). London: Macmillan & Company.

ASIMOV, I. (1962). Science: The modern demonology. Magazine of Fantasy and Science Fiction. (January), 73–83.

CANALES, J. (2015). The physicist & the philosopher: Einstein, Bergson, and the debate that changed our understanding of time. Princeton University Press.

CASSIRER, E. (1954). Determinism and indeterminism in modern physics; historical and systematic studies of the problem of causality. Yale University Press.

IRVINE, A. D. (1991). Thought experiments in scientific reasoning. En T. Horowitz & G. Massey (Eds.), Thought experiments in science and philosophy (pp. 149–166). Lanham: Rowman & Littlefield.

POINCARÉ, H. (2002). Le Demon d’Arrhenius. En H. Poincaré, L. Rollet (Ed.), & L. Rougier (comp.) Scientific opportunism – L’Opportunisme scientifique: an anthology (pp. 101– 4). Birkhäuser. (Obra original de 1911)

LANDSBERG. P. T. (1996). Irreversibility and time’s arrow. Dialectica, 50(4), 247–258. https://www.jstor.org/stable/42970694

SANTAYANA, G. (2009). A general confession. En The essential Santayana: Selected writings (pp. 4–22). Indiana University Press. (Obra original de 1940)

WEINERT, F. (2016). The demons of science: What they can and cannot tell us about our world. Springer.


Resenhista

Alan Heiblum Robles – Investigador independiente. E-mail: [email protected]  Orcid 0000-0003-1678-9686


Referências desta Resenha

CANALES, Jimena. Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science. Princeton University Press, 2020. Resenha de: HEIBLUM ROBLES, Alan. Epistemología e Historia de la Ciencia. Córdoba, v.5, n.2, p.105-111, 2021. Acessar publicação original [DR]

Demons and Spirits in Ancient Egypt | Carolyn Graves-Brown

O que são “demônios”? Apresentação da problemática

A questão coloca-se quando atestamos o fato de que a língua egípcia não fornece um termo próprio para a definição de “demônio” (TE VELDE, 1975, 980). Representando uma definição “tradicional” do termo, Te Velde definiu “demônios” como uma categoria de entidades espirituais diretamente ligadas ao Caos. Todavia, os critérios adotados pelos egiptólogos para a construção de um conceito de demônio derivam da interpretação tardo-antiga e cristã do termo, que os opõe ao conceito cristão de “anjo” (AHN, 1997) – também inexistente na língua egípcia.

A definição da categoria pela Egiptologia assumiu como premissa a definição platônica do daimôn (Symposium 202E), onde demônios eram “mortais” e “criados” em oposição aos deuses. Por outro lado, todos os deuses egípcios eram percebidos como mortais e criados, o que inviabiliza imediatamente essa analogia. Ainda assim, a concepção platônica de “demônios” como seres intermediários entre o mundo mortal e o mundo divino é bem apropriada ao caso egípcio, uma vez que o debate entre o existir e não-existir é para o pensamento religioso egípcio mais relevante do que o debate entre bem e mal (LUCARELLI, 2010, 2). Leia Mais

O sabá do sertão: feiticeiras, demônios e jesuítas no Piauí colonial (1750-1758) | Carolina Rocha Silva

A obra, de autoria da historiadora Carolina Rocha Silva, sob o título de “O sabá do sertão: feiticeiras, demônios e jesuítas no Piauí colonial (1750-1758)” tem por eixo central confissões da prática de magia, por duas escravas, no sertão do Piauí entre os anos 1750 e 1758, ou seja, na época em que o Brasil era colônia de Portugal, a América Portuguesa. A obra foi escrita como dissertação de mestrado da autora e, posteriormente, foi transformada em livro. É dividido em quatro capítulos que tratam, principalmente, do relacionamento da religião frente à magia – e da Santa Inquisição, em diferentes âmbitos e períodos, na seguinte ordem de abordagem: mundial/europeu; do reino de Portugal; da América Portuguesa; e do Piauí colonial.

O capítulo I, Religião, magia e demonologia, aborda, em especial a dicotomia existente na Europa do fim da Idade Média e início da Idade Moderna. Período este marcado por doenças, revoltas, guerras religiosas e políticas, em que era preciso encontrar um responsável por tantas mazelas. A Igreja Católica e os governos europeus visualizaram o Diabo, figura antônima e complementar de Deus, como o grande inimigo da sociedade, capaz de alterar a ordem natural e causar danos à população, como a impotência da medicina da época, por meio de seus agentes. Os grupos divergentes da igreja, os não-católicos, seriam esses agentes do Príncipe das Trevas; e os fiéis e eclesiásticos, os representantes de Deus. A Igreja, intérprete oficial dos atos divinos, passou, entre os séculos XIV e XVII, a espalhar a ideia de que as mazelas eram castigos de Deus pelos pecados das pessoas (como as práticas pagãs por católicos batizados) e que, por isso, o Diabo havia ganhado mais força e poder para quase tudo.

A Reforma Protestante (século XVI) atacou toda a magia, tanto popular como eclesiástica (milagres por Santos e beatos, e a utilização de elementos sagrados) e apontou um novo caminho: o da autoajuda com orações a Deus e foco no trabalho humano e na descoberta de novas tecnologias. O mundo moderno se tornou o mundo encantado, onde o sobrenatural era comum, havia magos curandeiros, videntes, adivinhos, feiticeiros.

O Diabo católico inspirou teses de teólogos, juízes, filósofos, advogados e religiosos. A primeira obra de Demonologia, o Malleus Malleficarum, de 1486, abriu espaço para esta “ciência” na Europa, que foi usada como base para legislações e a teologia na caça às bruxas. O livro, que era uma verdadeira enciclopédia de bruxas, depreciou o sexo feminino e apontou-o como mais suscetível ao controle do demônio, como também o fez médicos e juristas, estes embasados em leis do direito romano. O Cristianismo, apesar de não ter originado o medo em relação às mulheres, o alimentou desde sempre – como fez com Eva, imperfeita, irracional e fraca, que introduziu o mal na terra ao comer o fruto, sendo a responsável por todas as desgraças desde então. Foram escritos, inclusive, manuais ensinando os padres a fugirem das tentações femininas.

A bruxaria, um crime inatingível/mental, impossível de ser provada era tida como deslealdade a Deus, já que as almas (propriedades de Deus) eram objeto de pactos diabólicos em troca de poderes, o que deveria ser revertido para que Ele não se vingasse da coletividade.

Os processos da Inquisição visavam a essa reversão. Os processos, seja em tribunais civis ou eclesiásticos (Estado e igreja unidos), eram escritos, secretos e arbitrários, os processados (iletrados e pobres, na maioria dos casos) não sabiam o motivo do julgamento, tampouco quem os havia denunciado. O processo era aberto especialmente quando da confissão, sendo que falta desta podia gerar penas ainda mais severas, caso o juiz considerasse o acusado uma pessoa falsa e dissimulada.

O crescimento numérico das obras de demonologia era proporcional a crença e, subsequente temor do povo, o que os impulsionava a denunciar. O conteúdo dos livros chegava ao público iletrado quando da leitura pública das sentenças condenatórias.

Além dos pactos, o mito do sabá (sabat), assembleia de feiticeiros, reuniões noturnas dos agentes do Diabo para a prática de infanticídio, canibalismo, metamorfose, orgias, blasfemação, voo das bruxas e abjuração dos sacramentos cristãos, tudo na presença de Lúcifer, também foi largamente difundido pela Europa.

Com o tempo, céticos apontaram a falta de provas e o medo da população diminuiu; as leis foram revogadas e a prática mágica deixou de ser delito. Historiadores, na tentativa de explicar o fenômeno da caça às bruxas, acreditam que tudo foi invenção da igreja; ou, como a própria autora, que foi resultado do encontro da cultura folclórica com a cultura erudita dos doutores. Independente disso, admitem que os processos inquisitoriais são importantes fontes para se entender a mentalidade da época.

O capítulo II, A “feitiçaria” em Portugal: prática e repressão, tem um título autoexplicativo. As feiticeiras lusitanas manipulavam atos e desejos, principalmente amorosos, além de executarem curas. Com a expansão ultramarina da Coroa, famílias frequentemente recorriam aos feiticeiros para encontrar parentes desaparecidos. A magia tinha regras, todo um sistema simbólico de tempo, espaço, dos próprios elementos utilizados e de números.

O sincretismo mágico-relogioso dos portugueses impediu uma forte tradição editorial centrada na bruxaria, o que não barrou o embasamento de legislações, tratados de teologia e medicina (existiam obras médicas dedicadas só à cura de doenças causadas por feitiços), manuais de confessores e afins, em literatura alheia.

Em Portugal, os poderes do Diabo eram limitados pela autoridade divina, aquele tinha apenas poderes de enganação e provocações sensoriais, que atingiam somente os pecadores; pensamentos influenciados por São Tomás de Aquino e Santo Agostinho. Havia um certo ceticismo quanto ao sabá europeu, à metamorfose. As confissões e denúncias costumavam seguir um mesmo padrão estrutural, sempre envolvendo um pacto com o Diabo.

Em 1492 os judeus, expulsos da Espanha, escolheram Portugal para viver. O rei, em 1497, emitiu um decreto régio convertendo todos os judeus e mouros e batizando-os involuntária e coletivamente, surgia, então, a figura do cristão-novo. O rei tentou protegê-los por vinte anos, porém o Tribunal do Santo Ofício fez cessar os privilégios: os cristãos-novos deveriam seguir somente a doutrina católica.

O Tribunal do Santo Ofício de Portugal concentrava suas forças nos ditos cristãos-novos (tradição antijudaica), este foi outro motivo pelo qual muitas das denúncias, inclusive as de colônias, por feitiçaria não se tornaram processos. Os processos eram caros e demorados, então os bens dos acusados por prática de magia eram confiscados para que cobrissem duas despesas na prisão.

A partir da segunda metade do século XVIII, com o Novo Regimento da Inquisição (1774) a descriminalização da bruxaria, as bruxas passaram a habitar somente a imaginação de pessoas rudes.

Além do mais, as testemunhas eram avaliadas e juramentadas. Caso fossem inimigas do acusado, a denúncia não era considerada verossímil; os réus podiam se defender, mesmo que minimamente; e a confissão espontânea poderia livrar da pena de morte, uma vez que o objetivo era o resgate das almas, e não assassinatos em série.

O capítulo III, As crenças mágico-religiosas na América Portuguesa: entre práticas e condenações, explana a história do Brasil colônia. Para os colonizadores, o demônio havia sido expulso da Europa para terras distantes, como a América. A igreja precisava enfrentá-lo com missões catequéticas, visando a cristianização e a ordenação das populações segundo padrões culturais e religiosos europeus.

As idolatrias dos índios significavam, pelo pensamento dicotômico europeu, a aliança daqueles com o Diabo, de forma que, para salvar as almas dos ameríndios, seus ídolos precisariam ser expulsos pelos missionários. O mesmo pensamento recaia sobre os escravos africanos. Ao mesmo tempo, entretanto, a natureza das terras americanas era vista como paraíso.

As culturas se adaptaram na América Portuguesa, os feiticeiros degradados do Reino e os demais portugueses, os negros trazidos da África, os ameríndios, todos compartilharam naturalmente seus elementos religiosos e acabaram contribuindo uns com os outros na criação de uma religiosidade híbrida. De sorte que, no Brasil, o Cristianismo tomou contornos ainda mais afetivos com a esfera divina. Um Deus frio e inacessível não seria útil para quem precisava sobreviver à escravidão ou ao trabalho numa terra distante e desconhecida – o mesmo passava com os Santos e a Virgem Maria, que foram amplamente cultuados desde então; existiam poucas igrejas e sacerdotes, o que, somado à interiorização da vida religiosa nas casas e fazendas, tornou a fiscalização pela igreja ainda mais difícil e favoreceu desvios e heterodoxias. A afetividade e familiaridade propiciavam maior devoção e detração dos símbolos de fé. Os feitiços na colônia foram formas sutis de resistir e compensavam a sobrevivência dos escravos, sejam africanos ou índios.

O capítulo IV, O sabá do sertão: contextos e personagens, traz, especialmente, experiências dos missionários jesuítas no sertão. Os índios do litoral, os tupis, foram de mais fácil aldeamento, dada a sua homogeneidade cultural; enquanto os tapuias, índios do sertão, constituíram verdadeiro desafio aos missionários, graças à diversidade.

No século XVII, intensificaram-se as missões desbravatórias pelos sertões em busca de índios para apresar, visto que sua mão de obra era muito requisitada no norte; e para expandir a ocupação e aumentar a produção de gado e açúcar principalmente. Neste cenário, vários jesuítas se posicionaram contra os desbravadores, protegendo os índios, que, inclusive, foram usados no combate a outros nativos no século XVIII. A Coroa não gostou da proteção dada pelos jesuítas ou do poder econômico que haviam conseguido no norte por doações de terras, escravos, engenhos, gado. Em 1760 os jesuítas foram expulsos das terras Portuguesas, presos e remetidos para Lisboa.

Um documento com confissões de duas escravas inspirou a elaboração de um artigo por Luiz Mott. Este artigo orientou o livro de Carolina Rocha Silva. As confissões são de um sabá, característico da Europa, mas com informações do sincretismo luso-afro-brasileiro, no Piauí colonial. Elas confessaram participar de reuniões noturnas com o Diabo, com direito a orgias sexuais e metamorfoses, conforme ensinadas por Mestre Cecília, esposa do anterior senhor/dono de Joana (esta era uma das escravas confitentes). Certamente o documento sofreu alterações e adições pelo padre Manuel da Silva, responsável pela oitiva das escravas e pelo envio das confissões à Inquisição de Portugal. As mulheres se mostraram arrependidas e atribuíram o acontecido à rusticidade e à falta de igrejas e sacerdotes para orientá-las no caminho de Deus. O caso foi arquivado nos cadernos do promotor.

Por fim, a autora admite que sua pretensão era permitir a reflexão acerca das formas híbridas e diversificadas de tratar o “mundo” sobrenatural no Brasil colônia, representante das tensões sociais suportadas na época.

A historiadora consegue prender o leitor até a conclusão da leitura do livro. A obra é uma verdadeira aula de história e apresenta a importância de micro-histórias para se entender o pensamento do povo em geral, pois a história, tal como é maiormente conhecida, foi contada por uma minoria letrada; e aos demais restaram apenas documentos, como as confissões e denúncias, que sequer são somente suas. Isto demonstra, sobretudo, o poder da alfabetização.

O direito evoluiu e consigo trouxe garantias, mas as pessoas, em especial as mais pobres e iletradas, seguem sendo vítimas do Estado, que agora não é ligado [formalmente] à igrejas. O livro traz a reflexão, também, sobre a formação cultural do Brasil e a desigualdade social desde que era colônia, como bem pretendia a autora.

Entre a Alta Idade Média e o início da Idade Moderna, como apontado texto, os Estados ainda eram confessionais, ou seja, declaradamente vinculados à uma religião, qual seja a cristã católica. A Justiça Eclesiástica, isto é, a justiça da igreja atuava por seus Tribunais do Santo Ofício, conhecidos como Inquisição, no combate à heresias, que iam da não crença em Lúcifer à troca da alma por poderes mágicos, passando pela blasfemação, um “delito da palavra”, comum na América Portuguesa.

Com a Reforma Protestante e o início da Idade Moderna a caça às bruxas se intensificou, pois todo e qualquer tipo de magia passou a ser condenado. Milhares de mulheres morreram e até hoje os historiadores não sabem se as tais mágicas de fato aconteceram ou se foram apenas invenções da igreja, que estava com medo de perder fiéis e, consequentemente, força e poder.

O direito à liberdade religiosa se mostrava necessário desde a época colonial, principalmente em países como o Brasil, de proporções continentais e de formação, inclusive na seara da religiosidade, híbrida. Certamente inúmeras perseguições e mortes teriam sido evitadas. Porém, o ideal da separação entre religião e Estado é mais recente. Este Estado é conseguido através da laicidade, método de ruptura entre Estado e Igreja e, mais profundamente, entre política e religião. Tal ruptura torna o Estado autônomo frente à Igreja Católica ou qualquer outra, possibilitando uma liberdade religiosa aos cidadãos, como defendido atualmente.

Carolina Soares Hissa – Doutoranda em Direitos Humanos na Universidade Federal de Goiás- UFG. Mestre em Direito Constitucional pela Universidade de Fortaleza (2012). Graduada em Direito pela Universidade de Fortaleza (2002). Professora universitária onde leciona as disciplinas de Direito Constitucional, Administrativo, Internacional Público e privado. Pesquisadora Cnpq no grupo de pesquisa Relações Econômicas, Políticas e Jurídicas na América Latina da Universidade de Fortaleza. E-mail: [email protected]

Veronica Trindade Costa Póvoa – Graduanda em Direito na Escola Superior Associada de Goiânia – ESUP. E-mail: [email protected]


SILVA, Carolina Rocha. O sabá do sertão: feiticeiras, demônios e jesuítas no Piauí colonial (1750-1758). Jundiaí – SP: Paco Editora, 2015.Resenha de: HISSA, Carolina Soares; PÓVOA, Veronica Trindade Costa. O sabá do sertão: feiticeiras, demônios e jesuítas no Piauí colonial (1750-1758). Contraponto. Teresina, v.9, n.1, p.810-815, jan./jun. 2020. Acessar publicação original [DR]