Laboratorios etnográficos (1880-1980) – OJEDA (RCA)

OJEDA Jorge Pavez Laboratorios etnográficos
Jorge Pavez Ojeda. https://commons.wikimedia.org/

OJEDA J P Laboratorios etnograficos Laboratorios etnográficosOJEDA, Jorge Pavez. Laboratorios etnográficos. Los Archivos de la Antropología em Chile (1880-1980). Santiago de Chile: Colección Sociología. Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2015. 598p. Resenha de ESPIRITO-SANTO, Diana. Revista Chilena de Antropología, n.34, p.111-114, jul./dec., 2016.

Este nuevo libro de Jorge Pavez, al igual que su anterior, Cartas mapuche, siglo XIX (2008), marca un hito en la reflexión, ahora sobre el quehacer antropológico en Chile y su vinculación con el devenir de los vínculos “interétnicos”, “coloniales”.

La entrada a esa historia es por medio de un concepto: el de “laboratorio etnográficos”. Este “permite significar la conjunción de varios agentes, procesos y prácticas” (leídos desde una perspectiva dialógica), insertos en una topología (“son territorios completos, sometidos a procesos de ocupación estatal y de colonización”), en una economía y, por último, en una “cierta anatomía”. Así,

Las inscripciones topológicas, las marcas de su economía y los informes de sus anatomía se encuentran en el archivo de su producción. El archivo mismo, el conjunto de las inscripciones textuales y visuales producidas en el laboratorio de los territorios indígenas, da cuenta de la “vida del laboratorio” colonial y de su economía política y libidinal (p.27).

El período que abarca esta historia es de un siglo: 1880-1980. Los laboratorios centrales, capitales, giran en torno a los “autores fundadores de narrativas etnológicas de la nación” (p.35): ellos son Rodolfo Lenz, Max Uhle, Martín Gusinde y Tomás Guevara. A cada uno de ellos Pavez le dedica uno o más capítulos.

Así estas “narrativas”, al ser leídas bajo el supuesto del paradigma dialógico (opuesto al paradigma iniciático), hace de los “padres fundadores” autores parciales, donde los co-autores han sido silenciados, marginados u omitidos. La gracia de la obra de Pavez es mostrar, entonces, al detalle y con precisión obsesiva, la co-autoría y las consecuencias que se derivan de esta desconstrucción.

Como no me es posible comentar todos estos laboratorios me voy a permitir encarar dos de ellos ligados a la Araucanía: el de Lenz y el de Guevara, para posteriormente abordar algunas ideas más generales a que apunta esta obra.

La “narrativa” de Lenz —con un substrato caracterizado como de “araucanismo neohumboltiano” (la lengua como representación externa del “genio de los pueblos”, p.76)— se vincula, en el “dispositivo etnográfico”, con dos mapuche Víctor Manuel Chiappa y, a través de él, con Kalvún. Este nexo ya había sido puesto de relieve por Gilberto Sánchez en 1992. Otro co-autor, Manuel Manquilef tendrá un lugar relevante en este laboratorio, como también en el de Guevara.

En esta relación triangulada se manifiesta la tensión entre ambos aparatos y sus paradigmas, por ejemplo a la lengua y la posibilidad de traductibilidad.

Lenz, fiel a su postura humboltiana, se preguntaresponde “¿Es posible traducir literalmente de una lengua a otra, cuando las dos son de estructuras enteramente distinta y representan grados de cultura enteramente diferentes? Creo que no es posible”.

La respuesta de Lenz es la que rescata Paves por su originalidad: “…todas las teorías lingüísticas generales han nacido exclusivamente en el terrenos de las lenguas indo-europeas […] la perspicacia de Lenz para acusar las limitaciones etnocéntricas de su ciencia… recuerda lo que Jacques Derrida apuntó como la tentación imperialista de una lengua semítica universal recogida en el mito de la torre de Babel” (p.108). Es evidente que dentro de esta perspectiva el lugar de Manquilef era más simétrico o igualitario, de allí el estímulo de Lenz a que se publicara su obra, bajo su autoría, en los Anales de la Universidad de Chile. Es notable el rescate que hace Pavez de la complejidad del juego de Manquilef en la traducción de su obra:

Pero al mismo tiempo que traduce diálogos a enunciaciones impersonales, también encubre o atenúa ciertos conceptos orientados a generar efectos diferentes en cada idioma y su público lector, especialmente cuando se trata de enunciar la relación de fuerza (política o militar) entre los pueblos que practican las lenguas en traducción. Así por ejemplo, una frase de su padre Fermín Trekamañ Manquilef, citada dos veces: “Afkilpe aukantun dunu, aukantun dunu meu, piam, yeneenolu ta che; que no se concluya el conocimiento del juego, pues por el, se dice, la gente fue invencible”.

Aukantu es más que nada la acción de luchar, que por supuesto está contenida en el juego de palin, que es un juego agonístico, pero que abarca muchos otros escenarios de competencia, y especialmente, la guerra.

Aflayai aukantun dungu, “que nunca se acabe el conocimiento de la lucha/combate/pelea/ guerra”, en un enunciado bastante subversivo, que traducido al juego se vuelve la alegoría secreta de un pueblo que tiene que estar preparado para defenderse” (p.111).

Así el laboratorio de Lenz es sensible, por su orientación, a la valoración positiva de la propuesta y práctica de Manquilef. También lo era, nos recuerda Pavez, de la tradición y el habla popular chileno, expresada en la revista del Folklore, en su diccionario etimológico y en la recopilación de la Lira Popular.

Aquí Pavez rescata la tensión de Lenz con la elite chilena que veía con horror y escándalo ese rescate de lo popular:

Salte un hoyo, le vi el coño Colorado como un demonio

Meto lo duro en lo rajao Lo meto seco y lo saco mojao

La experiencia de Lenz es que “en Chile parece faltar por completo, entre la gente ilustrada, ese amor y cariño al pueblo bajo, el cual, sin embargo… es la base eterna de la fuerza nacional”.

La tensión de este Laboratorio con el insigne Andrés Bello es rescatada por Pavez. Para el triple fundador –de la Gramática, del Código Civil y de la Universidad de Chile—la valoración positiva de habla del pueblo estaba lejos de su horizonte, su postura oligárquica era abierta. Lenz en cambio “apela ya no amar a la ley sino amar al pueblo y a la nación; a la “pasión por el orden” de Bello opone una pasión por la creación el descubrimiento, el cambio y la transformación” (p.162).

En síntesis, el laboratorio de Lenz mantiene “una relación con el pasado, con la nación y con el ‘valor de antigüedad’ que la élite chilena no comprendía… Como tuvo ocasión de señalar en varias oportunidades y con altos costos personales, la elite chilena no tenía vocación de integración nacional” (p.164).

113/ Laboratorios etnográficos. Los Archivos de la Antropología en Chile (1880-1980) Laboratorio de Guevara En primer lugar, Pavez aborda uno de los textos de Guevara que se ha sido desde los 80 una obra fundamental para los estudiosos de la sociedad mapuche y para el “nacionalismo mapuche”: Las últimas familias araucanas (publicada en los Anales en 1912) y la razón es que allí “La gran variedad de familias presentes permiten una visión de conjunto sobre lo que constituye el entramado de alianzas políticas y familias que estructuran la sociedad mapuche” (p.320). Pavez quiere corregir “varios errores de interpretación” (como la coautoría), para finalmente mostrar “cómo esta forma de escritura de la historia mapuche contribuyó a la formación del primer movimiento político mapuche en la época de la reducción” (p.321), así “la operación historiográfica y la operación política se entrelazan en su génesis” (p.352). Aquí Pavez retoma la hipótesis de lectura de Menard sobre este gabinete:

…sobre este tipo de gabinete se ejerce un control y se impone un ‘orden del discurso’ colonial, que va a implicar un arreduccionamiento de la escritura, mapuche, al igual como se arreduccionaban los linajes en los territorios conquistados. André Menard ha señalado esta metonimia de la condición reduccional, para enunciar la delimitación reductora que se despliega en el formato de doble columna en que se publican estos textos mapuches (p.354).

Permítanme la siguiente hipótesis sobre este gabinete etnográfico encabezado por Manquilef- Guevara en la producción de “las últimas familias”.

Estábamos de acuerdo en el pasado reciente con la afirmación que se trata de una “visión de conjunto de la sociedad mapuche”, no obstante, tuvimos que modificarla con nuestros estudios en el área huilliche y posteriormente en el área Arauco-Tirúa. Las últimas familias es el laboratorio de los nagche y wenteche, que se valieron de Guevara para hacernos creer que no había universo mapuche más allá de esa oposición (de allí que sea poco útil este texto para comprender las redes mapuches en la zona de Arauco-Tirúa y de sus vínculos con la zona de Malleco).

Volvamos a Guevara. El título de las “últimas familias” (no compartido por sus co-autores) es coherente con la propuesta historiográfica de Guevara:

lla suponía… como toda escritura de la historia un rito fúnebre que permitiera superar el pasado, pero lo que él estaba enterrando es el pueblo mapuche en conjunto, dándole un término como sociedad y civilización (p.365).

Por supuesto, como nos dice Pavez, “Es difícil creer que los mapuches del gabinete guevariano pensaran lo mismo” (p.365). Menos que compartieran el “evolucionismo” de Guevara que los inferiorizaba.

Estamos también lejos de Lenz, para éste lo mapuche era un clave del substrato cultural nacional, pero compartía con Guevara el paradigma de la extinción.

Ambos laboratorios funcionan como oráculos trágicos de un fin ineluctable, no obstante, Las últimas familias tiene la virtud de poner el oráculo de los lonkos que lo niega “no se acabará el ser, la sabiduría, mapuche”. Este juego oracular es que la ha transformado a esa obra en una clave La disputa de Guevara con Charles Sadleir y la obra de los anglicanos en la Araucanía, le permite a Pavez precisar el nexo que tuvo la Misión Anglicana con el movimiento mapuche, pero también con el “valor del mestizaje para las empresas misioneras católicas y retomado por la ideología nacionalista chilena” (p.397). Hay ahí un puente entre Lenz y Sadleir ambos eran sensibles y críticos al mestizaje promovido por el nacionalismo, ya que para los anglicanos “la comunidad cristiana y económicamente productiva se traducía en una clara distinción étnica o “racial” en el plano sexual reproductivo” (p.397). Esta distinción llevó a Sadleir a identificarse con los mapuches (sobre todo con aquellos militantes de la Sociedad Caupolicán, de la cual el formó parte), gesto que molestaba a Guevara, a pesar de considerarse un “amigo de los araucanos”.

Por último, Pavez nos presenta la distinción de la postura con uno de los mayores teóricos de la “raza chilena”: Nicolás Palacio.

Se enfrentan así las diferentes formas del indigenismo de principios del siglo XX, que en el fondo son variaciones de un racialismo evolucionista: el elitismo nacionalista de Guevara en contra el nobilismo raciológico de Sadleir, el racismo nacionalista de Palacios en contra del cosmopolitismo cientificista de Lenz, el culturalismo pragmático de Manquilef en contra del sicologismo determinista de Guevara. En esta multiplicación de posiciones, 114/ Rolf Foerster resulta bastante evidente que entre la imagen dada por Guevara… de una raza derrotada, biológicamente decadente y en vías de extinción, y la imagen de una raza dignamente representada por dirigentes aristocráticos, vestidos con moderna elegancia y convencidos de la vigencia de su autoridad así como de una autonomía racial y política frente a la nación y al Estado chileno, los caciques encontrarán en el proyecto comunitaristas anglicano una alternativa de negociación más atractiva que la ofrecida por el proyecto mestizológico chileno (p.423).

Este resumen de dos de los laboratorios nos permite pasar ahora a cuestiones más generales que me gustaría tratar antes de finalizar.

Una precisión: el estudio de estos laboratorios no es una suerte de “síntesis comprensiva y global de la historia de la antropología en Chile” y “esto porque las condiciones mismas de posibilidad de la práctica y el archivo etnográficos no llevan a pensar una historia de la antropología, sino más bien a conocer cada laboratorio etnográfico” (p.27-28).

No obstante, Pavez nos ofrece inmediatamente una síntesis al señalar que en la “historia del archivo indigenista” hay unos “padres fundadores de la etnología chilena”, que como todos padres producen fascinación y rechazo. Ahora bien, para sorpresa, esos padres no son los jesuitas de los siglos XVII y XVIII (Valdivia-Ovalle-Rosales-Havestadt-Febres- Molina), sino los “padres de habla alemana” de las primeras décadas del siglo XX: Lenz, Uhle, Gusinde: “autores consistentes de una ‘revolución científica’ en Chile”. La tesis es que “La modernidad alemana, anclada en el romanticismo populista, buscará en la alteridad negada por las elites criollas los fundamentos para la renovación de un proyecto nacional chileno cuya modernización se hiciera cargo de las tradiciones vernaculares” (p.30).

Mi hipótesis es que Lenz y la etnología alemana es de algún modo una continuación (y una negación) del “laboratorio jesuita”, que dio, como unos de sus resultados, no sólo diccionarios y una buena etnografía mapuche-huilliche, sino también la construcción dialógica de la “política de los parlamentos”.

Mientras que el laboratorio de Guevara tiene como objetivo desmontar ese laboratorio para levantar uno acorde con la “pacificación” y el “sistema reduccional”, como primer paso en la disolución de lo mapuche en lo nacional, de ahí la tensión con Manquilef que es heredero del laboratorio parlamentario del siglo XVIII y del XIX (no deja de ser significativo que Pavez no rescate de forma significativa la labor parlamentaria de Manquilef en la Cámara de Diputados; como el laboratorio político de las organizaciones mapuches de los 80 que rescatan ese legado).

Pero volvamos a la síntesis: para Pavez “la segunda guerra mundial dará el golpe de gracia a la fundación de la etnología en Chile” (p.31). El golpe viene desde los Estados Unidos: “cuyos paradigmas tecnofuncionales parecían más libres de tradiciones ideológicas porque favorecían la autonomización disciplinaria y un alejamiento del debate social” (p.31).

La figura central de ese parricidio sería Ricardo Latcham (rescatado desde su tumba, muere en 1943, por Mostny) y también (otra sorpresa) Lipschutz.

Ambos habrían practicado un indigenismo que “no ponía en peligro la ‘unidad nacional’ de Chile, sino que promovía abiertamente (y desde la antropología física) la patrimonialización colonial republicana de los reductos vivos de la alteridad política y sociocultural” (p.31). Esta historia concluye: “en los años 50 y 60” donde los “padres” alemanes son reducidos a la condición de ‘figuras recesivas’” (p.31).

Rolf Foerster – Departamento de Antropología, Universidad de Chile. E-mail: [email protected].

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Botitas Negras en Calama. Género, magia y violencia en uma ciudad minera del norte de Chile – KRAUSHAAR (RCH)

KRAUSHAAR, Lilith. Botitas Negras en Calama. Género, magia y violencia en uma ciudad minera del norte de Chile. Santiago de Chile. Ceibo Ediciones, 2016. 398p. Resenha de: ESPIRITO-SANTO, Diana. Revista Chilena de Antropología, n.34, p.109-111, jul./dic., 2016.   

Este texto fue tomado de la presentación del libro, el 16 de Noviembre, en la Sala de Teatro Cinema.

Sabía que la antropóloga Lilith Kraushaar trabajaba con magia, relaciones y políticas de género, violencia y economía del poder en el culto a un espíritu de una señora que había muerto trágicamente en una ciudad minera en el norte de Chile. Pero no más. Cuando ella me pidió que participara de la presentación de su libro Botitas Negras en Calama, me di cuenta de que su trabajo era más que una simple etnografía de la biografía (y necrografía) de una mujer del ambiente. Además de trazar una historiografía rizomática, plural, de los hechos y del contexto de su construcción posicionada en múltiples sectores de la sociedad calameña, el libro también intenta entender la gran fe que sus varios caminos y encarnaciones, así como las intersecciones del significado de su muerte, siguen inspirando en los habitantes de estas precarias economías políticas. Este trabajo demuestra destreza en múltiples niveles de análisis discursivo y narrativo, socio-histórico y de cultura material, y es la combinación experta y sensible de estos métodos sumamente antropológicos, lo que es verdaderamente inspirador. Así es que gracias a Lilith por haber escrito este libro.

Botitas Negras es Irene Iturra, una mujer de 27 años brutalmente asesinada en los alrededores de Calama en 1969. Los detalles de su muerte son violentos en cualquier estándar: fue encontrada con la cara, cuero cabelludo y pechos cortados, sin una mano, piel y tendones de brazo, y semi-desnuda, como si hubiera sido violada. Se notó que vestía botas negras, la marca que la sexualizó desde ese momento, y que además la identificó. Tanto en los medios de comunicación, en la policía como en la población se genero un sinnúmero de hipótesis coherentes con la división sexual y económica del trabajo, y también con las ideologías de género y poder de ese tiempo y espacio: que había sido víctima de un triángulo amoroso, de alguna venganza o ira de parte del “marido”. Finalmente, cuando se produjo la imagen de “prostituta” en los medios de comunicación, se vio el asesinato como una conclusión casi naturalizada de un “ambiente” sexualmente depravado, y se apuntó a los males de una ciudad con vicios mineros descontrolados. Sin embargo, como sabemos, el caso se quedó sin culpables.

Pero Lilith Kraushaar no nos pinta un cuadro simple o sencillo de este “ambiente”, ni del enredo de conexiones en las cuales Irene Iturra se mueve, a veces secretamente de su celosa pareja, a veces con esperanza para su futuro en la prostitución. La autora nos recrea no solo el lenguaje del contexto bohemio de Chillán y Calama, trazando los pasos de Irene por una multitud de espacios y las discusiones públicas más amplias que siguieron, sino que es minuciosa hasta con el más pequeño detalle socio-histórico y documental, tejiendo una historia compleja, rica, cuyas partes sin embargo encajan de una forma disonante, en ángulos rectos, como la historia siempre es, vista de perspectivas diferentes. No hay una narrativa; hay muchas, paralelas, simultáneas, que hacen a la vez total sentido en el trabajo aquí expuesto.

Este no es solamente un libro sobre el comercio sexual en centros mineros; es también un tratado antropológico y crítico sobre la propia organización económica, sexual, y social en comunidades mineras en Chile, una organización que tiene fuertes raíces en las compañías norteamericanas que promovían modelos de familia y género que producían (y producen) tensiones irreconciliables. El hecho es que Irene Iturra desafió la tenue barrera construida entre esposas de trabajadores, protegidas por su marido y fieles a él, y las demás: solteras, mujeres nocturnas, prostitutas, sujetas a la violencia indiscriminada de sádicos. Al hacerlo, Irene puso en relieve estas mismas categorías, confundiendo los dos roles.

Pero tal como Irene utilizaba diferentes nombres, encarnando personajes diferentes según el contexto y las relaciones sociales que cultivaba en él, su cuerpo y la figura que sobresale eventualmente de su muerte tendrá repercusiones, algunas inesperadas. De hecho, hay que decir que Lilith hace más que caracterizar un espacio histórico: también ha escrito una especie de antropología del amor y de los sentimientos calameños, por medio de la magia dejada al pie del altar de Botitas Negras: cartas, velas, flores, placas, cigarros, cerveza, dulces y otros regalos que se enmarcan dentro del homenaje y de los pedidos que jóvenes y viejos pero especialmente mujeres, le vienen hacer a ella. De Irene Iturra a Botitas Negras hay una transformación: la prostituta se vuelve maestra en temas del ambiente, de clientes y prostíbulos; como ente sexual, se convierte en especialista del amor y atracción; como esposa, en temas de matrimonio y vida doméstica; la mujer asesinada y violada se vuelve la protectora de otras mujeres, experta en técnicas de venganza; se vuelve milagrera y destructora a la vez. Sus múltiples resignificaciones no son extrañas a otros difuntos especiales, no solo en Chile. La cultura material hace el milagro posible; materializa la esperanza. Por alguna razón nosotros antropólogos de fenómenos religiosos le prestamos especial atención. La figura de Irene es, por lo tanto, reclamada y rehecha en Botitas, disputada por distintos grupos con diferentes creencias relativas a la muerte y a sus prácticas funerarias.

En la segunda parte del libro, por lo tanto, Lilith nos lleva por los variadísimos motivos que impulsan el culto a Botitas, la santa prostituta. Al final, vemos que se anuda perfectamente un lado del libro con el otro: aparte de otras solicitudes, las mujeres que vienen a la tumba, desamparadas, saben que Botitas “entiende”, como dice Lilith, y cito,

lo que implica el ser mujer en esta ciudad minera, con todos los impedimentos y los papeles que se le atribuyen: conservar la familia, arreglársela con varios tipos de trabajo para obtener un sueldo, complacer sexualmente, vivir con el sueldo de otro, competir entre mujeres, admitir el privilegio masculino de escoger entre varias mujeres, el entretenimiento homosocial, situaciones todas que anuncian la expresión diaria y la eventualidad de la violencia en las relaciones de género, amparadas por las instituciones y el mercado capitalista (p. 296).

Pero, para finalizar, podemos decir que si por un lado, a través del culto a Botitas se articulan las condiciones del capitalismo industrial y los valores subjetivos mantenidos por la gente en una ciudad minera en tiempos actuales, en tanto “muerta” Irene Iturra trasciende estas mismas condiciones. Ella no es solo testigo de la historia verídica, de hechos socio- económicos refractados a través de su biografía, pero también en cierto modo hace y rehace historia.

Dice Stephan Palmié (2002: 4-5), un antropólogo y historiógrafo de religiones afro-cubanas, que en un sentido muy concreto, cada forma de conocimiento histórico involucra proposiciones sobre el papel de los muertos en el mundo de los vivos, conformado como es por la existencia y agencia pasada de humanos.

Estos conocimientos hacen reclamos al pasado; un pasado que viene a instanciar, mantener o contestar un mundo presente. Pero estos reclamos no deberán ser vistos como concepciones objetivistas de representaciones históricas, como si el pasado fuera sujeto de fácil rescate o recuperación. La historia, nos cuenta Palmié, es, invariablemente, constituida por imaginación histórica, por historias personales y familiares inacabadas, discursos y imágenes que compiten, donde no hay una linealidad entre realidades pasadas, a ciertas distancias temporales, y el presente.

Tomar en serio a los muertos afro-cubanos es, según él, indagar sobre las relaciones entre el pasado y el presente que subyacen a un orden contemporáneo pero quedan no-reconocidos, en silencio, no obstante que su existencia en el mundo haya tenido consecuencias que todavía resuenan entre los vivos.

A mi modo de ver, y en consonancia con lo que señala Palmié, lo que logra el culto a Botitas es también eso: traer a la consciencia que el pasado no terminó, y nunca va a terminar. Hay personajes, como los afroamericanos, pero también Irene Iturra, cuyas historias no son la propiedad especial de sus descendientes, sino parte del patrimonio ético e intelectual del Occidente como tal. Mientras que los muertos de que habla Palmié hacen parte de la formación de la modernidad Atlántica, como espíritu, podemos igualmente proclamar que Botitas pertenece a una conformación mucho más grande que los contornos de su propia vida.

Referências

Palmié, S. 2002. Wizards and Scientists: Explorations in Afro- Cuban Modernity and Tradition. Duke University Press, Durham

Diana Espirito-Santo – Profesora Asistente de Antropología, Pontificia Universidad Católica de Chile. E-mail: [email protected].

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