Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science | Jimena Canales

La sabiduría de los antiguos, del barroco y del gótico fue

extirpada de nuestro repertorio de conocimientos

avanzados. Sin embargo, a medida que los filósofos y los

científicos intentan comprender el mundo reduciéndolo

a sus elementos esenciales, acaban recurriendo a

criaturas, categorías y conceptos imaginarios. La

contradicción es cada vez más difícil de ignorar.2

Jimena Canales (2020, p. 316)

Platón transcribió en diálogos los consejos de sus demonios. Siglos más tarde, Descartes, como Fausto, prefirió el soliloquio, que el diablo adora interrumpir. Laplace vislumbró una inteligencia capaz de ver el pasado y el futuro que el presente esconde. Maxwell imaginó un demiurgo que logra mantener los fluidos fuera de equilibrio térmico tras seleccionar la velocidad de sus moléculas. Desde entonces, de la astronomía a la termodinámica, de la selección natural a la bolsa de valores, del nacimiento de la cibernética a la computadora donde se escribe este texto, los demonios de la ciencia se multiplican.

Por fin la historia y filosofía de la ciencia han puesto plena atención a un tema que se mantenía en un letargo inducido. ¿A qué ritual se consagran los científicos cuando hablan de demonios? Quizá el primer tratado sistemático sobre el tema fue el libro The Demons of Science: What They Can and Cannot Tell Us About Our World de 2016. Allí, Friedel Weinert concluye que los demonios de la ciencia son experimentos mentales provocadores que ponen a prueba la coherencia del conocimiento existente. Aunque las peroratas audaces de estos seres imaginarios pueden llegar a abrir el camino a conclusiones alternativas, difícilmente resultan concluyentes, pueden ser engañosos y no aportan al acervo de conocimientos empíricos.

La aproximación al tema que hace Weinert es directa. Primero aclara (con base en la obra de Irving, 1991) la función de los experimentos mentales, luego introduce los demonios. La colección comienza con el famoso argumento de Arquitas sobre la infinitud del universo en el que llegado a los límites del espacio, el explorador podría estirar su mano.

Aunque los humanos carecen de la posibilidad física de explorar los límites del espacio, el viajero espacial de Arquitas –en tanto demonio– no sufre tales limitaciones. Lo que sigue siendo una mera posibilidad lógica para los humanos sin violar las leyes de la naturaleza –caminar sobre el agua, volar sin ayuda por el aire–, se convierte en una posibilidad física para un demonio. El viajero espacial de Arquitas debe ser un demonio. (Weinert, 2016, p. 55)

Después de mencionar los demonios de Freud, Descartes y Mendel, la discusión toma mayor calado a partir de las audaces aseveraciones de los demonios de Laplace, Maxwell y Nietzsche:

El Demonio de Laplace sostiene que el mundo es determinista, lo que parece privarnos de las flechas del tiempo y del libre albedrío. El Demonio de Maxwell muestra que la Segunda Ley de la Termodinámica es probabilística, en lugar de determinista, lo que parece cuestionar la noción de entropía como medida útil de la anisotropía del tiempo. El Demonio de Nietzsche anuncia que el universo es cíclico, condenándonos a una eterna recurrencia de acontecimientos. Los demonios son como jóvenes exaltados, pero una consideración calmada de sus afirmaciones revela puntos de vista más equilibrados con respecto a las flechas del tiempo y la mente humana. Las provocaciones de los demonios son, sin embargo, ejercicios útiles porque – como toda buena filosofía– nos obligan a detenernos y a reconsiderar nuestros supuestos filosóficos. (Weinert, 2016, p. 229)

Del libro de Weinert puede señalarse su novedad y utilidad, pues suma herramientas críticas a la literatura de los experimentos mentales. Aun así, palidece en comparación con la obra de Canales. No solo las referencias de Canales son más robustas y culturalmente enriquecidas, el tratamiento dado permite al libro escapar del trillado estante de la filosofía de la ciencia y colocarse como un tomo de la historia de la tecnología dedicado a la imaginación, un elogio al Homo imaginor. No quisiera dejar de resaltar la tensión, la palabra “tecnología” ni siquiera aparece en el libro de Weinert.

Si bien es claro que la tecnología desencanta al mundo, no es menos claro, paradójicamente, que la tecnología se desarrolla en términos de encantamiento. Situada entre los demonios de la tecnología y la tecnología de los demonios, Canales sabe que debe aclarar su postura, por ello anticipa la introducción con un prefacio literario y redondea las conclusiones de diez largos capítulos con un epílogo filosófico. Curiosamente, es en las notas donde Canales pule su diatriba contra el momento “¡eureka!” y esas otras caricaturas con las que hemos oscurecido la importancia de la imaginación en el conocimiento:

En la furia por entender la ciencia como una actividad que trasciende las artimañas de la ficción, la seducción de la poesía, las vicisitudes de la política, la imprecisión de los sentimientos y la intolerancia de la religión, la mayoría de los académicos han descuidado el estudio del papel de la imaginación en la ciencia. En los escasos casos en que se toma en consideración, se suele considerar que pertenece al “contexto de descubrimiento”, delimitado a esos oscuros (y en gran medida míticos) momentos de inspiración ocasional, en los que las mentes preparadas obtienen de repente la idea correcta, como de la nada. . . . [Así,] [l]a mayoría de los relatos de los estudios sobre ciencia y tecnología (CTS) siguen pensando en la imaginación como una actividad que precede al trabajo científico y que es más evidente en disciplinas ajenas a la ciencia, como la ciencia ficción y la literatura, desde donde se siente su impacto. Un ejemplo de esta postura lo representa el argumento de que “la innovación tecnológica suele seguir los pasos de la ciencia ficción, rezagando la imaginación de los autores por décadas”. Mi enfoque contrasta con ese planteamiento al estudiar el uso de la imaginación en la ciencia de forma concurrente con ella, no antes o fuera de ella, sino simultáneamente y dentro de ella. (Canales, 2020, pp. 325-326)

Muchos de los demonios del mundo se creían reales y ya han sido desmentidos, todos los demonios de la ciencia fueron imaginarios y, sin embargo, algunos ya han sido construidos. Gracias a este sombrío libro, el lector descubre que la mayoría de los momentos de la ciencia más divulgados tuvieron como punto de partida argumentos donde figuraban demonios. Darwin mismo redactó El origen de las especies pensando en demonios. Por su parte, Asimov (1962, p. 79) creyó que había acuñado el término “Demonio de Darwin” en analogía al demonio de Maxwell. No podía estar más errado. Como Canales muestra en detalle, el término se venía extendiendo con fluidez entre físicos y biólogos por igual, en especial, gracias al trabajo de Pittendrigh sobre “El relojero ciego”, que luego Dawkins retomaría (Canales, 2020, p. 257).

Entre condes, duques y príncipes del infierno, en Ars Goetia, el popular grimorio anónimo del siglo XVII, se clasifican 72 demonios. En Bedeviled se cuentan más de treinta. La lista la encabezan los demonios de Descartes, Laplace, Maxwell y Darwin. Siguen el demonio de la gravedad exorcizado por Einstein según Eddington (p. 106) y Einstein mismo como demonio según Ehrenfest (p. 120). Después llegan los demonios de Marie Curie (que permiten “obtener diferencias debidas a las leyes de radiación descritas estadísticamente, al igual que los demonios de Maxwell nos permiten obtener diferencias debidas a las consecuencias de los principios de Carnot”, p. 115) y el demonio mecánico de Maxwell de Compton (que mide la energía cinética de distintas moléculas, p. 121). Por otra parte, Henry Adams creyó ver al presidente Roosevelt como el demonio de Maxwell de EUA (p. 140). Grete Hermann habló del asistente del demonio de Laplace (p. 148). También están los demonios brownianos, metaestables y cibernéticos de Weiner (“organismos vivos, como el propio ‘Hombre’, pero también eran elementos no vivos, como ‘enzimas’ y otros ‘catalizadores’ químicos” p. 162). Broullin, por su parte, otorgó una linterna al demonio de Maxwell (“El demonio simplemente no ve las partículas, a menos que lo equipemos con una linterna” p. 166). También están el demonio imperfecto de Maxwell de Gabor (p. 169), el demonio cuántico-causal de Rothstein3 (“que puede ver de una manera completamente diferente y ajena a la de los humanos, pero no físicamente imposible”, p. 173) y el demonio de Bohm (“simplemente capaz de ver las variables ocultas del sistema”, p. 176). En el terreno de la computación se encuentran las series de demonios y sub-demonios de Selfridge (“En lugar de que las computadoras sigan unas reglas establecidas de antemano, los programas con demonios probarían diferentes estrategias y opciones y se ajustarían sobre la marcha, en función del éxito o el fracasso en la realización de la tarea”, p. 188); los demonios basados en microchips de Ehrenberg (“Estos dispositivos son análogos a los hipotéticos artilugios que traducen el movimiento ascendente y descendente de una partícula browniana en un movimiento puramente ascendente, que realizan el viejo truco del demonio de permitir que sólo las moléculas rápidas vayan de izquierda a derecha”, p. 199); los demonios de Charniak (“que enseñan a las computadoras a entender las historias”, p. 202); y los demonios y daemonios de UNIX (p. 239). “Bekenstein conjuró una nueva criatura llamada ‘demonio de Wheeler’. Esta criatura podía hacer desaparecer la entropía creada en un proceso termodinámico dejándola caer en un agujero negro” (p. 216). También está el demonio de Feynman (“una serie de máquinas vivas y no vivas que podían producir trabajo a partir de fluctuaciones casi aleatorias”, p. 233). Una variación distinta es el demonio de la elección de Zureck (“versión inteligente y selectiva del demonio de Maxwell”, p. 244). Según Diersh, el demonio de Maxwell existe, somos nosotros (p. 248). Para Schrödinger, la verdadera morada del demonio de Laplace es la biología (p. 250). “Monod concluyó que las ‘fibras polipeptídicas’, portadoras de información genética, ‘desempeñan el papel que Maxwell asignó a sus demonios hace cien años’” (p. 262). No todos los demonios van sueltos, Eigen concibió sus tres demonios encadenados: “El primero, el demonio de Maxwell, explicaba el sentido unidireccional disipativo de la naturaleza. El segundo, el demonio de Loschmidt, mostraba sus aspectos reversibles. El tercero, el demonio de Monod, creó los efectos aparentemente irreversibles que a menudo se atribuyen a los seres vivos” (p. 265). Por su parte, “Morton describió el ‘trabajo del gerente’ como ‘la innovación de la innovación’” (p. 274). Bourdieu escribió que “El sistema escolar actúa como el demonio de Maxwell. Mantiene el orden preexistente, es decir, la diferencia entre alumnos con cantidades desiguales de capital cultural” (p. 275). La lista sigue con el demonio de la suerte de Maurice Kendall, que actúa en el mercado financiero (p. 280). “Según Georgescu-Roegen, la acción básica que sustenta toda la actividad económica es la ‘clasificación’. Por ello, el Homo economicus podría entenderse como un demonio de Maxwell” (p. 282). Por supuesto, no podía faltar el demonio de Searle (mejor conocido como “el cuarto chino”, que busca minar el programa fuerte de IA, p. 218). Por último, Hofstadter invocó dos demonios, el demonio-S y el demonio-H, uno antropomórfico y el otro no, para mostrar las falencias del argumento de Searle (p. 225). Con todo esto, Canales logra –como en su libro anterior (Canales, 2016)– poner en realce a figuras sustanciales del pensamiento científico, que por distintas razones –nada obvias–, quedaron rezagados a un segundo plano en los recuentos usuales.

Si hay elogio en los párrafos anteriores es porque se trata de un libro bien meditado. Aun así, sus lagunas no son pocas ni poco hondas. Desde la mitad del tratado queda claro que no todos los demonios ni sus artífices reciben un tratamiento igualmente sustancioso. Algunas de las ambiciosas páginas del libro se reducen a un mero anecdotario y simplemente terminan por desviarlo de su leitmotiv. El resultado, un catálogo demasiado corto si se pretendía exhaustivo; demasiado largo, si abocado a su premisa. Aun acordando que el tratado no empiece con Arquitas como hace Weinert, o con Agrippa como podría haber sugerido Borges, ¿dónde están los demonios de Arrenhius4 y de Landsberg (1996), por mencionar únicamente a la cosmología?

En el libro de Weinert el lector no encuentra una genealogía de los demonios ni una discusión sobre lo que la presencia de estos seres pre-modernos implica en la modernidad, aspectos finamente trabajados en la obra de Canales. Lamentablemente esta última tampoco escapa a sus deudas. Canales presenta invocaciones y exorcismos, pero no disecciones. Falta una lección de anatomía que deje expuesto el interior de los demonios.

La insistencia en que la incapacidad de conocer simultáneamente la posición y el momento de las partículas en la mecánica cuántica vuelve promesa vacía al demonio de Laplace, ha robado luz a otros análisis no menos importantes. Más interesante resulta advertir que, cada vez que el demonio de Laplace ha sido puesto en la mesa de operaciones, nuevos amasijos epistémicos han sido revelados. “El famoso rompecabezas de la calculadora de Laplace está lleno de confusiones…”, se lee en una exquisita referencia clásica que Canales no incluye,

“Defiende, de hecho, poco más que la proposición de que en cualquier momento de la existencia del mundo, el futuro del mundo ‘será lo que será’. Pero lo que será no puede predecirlo, porque el mundo mismo está en el Tiempo, en perpetuo crecimiento, produciendo nuevas y frescas combinaciones” (Alexander, 1920, p. 328).

Para el filósofo australiano, el tiempo era tan real y vivo que ni dios mismo podría predecir su propio futuro. Alexander tuvo razón al denunciar, tempranamente además, que el demonio confundía determinismo y predictibilidad, que el determinismo era compatible con la impredictibilidad, y la libertad con la predictibilidad.

Por su parte, Cassirer también auscultó detenidamente a este demonio. La referencia sí se encuentra en el libro, pero Canales le dio un uso muy limitado. Cassirer encuentra que “la fórmula de Laplace es tan capaz de una interpretación científica como de una puramente metafísica, y es precisamente este doble carácter el que explica la fuerte influencia que ejerció” (Cassirer, 1954, p. 5). Ya entrado en la disección, Cassirer se pregunta cómo puede el demonio laplaciano ser susceptible de conocer un instante de todo el universo. Si lo hace de manera mediata –midiendo como nosotros humanos lo hacemos–, entonces sus mediciones portan indefectiblemente el error introducido por los aparatos. De manera que solo le resta hacerlo de manera inmediata. Pero una inteligencia así equipada, no necesita pasar por el cálculo para llegar al futuro, ya que puede acceder intuitivamente a cualquier instante de la realidad. La conclusión inevitable es que el demonio combina dos tendencias heterogéneas e incompatibles. Alexander ya había sentenciado de manera similar esta imposibilidad: “Ya sea, pues, que la mente calculadora infinita de la hipótesis es incapaz de predecir, o es supuesto por una petitio principii que puede saber más de lo que realmente sabe, y toda predicción es innecesaria” (Alexander, 1920, p. 329).

Una aporía distinta es la siguiente. No obstante que el demonio sea ciego a la flecha del tiempo, en tanto predictibilidad no se reduce a determinismo, la equiparación entre retrodicciones y predicciones debe ser asegurada y no supuesta. En otras palabras, en una vivisección se encontrará que el demonio de Laplace no es uno sino la fusión de dos seres distintos: un predictor (oráculo) y un retrodictor (dialabio5 ). Cabe señalar que desde siempre la retrodicción ha permanecido a la sombra de la predicción. Difícilmente se la encuentra en índices enciclopédicos y en dado caso es adentro de paréntesis. De cualquier forma, que la predicción a futuro es esencialmente equivalente a una sobre el pasado, no es sino un fuerte presupuesto heredado del demonio de Laplace, que debiera hacerse al menos explícito, si no exorcizar de una vez por todas.

A todas luces el libro está bien escrito y cuenta con una erudición notable, ello no lo libra de ciertos reparos literarios. Por razones de brevedad, considérese una única y pequeña línea de la página 60: “Maxwell’s demon was small, but milquetoast he was not”. El adjetivo no podría ser más provinciano. Hace referencia cerrada a una caricatura estadounidense cuya fama llevó a Webster, su autor, a la portada de la revista Time el 26 de noviembre de 1945. La nota dice que millones de estadounidenses conocen a Caspar Milquetoast tan bien como conocen a Tom Sawyer y mucho mejor que a figuras mundiales como Don Quijote, porque lo conocen casi tan bien como a sus propias debilidades. Entonces, en un vasto mundo agobiado por las referencias de unos pocos, ¿por qué insistir en más de lo mismo? Qué lejos, en todo caso, queda la directriz de Santayana para escribir con propia mente en lingua franca: “to say plausibly in English as many un-English things as possible” (Santayana, 1940/ 2009, p.7).

No son pocas las preguntas que Canales no responde y no son menos las que ni siquiera formula: ¿Dónde están los demonios de la química? ¿Las conjeturas en matemáticas juegan un lugar análogo a los demonios en la física? La literatura sobre el pasaje de Laplace es legión, ¿por qué no hay ni una sola ilustración del demonio? Ni el demonio de Descartes ni el de Laplace nacieron como demonios, fueron bautizados así más tarde, ¿hay casos de criaturas primeramente llamadas demonio que perdieron luego el apelativo? No obstante, Canales debe ser aplaudida por traer al banquete un plato tan fino como difícil de digerir. Contada desde sus demonios, la historia de la ciencia yace definitivamente más cerca del discurso de sus artífices que de sus comentadores.

Notas

2 Todas las traducciones son del autor.

3 Al parecer, Rothstein consideraba que el lenguaje de los demonios era útil porque obligaba a los físicos a alejarse de la jerga y volver a la sustancia: ‘El uso de demonios puede ser una especie de higiene semántica –dijo–, para evitar que los científicos digan tonterías sin darse cuenta’” (p. 179).

4 Así acuñado por Poincaré (1911/2002, p. 101).

5 La mitología está llena de criaturas que vaticinan el futuro. Asombrosamente parece estar vacía de estos otros monstruos que solo miran el pasado, situación por la cual me permito introducirlos: Tras penosas marchas uno puede encontrar un Dialabio, el gran retrodictor, y entonces confiarle un objeto desconocido, algún resto de algo que no es más. El Dialabio tendrá un rapto, no sabremos si intuye, rememora o calcula, pero al final escupirá la historia perdida, haya o no memoria para comprobarlo.

Referencias

ALEXANDER, S. (1920). Space, time and deity: The Gifford lectures at Glasgow, 1916-1918 (Vol. II). London: Macmillan & Company.

ASIMOV, I. (1962). Science: The modern demonology. Magazine of Fantasy and Science Fiction. (January), 73–83.

CANALES, J. (2015). The physicist & the philosopher: Einstein, Bergson, and the debate that changed our understanding of time. Princeton University Press.

CASSIRER, E. (1954). Determinism and indeterminism in modern physics; historical and systematic studies of the problem of causality. Yale University Press.

IRVINE, A. D. (1991). Thought experiments in scientific reasoning. En T. Horowitz & G. Massey (Eds.), Thought experiments in science and philosophy (pp. 149–166). Lanham: Rowman & Littlefield.

POINCARÉ, H. (2002). Le Demon d’Arrhenius. En H. Poincaré, L. Rollet (Ed.), & L. Rougier (comp.) Scientific opportunism – L’Opportunisme scientifique: an anthology (pp. 101– 4). Birkhäuser. (Obra original de 1911)

LANDSBERG. P. T. (1996). Irreversibility and time’s arrow. Dialectica, 50(4), 247–258. https://www.jstor.org/stable/42970694

SANTAYANA, G. (2009). A general confession. En The essential Santayana: Selected writings (pp. 4–22). Indiana University Press. (Obra original de 1940)

WEINERT, F. (2016). The demons of science: What they can and cannot tell us about our world. Springer.


Resenhista

Alan Heiblum Robles – Investigador independiente. E-mail: [email protected]  Orcid 0000-0003-1678-9686


Referências desta Resenha

CANALES, Jimena. Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science. Princeton University Press, 2020. Resenha de: HEIBLUM ROBLES, Alan. Epistemología e Historia de la Ciencia. Córdoba, v.5, n.2, p.105-111, 2021. Acessar publicação original [DR]

The physicist & the philosopher: Einstein, Bergson, and the debate that changed our understanding of time | Jimena Canales

El 6 de abril de 1922 tuvo momento un gran temblor que recorrió el siglo XX. El epicentro, la Sociedad francesa de Filosofía. Bergson (1859–1941), el filósofo más reconocido de la primera mitad del siglo XX, debatió con Einstein (1879–1955), la celebridad científica más grande de la historia, sobre la naturaleza del tiempo. El filósofo felicitó al científico por el éxito de su teoría pero afirmó que respecto a la naturaleza del tiempo el caso seguía abierto. El científico, cuya reciente e insólita fama era propia de la de las emergentes estrellas de cine, replicó lacónicamente que, puesto que los aspectos subjetivos del tiempo se reservaban a la psicología y los aspectos objetivos a la física, no había algo así como un tiempo de los filósofos.

Mientras que para Einstein el tiempo era medido por los relojes, para Bergson la realidad nunca se reducía a su medición. Desde el punto de vista del primero, los hombres no somos sino relojes. Desde el punto de vista del segundo, los hombres somos creadores de relojes. Para el alemán, el paso y dirección del tiempo no eran más que una ilusión de la conciencia. Para el francés, la irreversibilidad y la duración eran los aspectos esenciales del tiempo. Para el héroe de Russell, la ciencia podía zanjar definitivamente la respuesta sobre el tiempo. Para el héroe de Whitehead, aun si la ciencia pudiera desembarazarse de la filosofía esto no le traería ninguna ventaja; hay preguntas pertinentes que la ciencia no puede responder. Para el científico, los resultados de la relatividad seguirían siendo los mismos en presencia o ausencia de observadores humanos. Para el filósofo, la total ausencia de observadores humanos constituía en sí un acertijo filosófico. Einstein y Bergson, nos muestra Canales, no solo diferían en la lectura de cada uno de los términos en juego, también diferían en la manera en que deberían ser evaluadas dichas diferencias. Leia Mais