Pensamiento histórico y evaluación de competencias – CASTILLO (C-HHT)

CASTILLO, Jesús Domínguez. Pensamiento histórico y evaluación de competencias. Barcelona: Graó, 2015. Resenha de: ROYO, Javier Paricio. Clío – History and History Teaching, Zaragoza, n.41, 2015.

Jesús Domínguez realiza en Pensamiento histórico y evaluación de competencias una propuesta práctica y valiosa para impulsar la transformación curricular de nuestras aulas de historia, desde la “gran tradición” de acumulación enciclopédica de conocimientos históricos, hacia la línea renovadora surgida en los años 70 en Reino Unido de la mano del proyecto History 13-16 y su idea de un currículo centrado en el desarrollo de la capacidad de pensar el pasado (y el presente), a través de los conceptos y métodos propios de la disciplina histórica. El núcleo de su propuesta consiste en la vinculación de los postulados centrales de lo que se ha venido llamando “nueva historia” con la corriente internacional de evaluación de competencias clave por medio de instrumentos estándar de aplicación transnacional, como son las pruebas PISA de la OECD. Se trata de una apuesta muy pertinente en la medida en que aprender a razonar históricamente significa, de hecho, orientar el aprendizaje de la historia hacia el desarrollo de competencias valiosas relacionadas con la interpretación y la interacción del individuo con el mundo social en el que vive. Desde esta perspectiva, Jesús Domínguez se pregunta “¿es posible plantear y diseñar pruebas de evaluación en historia basadas en el desarrollo de competencias” (p. 21), apostando así por la evaluación como punto clave de la transformación curricular.

Esta aportación coincide en tiempo y tema con la publicación del volumen coordinado por Kadriye Ercikan y Peter Seixas (2015) titulado significativamente New Directions in Assessing Historical Thinking. Como señalan allí estos autores, “procesos más complejos -pensamiento histórico, conciencia histórica o construcción del sentido de la historia- demandan evaluaciones más complejas” (p. i). La transformación de los propósitos y objetivos del aprendizaje de la historia plantea, sin duda, la cuestión de la evaluación de un nuevo tipo de logros de aprendizaje mucho más complejos que la mera memorización de los protagonistas y hechos de un relato. Desde otro punto de vista, podemos decir que en la evaluación se encarnan, mejor que en ningún otro sitio, las concepciones curriculares y epistemológicas que alimentan cualquier práctica de enseñanza, por lo que elegir la evaluación como foco fundamental para innovar sobre el currículo es una opción particularmente acertada. Dicho de otro modo, la forma y foco de la evaluación refleja (o determina) la orientación curricular: transformar la evaluación implica, coherentemente, transformar el currículo.

Jesús Domínguez busca la solución a la cuestión de encontrar formas viables de evaluación acordes a los nuevos propósitos curriculares analizando propuestas existentes en otras disciplinas en las que está más madura la opción de formación de competencias asociadas a la capacidad de razonamiento científico. El autor analiza así los principios y la estructura de las pruebas de PISA en las disciplinas de ciencias con el fin de estudiar una posible adaptación de este instrumento de evaluación en historia. Los retos que se plantean allí a los estudiantes presentan tres componentes fundamentales: una situación o contexto, unos determinados conocimientos y unas competencias científicas, siendo la demostración de estas últimas el foco principal de las pruebas. De este modo, se exige al estudiante explicar científicamente determinados fenómenos en contextos o situaciones realistas, para lo cual deben formular científicamente el problema, identificar el conocimiento (conceptos, leyes, etc.) relevante en cada caso y utilizar las técnicas apropiadas para argumentar con pruebas científicas la respuesta. La prioridad que los procesos o competencias científicas tienen en el diseño de estas pruebas resulta evidente, en la medida en que el conocimiento no se plantea como un fin en sí mismo, sino como una herramienta necesaria en un proceso más amplio que exige la capacidad de plantearse las cuestiones en forma científicamente adecuada y seguir un método y proceso de argumentación igualmente válido desde el punto de vista científico.

Esta estructura de tres componentes de las pruebas de PISA, con su énfasis en las competencias de razonamiento científico, es aplicada al diseño de una propuesta de evaluación del aprendizaje de la historia por Jesús Domínguez. La clave, según el autor, es evaluar la capacidad de razonamiento histórico exigiendo la interpretación de situaciones o contextos distintos de los estudiados mediante la aplicación de conocimientos históricos. Se trata, en definitiva de plantear un reto que exija razonar históricamente al estudiante y no meramente rememorar datos o explicaciones elaboradas por otros. Esta capacidad de explicación histórica está vinculada a la capacidad de utilización de las pruebas históricas y una comprensión de la lógica del conocimiento histórico, lo que engloba los llamados conceptos de segundo orden (causalidad, empatía o explicación contextualizada, cambio y continuidad, relevancia, evaluación crítica de evidencias o fuentes, etc.).

La expresión “pensar históricamente” se ajusta bien a la exigencia que plantea este tipo de pruebas de evaluación, al tiempo que sintetiza la línea de trabajo que numerosos especialistas de la didáctica de la historia (Seixas, Wineburg, VanSledright, Levésque, etc.) han estado desarrollando en las últimas décadas. La expresión pone el acento sobre el desarrollo de las destrezas de pensamiento propias de la disciplina histórica y que permiten “interpretar las pruebas del pasado y generar los relatos históricos” (Seixas y Morton, 2013, p. 2). La atención y el análisis de los procesos intelectuales que componen eso que llamamos “pensar históricamente” resulta clave para el diseño de buenas pruebas de evaluación, capaces de mostrar el avance de los estudiantes. Pellegrino, Chudowsky y Glaser (2001), en sus magistrales conclusiones sobre la evaluación y su diseño, ya advertían de la necesidad de utilizar la mejor investigación disponible sobre cómo los estudiantes aprenden y desarrollan su competencia en un determinado ámbito para configurar instrumentos de evaluación valiosos por su capacidad para diagnosticar e impulsar la mejora de los procesos de aprendizaje. Ello implica en nuestro caso el análisis de esa competencia compleja que llamamos “pensamiento histórico”, identificando sus diversas dimensiones y explorando el modo en que los individuos progresan en su capacidad de razonar dentro de cada una de ellas.

Domínguez aborda esta cuestión a partir de las propuestas de autores previos relativas a los conceptos de segundo orden, llamados por Domínguez conceptos metodológicos, considerados la estructura fundamental de eso que llamamos “pensar históricamente”. El análisis de cada una de esas dimensiones del pensamiento histórico y de los modelos de progresión disponibles para cada una de ellas resulta fundamental para elaborar buenos diseños de evaluación y de actividades de aprendizaje. En la práctica, el desarrollo de la capacidad de pensamiento histórico exigirá plantear la enseñanza y la evaluación de la historia como actividades y retos orientados específicamente a desarrollar y demostrar la capacidad de análisis de la causalidad histórica, la explicación contextual de los actos o decisiones de personas del pasado, el análisis de la relevancia o significatividad histórica de un suceso o fenómeno, la indagación crítica de fuentes, etc. Y siempre teniendo muy en cuenta las posibilidades y capacidades de los estudiantes para afrontar este tipo de tareas en cada momento.

Desde este punto de partida, el autor sintetiza las dimensiones del pensamiento histórico en cuatro grandes conceptos metodológicos: la utilización de pruebas y fuentes históricas, la explicación causal, la explicación contextualizada o por empatía y el tiempo, cambio y continuidad. Se analizan en el libro cada uno de estos cuatro conceptos metodológicos, revisando las propuestas de los diferentes autores previos en torno a ellos y, en particular, analizando los distintos modelos de progresión en la capacidad de razonamiento para cada una de estas dimensiones del pensamiento histórico. La propuesta de Jesús Domínguez es utilizar estos modelos relacionados con los conceptos metodológicos que conforman el “pensar históricamente” para diseñar ejercicios de evaluación específicamente dirigidos a medir el grado de desarrollo de la capacidad de razonar históricamente en cada una de estas dimensiones del pensamiento histórico, siguiendo el esquema y la estrategia de las pruebas de PISA. El resultado son una serie de reflexiones y principios fundamentales sobre el diseño de la evaluación para cada una de estas dimensiones del pensamiento histórico, así como propuestas de evaluación concretas que pueden resultar de gran utilidad. Aunque se trata de planteamientos y estrategias de evaluación tan sólo parcialmente novedosos, su plasmación en ejemplos concretos y la claridad de exposición convierten al libro en un valioso recurso de trabajo.

En definitiva, el texto realiza a nuestro juicio dos grandes aportaciones. Por un lado, la propuesta, de naturaleza teórica, de vincular la gran línea de trabajo que desde los años 70 propone un currículo de historia centrado en el desarrollo de la capacidad de pensamiento histórico con las corrientes e instrumentos actuales relacionados con la evaluación de competencias, una vía muy sugerente y con gran potencial. En segundo lugar, una revisión muy bien fundada y expuesta de las dimensiones del pensamiento histórico o conceptos metodológicos, que se proyecta en propuestas concretas y sugerentes de estrategias de evaluación. Sin duda, esta segunda aportación podría llevarse mucho más allá en profundidad y alcance, como puede verse en una revisión de los problemas y sugerencias aportadas en el volumen colectivo coordinado por Ercikan y Seixas, pero posiblemente sería a costa de una accesibilidad que tiene gran valor si pensamos en el libro como herramienta de transformación curricular.

Referencias

Ercikan, K. & P. Seixas (eds.) (2015). New Directions in Assessing Historical Thinking. New York: Routledge.
Pellegrino, J.W; N. Chudowsky & R. Glaser (eds.) (2001), Knowing what Students Know. The Science and Design of Educational Assessment. Washington: National Academic Press.
Seixas, P. & T. Morton (2013) The Big Six Historical Thinking Concepts. Toronto: Nelson College Indigenous

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Javier Paricio Royo – Universidad de Zaragoza. E-mail: [email protected]

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Geschichtsunterricht. Ein Handbuch zur Unterrichtsplanung [Ensino de História: manual para o planejamento das aulas] – GIES (IJRHD)

GIES, Horst. (in Zusammenarbeit mit Michele Barricelli und Michael Toepfer): Geschichtsunterricht. Ein Handbuch zur Unterrichtsplanung. Köln, Weimar, Wien 2004 (UTB), 307 S. Resenha de: MÜTTER, Bernd. International Journal of Research on History Didactics, n.31, p.285-287, 2010.

Horst Gies’ jüngste Buchpublikation, an der seine früheren Assistenten Michael Toepfer und Michele Barricelli mitgewirkt haben, lässt das Vorbild des bewährten „Repetitorium Fachdidaktik Geschichte“ (Bad Heilbrunn/Obb. 1981), das schon seit langem vergriffen ist, deutlich erkennen – trotz der im Titel signalisierten thematischen Fokussierung „Geschichtsunterricht. Ein Handbuch zur Unterrichtsplanung“.

Disposition und Darstellungsduktus beider Werke decken sich weitgehend, nur dass die großen Kapitel zu „Voraussetzungen und Bedingungen des Geschichtsunterrichts“, zu seinen Zielen, Inhalten, Methoden und Medien des Geschichtsunterrichts jetzt als „Bausteine“ für die Unterrichtsplanung bezeichnet werden. Neu sind Einführung („Warum ist Unterrichtsplanung notwendig?“) und Ausblick („Von der Planung zum Plan“): Sie geben, dem neuen Titel entsprechend, den Rahmen für die fünf geschichtsdidaktischen Hauptkapitel vor. Neu ist auch die Fokussierung der Kapitelzusammenfassungen auf die unmittelbaren Planungsaufgaben von Geschichtsunterricht.

Aus der Vorgängerpublikation sind die dortigen Rahmenkapitel „Begriffsbestimmung ‚Fachdidaktik der Geschichte’“ und „Leistungskontrolle im Geschichtsunterricht“ entfallen, also mit anderen Worten die wissenschaftstheoretische Grundlegung der Geschichtsdidaktik und die Evaluation der Unterrichtsergebnisse. Lässt sich der erste Verzicht im Hinblick auf die Verschiebung der Themenstellung durchaus begründen, so ist der Verzicht auf das Kapitel „Leistungskontrolle im Geschichtsunterricht“ bedenklich: Er steht nicht nur quer zu den neueren empirischen Bemühungen in der Geschichtsdidaktik, sondern lässt tendenziell auch den zentralen Zusammenhang von Unterrichtsplanung und Unterrichtsevaluation aus dem Blick geraten – jedenfalls auf der Ebene systematischer Reflexion. Jede Unterrichtsplanung muss bewusst auf den praktischen und empirischen Ergebnissen vorangegangener Unterrichtsplanungen aufbauen und geht ihrerseits in das Bedingungsgefüge der nachfolgenden Unterrichtsstunden ein.

Ein „Handbuch zur Unterrichtsplanung“ ist kein geschichtsdidaktischer Forschungsband, sondern es soll den werdenden Geschichtslehrerinnen und -lehrern eine übersichtliche und pragmatische Handlungsanleitung im Kernbereich ihrer künftigen Berufskompetenz bieten. Es ist auch kein Spezialwerk zu bestimmten „Strukturmomenten“ des Unterrichts, wie etwa Methoden oder Medien, sondern muss in einer für den Anfänger überschaubaren Weise den gesamten Unterrichtsplanungsprozess ins Auge fassen.

Wer die Probleme von Berufsanfängern in Praktikum und Referendariat aus eigener Erfahrung kennt, wird ein Handbuch dieser Art für hilfreich halten – das galt auch schon für das alte „Repetitorium Fachdidaktik Geschichte“. Dass dabei viele Wünsche des professionellen Lesers offen bleiben, der die Entwicklung der Disziplin Geschichtsdidaktik in den letzten Jahrzehnten verfolgt hat, liegt auf der Hand. So sind die neueren Konzepte von Geschichtsbewusstsein und Geschichtskultur nicht berücksichtigt, die durchaus Folgen für die Unterrichtsplanung haben können und haben sollten.

Dasselbe gilt für historisches Lernen außerhalb und nach der Schule: Die Bemerkungen zum Besuch außerschulischer Lernorte reichen hier bei weitem nicht aus, und schließlich darf auch Geschichtsunterrichtsplanung den erwachsenen Menschen nicht außer Acht lassen, denn der Schüler lernt ja auch Geschichte nicht für die Schule, sondern für das Leben.

Gleichwohl: Trotz solcher weitergehenden Wünsche hat eine auf bewährten Grundlagen aufbauende Orientierungshilfe und Handlungsanleitung für angehende Geschichtslehrer und -lehrerinnen, wie sie hier vorliegt, im Gesamtfeld der einschlägigen Literatur durchaus ihre Berechtigung. In verständlicher Übersichtlichkeit wird dem Anfänger das unterrichtsplanerische Rüstzeug vermittelt. Dabei werden die geschichtsunterrichtlichen Spezifika allgemeindidaktischer Planungsmodelle herausgearbeitet. Desweiteren wird vor allem die Scheinsicherheit vordergründiger Rezepte vermieden: Alle Planungsentscheidungen müssen eigenständig aus der spezifischen Unterrichtssituation gewonnen und in einem permanenten Abstimmungsprozess sinnvoll aufeinander bezogen werden, es gibt keine immer und überall „richtigen“ Ziel- und Auswahl-, Methoden- und Medienentscheidungen. Gerade das macht Unterrichtsplanung für Anfänger so schwierig. Auch dieses Handbuch kann und will die eigene Analyse und Planung nicht abnehmen, aber es macht doch verständlich, was alles zu berücksichtigen ist und miteinander vernetzt werden muss. Und es spart auch nicht mit einigen handfesten Einsichten, ohne die es in der Praxis nicht geht.

Bernd Mütter

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Développer des compétences en classe d’histoire – JADOULLE (CC)

JADOULLE, Jean-Louis; BOUHON, Mathieu. Développer des compétences en classe d’histoire. Unité de Didactique de l’Histoire de l’Université catholique de Louvain, 2001.  264p. BOUHON, Mathieu; DAMBROISE, Catherine. Évaluer des compétences en classe d’histoire. Unité de Didactique de l’Histoire de l’Université catholique de Louvain, 2002.  215p. Resenha de: AUDIGIER, François. Le cartable de Clio – Revue romande et tessinoise sur les didactiques de l’histoire, Lausanne, n.3, p.323-325, 2003.

Dans une production d’ouvrages de didactique, malheureusement peu abondante, voici deux ouvrages à la fois fort utiles et très intéressants. Utiles parce qu’ils proposent de nombreux exemples et intéressants par l’orientation qu’ils proposent et mettent en œuvre ainsi que par les débats qu’ils ne manqueront pas de susciter. Chacun connaît le développement actuel de la réflexion sur les compétences ; quelque opinion que l’on en ait, aucune réflexion sur l’enseignement de l’histoire ne peut aujourd’hui l’ignorer. Ces deux ouvrages sont une contribution théorique et pratique en faveur d’un profond renouvellement de cet enseignement. Ils accompagnent la réforme de l’enseignement dans la Communauté française de Belgique; un décret voté en 1999 par le Parlement de cette Communauté définit les compétences terminales et les savoirs requis en histoire. Soulignons d’emblée, pour ne pas avoir à revenir sur ce qui est un faux débat, qu’il y a bien les deux termes de compétences et de savoirs et que les unes et les autres sont indissolublement liés. Un des intérêts majeurs des compétences est de nous inviter à raisonner autrement que par l’accumulation d’objets d’histoire, le plus souvent distribués dans un ordre chronologique lui-même peu rigoureux. En effet, cet ordre n’évite nullement les recouvrements lorsque les objets changent, plus encore, il est plein de trous. Raisonner les curriculums et autres plans d’étude en termes de compétences demande d’insister sur le fait que les savoirs et les savoir-faire prennent tout leur sens lorsqu’ils sont mobilisés par l’individu en situation. Ce sont dès lors, dans le cadre scolaire, les situations d’enseignement et d’apprentissage, leurs définitions, leurs intentions, leurs contenus et leurs mises en œuvre, qui sont au cœur de la réflexion didactique. Mettre en avant l’intérêt d’une telle approche ne signifie nullement que celle-ci résout tous les problèmes de l’enseignement de l’histoire aujourd’hui, mais qu’il convient de les identifier clairement et de dépasser les querelles de croyances.

Le premier ouvrage comporte trois parties d’inégale importance. La première, la plus ramassée, donne la parole à Jean-Marie de Ketele pour définir le terme de compétences et situer son intérêt aujourd’hui, puis à Britt-Mari Barth pour traiter de la conceptualisation. Elle s’achève par un texte des auteurs sur les compétences en histoire, texte dans lequel ils proposent plusieurs outils permettant d’opérationnaliser l’approche par compétences.

Les deux parties suivantes fournissent de nombreuses situations avec commentaires, appareillages documentaires, outils de réflexion, tous construits et expérimentés avec une équipe d’enseignants. Le premier ensemble présente des « scénarios didactiques » à propos de cinq objets d’histoire. Ils sont tous bâtis selon un canevas commun qui articule: « l’étude d’un moment-clé ou d’une vision panoramique » au cours de laquelle « les élèves s’approprient des savoirs… et des savoir-faire et développent un certain nombre d’attitudes »; une situation d’intégration au cours de laquelle les élèves mobilisent les ressources précédemment construites ; une situation d’évaluation. Cette évaluation, essentiellement formative tient une grande place dans la réflexion et dans la construction des scénarios. Des propositions en ce sens occupent la dernière partie de l’ouvrage et en constituent à elle seule plus de la moitié. Chaque situation comporte une analyse des compétences évaluées, les documents fournis aux élèves et les outils d’évaluation à la fois critériés et quantifiés, en particulier les outils d’autoévaluation. Compte tenu de la logique de cette approche, ces situations sont aussi des ressources pour construire les situations d’intégration. Dès lors qu’un travail plus autonome est mis en place, ces situations et l’évaluation formative entretiennent de très fortes connivences.

Cette importance de l’évaluation s’affirme dans le second volume. Le titre est quelque peu trompeur puisque les exemples proposés décrivent et analysent en fait l’ensemble du dispositif et présentent les situations d’intégration avec leurs supports documentaires. Les outils d’évaluation, qui sont ici aussi des outils d’autoévaluation, portent sur les productions des élèves pendant les situations d’intégration. Des exemples de ces productions accompagnent ces outils. Comme dans l’ouvrage précédent issu de la même équipe, les divers matériaux ont été expérimentés avant d’être publiés. L’ouvrage est organisé autour des deux compétences générales définies pour l’histoire – « se poser des questions », « communiquer» –, dans deux niveaux de classe 4e et 5e années; les deux autres compétences sont « critiquer» et « synthétiser». Les objets traités concernent l’histoire depuis le Moyen Âge.

L’intérêt de ces ouvrages rappelé, cette courte note s’achève par quelques thèmes de travail et de débat que leur lecture soulève. Au risque d’être redondant, j’insiste sur le fait que ces thèmes sont « au-delà » de cette approche ; autrement dit, ils n’arrivent en aucun cas comme des invitations à revenir en arrière ou comme des critiques qui délégitimeraient cette orientation. En fait, les questions que soulèvent ces thèmes sont largement présentes dans les approches traditionnelles de l’enseignement de l’histoire, mais les coutumes didactiques, la force du modèle disciplinaire, plus encore les croyances où beaucoup sont de voir les intentions et les finalités si nobles accordées à notre discipline se traduire dans les faits, les masquent le plus souvent. L’approche par compétences, en déplaçant notre regard, nous invite à les réexaminer et à les (re)travailler. J’en formule quatre: du point de vue des objets d’histoire retenus et étudiés, l’ensemble laisse un sentiment de juxtaposition dans lequel il est difficile de lire une cohérence. Il est vrai que lorsqu’on lit de l’histoire, notamment de l’histoire scolaire, l’attente spontanée est celle d’une certaine continuité chronologique, laquelle nous délivre un message de cohérence. J’ai dit précédemment l’illusion que les approches traditionnelles imposent de ce point de vue. Les propositions qui sont faites ici ont le mérite de placer ce problème au-devant de la scène. Plus profondément, c’est l’idée même de cohérence qu’il faudrait reprendre totalement. Le nombre d’objets historiques intéressants pour la formation des élèves est sans fin. Le choix de ces objets, leur succession et la cohérence de l’ensemble ont longtemps été assurés par les finalités politiques attribuées à la discipline. La définition des compétences et leur mise en réseau avec les savoirs, savoir-faire et attitudes retenus suffisent-elles à construire une nouvelle cohérence? Mais la cohérence en histoire, plus largement dans les sciences sociales estelle autre chose qu’une Weltanschauung et par là-même autre chose qu’une construction culturelle et idéologique1? D’ailleurs, avonsnous vraiment besoin de cohérence? lorsque l’on examine les documents proposés aux élèves, le sentiment de juxtaposition vient à nouveau et le constat d’une grande hétérogénéité s’impose. Hétérogénéité de forme notamment puisque tout ou presque est mis sur le même plan et que l’on trouve pêle-mêle des morceaux de sources contemporaines à la période étudiée, eux-mêmes découpés, traduits, réécrits…, des cartes, plans et schémas élaborés postérieurement dans des conditions variées et non précisées, des mises au point d’historiens, etc. Avec un tel patchwork et un travail souvent très encadré par les consignes même s’il est autonome dans sa mise en œuvre, on peut s’interroger sur la part prise par la formation critique. Si l’histoire se construit avec des sources, encore faut-il être précis sur ce que ce terme recouvre. Il me semble là que les contraintes scolaires conduisent à marginaliser ce qui s’affirme comme exigence au moins dans les discours et les références faites à l’épistémologie de l’histoire ; dans le prolongement de cette remarque, les documents proposés sont très univoques, tendus par la nécessité de construire des compétences et des savoirs dans le temps scolaire. La pluralité des points de vue, si constamment affirmée comme une préoccupation, voire un objectif de l’enseignement de l’histoire, n’apparaît guère ; le rapport passé-présent est formulé, notamment dans le titre du texte de B.-M. Barth, de manière doublement univoque ; il y a « un» passé et « une» orientation dans le temps. Le premier singulier est une habitude de langage largement répandue. Peut-être pourrionsnous faire évoluer cette habitude et mettre régulièrement un S à passé. Cette marque du pluriel est nécessaire, d’une part pour bien marquer, notamment chez nos élèves, qu’il n’y a pas aujourd’hui d’un côté et le grand magma du « temps d’avant » de l’autre, d’autre part pour nous inviter à construire le plus souvent possible des comparaisons entre des passés et le présent (voire d’ailleurs aussi les présents), surtout lorsque notre intention est dans la conceptualisation. Tous les chercheurs qui ont travaillé sur cet objectif de conceptualisation soulignent qu’un concept renvoie à un ensemble de situations dans lequel le concept est valide, ensemble non fini en histoire et plus généralement dans les sciences sociales. La diversité des situations est ainsi nécessaire à la conceptualisation. Le second singulier, cette orientation unique du temps au nom de laquelle « le passé sert à comprendre le présent », fait partie des évidences. Cette affirmation posée, il serait intéressant de disposer de recherches précises sur les manières dont se tissent, en classe, ces relations. Ainsi, par exemple et pour n’en prendre qu’un seul aspect, plusieurs recherches, reposant sur des observations de classe (voir l’article dans le Cartable n° 2), mettent en évidence le fait que les enseignants font souvent appel aux connaissances que les élèves sont supposés avoir sur la société dans laquelle les uns et les autres vivent ensemble. Ils procèdent comme si ces connaissances étaient suffisantes et qu’ils pouvaient les mobiliser pour construire le passé par comparaison, rapprochement, différenciation. Or, ces mêmes recherches observent, d’une part que les élèves sont en fait très ignorants de leur propre société et que ces appels au « vécu » fonctionnent dès lors à vide, d’autre part que les relations passés/présent sont alors inversées, puisque c’est la connaissance du présent qui est supposée aider à comprendre le passé. J’ajoute que ces appels sont très rarement l’objet d’un travail approfondi. Avec la formule « le passé aide ou sert à comprendre le présent », nous avons encore à faire à un rite rhétorique qu’il convient d’examiner plus à fond.

Engageons et prolongeons le débat. Là encore, je plaide avec insistance pour le développement de recherches dans les classes, auprès et avec des élèves et des enseignants.

Sans aucune connotation négative de ce terme, qu’il conviendrait, comme quelques autres déconsidérés aujourd’hui, de réintroduire comme outils de pensée.

François Audigier – Université de Genève.

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